Artículo publicado en Razón pública el lunes 19 de diciembre de 2016.
Mucho tiempo, muchos esfuerzos y muchos sobresaltos para llegar a la firma del acuerdo. Pero a la hora del té nos encontramos con lo muy poco preparados que estaban el presidente y su gobierno para poner en marcha los acuerdos.
Seguir leyendo en: http://www.razonpublica.com/index.php/conflicto-drogas-y-paz-temas-30/9937-en-2016-se-firm%C3%B3-el-acuerdo-de-paz-se-cumplir%C3%A1-en-2017.html
lunes, 26 de diciembre de 2016
lunes, 19 de diciembre de 2016
Leer; oír
El confuso 2016 termina con muchos muertos queridos y tantos trastornos a todo nivel (local, nacional, global) que –como suele suceder – me vienen a la mente los versos de una vieja canción del dúo de rock argentino Pedro y Pablo que dice “si no fuera por la música / no nos salva ni Tarzán” (aprovecho que Tarzán volvió al cine para recordarle a los jóvenes nuestros mitos).
Empecemos por la medicina auditiva. “The Hope Six Demolition” es el álbum más reciente de P. J. Harvey, la artista británica que ya es la mayor estrella femenina del último cuarto de siglo. Harvey hace obras y ha anticipado este mundo esquivo hace años. Gabo Ferro, poseedor de una gran voz, publicó “El lapsus del jinete ciego”, de lo mejor que se hizo por estas calles. “Tropicalismo salvaje” de Jaibanakus entró en la oferta destacable. El homenaje de La Toma a Juan Gabriel con una versión magnífica de “Así fue” es lo mejor que vi en el video nacional.
Los clásicos siempre piden la palabra. “Skeleton Tree” de Nick Cave, “Blackstar” –el testamento de David Bowie – y “A Moon Shaped Pool” de Radiohead son piezas muy buenas que disputan los mejores momentos de sus autores. No he escuchado “Kraken VI” pero el mero hecho que haya salido ya es motivo de celebración. La publicación de las partes 2, 3 y 4 de los legendarios conciertos de Van Morrison, a mediados de los años setenta, etiquetados como “It´s too Late to Stop Now” nos dio un motivo de alegría y la posibilidad de escaparnos.
También hay ojos, además de oídos.
Las ganas de entender pudieron más y el ensayo casi monopoliza mi atención. “¿Por qué fracasa Colombia?”, de Enrique Serrano López, me explicó cosas vistas, sabidas y no comprendidas de lo que somos. La forma en que la crítica oficial lo ignoró es casi un premio. Patricia Cardona, profesora de la Universidad Eafit, publicó “Trincheras de tinta” un libro sobre cómo se construye nación desde las ideas y con el papel. John Paul Lederach es el autor de “La imaginación moral”, una de las invitaciones más pertinentes para ayudar a la reconciliación. Andrea Wulf es una joven historiadora británica que publicó, tal vez, el mejor libro del año, “La invención de la naturaleza”, sobre Alexander von Humboldt.
La ficción, a medias, la manda Amos Oz y su “Judas”. Una novela para estos tiempos volátiles en los que la traición puede ser la mejor opción. Una pequeña editorial de Asturias rescató haikús de una poetisa del siglo XVIII, Chiyo, bajo el título de “Violeta agreste”. Apareció “Silabario del camino” la poesía (casi) completa de Juan Manuel Roca. Blanca Inés Jiménez, de la sociología a la literatura, lanzó “Voces y secretos” publicado por la Universidad de Antioquia.
Alcanza, y sobra, para vacaciones.
El Colombiano, 18 de diciembre
Empecemos por la medicina auditiva. “The Hope Six Demolition” es el álbum más reciente de P. J. Harvey, la artista británica que ya es la mayor estrella femenina del último cuarto de siglo. Harvey hace obras y ha anticipado este mundo esquivo hace años. Gabo Ferro, poseedor de una gran voz, publicó “El lapsus del jinete ciego”, de lo mejor que se hizo por estas calles. “Tropicalismo salvaje” de Jaibanakus entró en la oferta destacable. El homenaje de La Toma a Juan Gabriel con una versión magnífica de “Así fue” es lo mejor que vi en el video nacional.
Los clásicos siempre piden la palabra. “Skeleton Tree” de Nick Cave, “Blackstar” –el testamento de David Bowie – y “A Moon Shaped Pool” de Radiohead son piezas muy buenas que disputan los mejores momentos de sus autores. No he escuchado “Kraken VI” pero el mero hecho que haya salido ya es motivo de celebración. La publicación de las partes 2, 3 y 4 de los legendarios conciertos de Van Morrison, a mediados de los años setenta, etiquetados como “It´s too Late to Stop Now” nos dio un motivo de alegría y la posibilidad de escaparnos.
También hay ojos, además de oídos.
Las ganas de entender pudieron más y el ensayo casi monopoliza mi atención. “¿Por qué fracasa Colombia?”, de Enrique Serrano López, me explicó cosas vistas, sabidas y no comprendidas de lo que somos. La forma en que la crítica oficial lo ignoró es casi un premio. Patricia Cardona, profesora de la Universidad Eafit, publicó “Trincheras de tinta” un libro sobre cómo se construye nación desde las ideas y con el papel. John Paul Lederach es el autor de “La imaginación moral”, una de las invitaciones más pertinentes para ayudar a la reconciliación. Andrea Wulf es una joven historiadora británica que publicó, tal vez, el mejor libro del año, “La invención de la naturaleza”, sobre Alexander von Humboldt.
La ficción, a medias, la manda Amos Oz y su “Judas”. Una novela para estos tiempos volátiles en los que la traición puede ser la mejor opción. Una pequeña editorial de Asturias rescató haikús de una poetisa del siglo XVIII, Chiyo, bajo el título de “Violeta agreste”. Apareció “Silabario del camino” la poesía (casi) completa de Juan Manuel Roca. Blanca Inés Jiménez, de la sociología a la literatura, lanzó “Voces y secretos” publicado por la Universidad de Antioquia.
Alcanza, y sobra, para vacaciones.
El Colombiano, 18 de diciembre
lunes, 12 de diciembre de 2016
Cuidadores de jardines
Después de años, páginas y lágrimas de estudiar esta ciudad puedo concluir que Medellín se jodió a fines de los años setenta y empezó a salvarse hacia el 2005. El fracaso se incubó durante veinte años, entre 1960 y después, cuando creíamos que todo iba muy bien. La recuperación comenzó 20 años antes –como suele ser– en medio de la negra noche. Todo lo que sucedió tiene responsables, imposibles de individualizar, porque en nuestro mundo imperfecto solo el bien parece tener claros derechos de autor.
El bien es modesto, humilde. A estas alturas del 2016 amargo debo recordar la obra de algunos cuidadores de pequeños jardines. Personas, grupos, que han perseverado en un trabajo amoroso y constructivo, y que fueron luz durante los tiempos más duros y atroces, han sido ejemplo de dedicación a una misión en la que se realizan y ayudan a sus vecinos a comprender, compadecer, colaborar.
Quiero enaltecer al Grupo Suramérica creado hace 40 años, cuando empezaron a manifestarse los síntomas de la tragedia. Fruto de su época, de la idea romántica del patriotismo latinoamericano, cuando la pretendida música continental se apegó al folklor nacional, en especial de los países del Cono sur. Suramérica es un ejemplo de disciplina, constancia y apego a un trabajo orillado por los gustos dominantes y por aquellos aprestigiados por la contracultura, los míos. El liderazgo y el afecto que Carlos Mario Londoño ha puesto en este proyecto son dignos de reconocimiento.
Quiero celebrar al Colectivo Teatral Matacandelas creado en 1979. Yo los recuerdo, sin precisión, en Envigado. Nadie puede imaginarse tan grande asimetría entre las ganas de hacer teatro de los antioqueños y la escasa visibilidad de nuestros autores, actores y maestros, cuéntese a Gilberto Martínez, José Manuel Freidel o Siervo García. Matacandelas se aproxima a cuatro décadas de trabajo infatigable sin la sombra protectora del dinero, la política o los apellidos. Cristóbal Peláez sigue siendo su timonel.
Quiero festejar el trabajo de Punto Seguido cuya aparición data también cerca de 1979. Punto Seguido es una revista de poesía sometida a las contingencias propias del arte no oficial ni comercializable. Aun así puede exhibir 60 números, una cifra respetable para cualquier tipo de publicación. Con todo y lo que se denigra del espíritu utilitario antioqueño es difícil encontrar más poesía profesional en otro lugar de Colombia. Sin la dedicación de John Jaime Sosa y la sombra constante de Carlos Bedoya no existiría.
La juventud de varias generaciones de antioqueños ha pasado por algunos o todos estos corazones. Proyectos locales sin provincianismo, proyectos destinados a crear compasión en medio del odio y de la rabia, proyectos radicales porque –como las raíces– se han mantenido aferrados a la tierra, a la convicción, a la vocación y al arte, con minúsculas. Ellos, entre muchos otros, han creado nichos de sosiego para ayudar a sostenernos.
El Colombiano, 11 de diciembre
El bien es modesto, humilde. A estas alturas del 2016 amargo debo recordar la obra de algunos cuidadores de pequeños jardines. Personas, grupos, que han perseverado en un trabajo amoroso y constructivo, y que fueron luz durante los tiempos más duros y atroces, han sido ejemplo de dedicación a una misión en la que se realizan y ayudan a sus vecinos a comprender, compadecer, colaborar.
Quiero enaltecer al Grupo Suramérica creado hace 40 años, cuando empezaron a manifestarse los síntomas de la tragedia. Fruto de su época, de la idea romántica del patriotismo latinoamericano, cuando la pretendida música continental se apegó al folklor nacional, en especial de los países del Cono sur. Suramérica es un ejemplo de disciplina, constancia y apego a un trabajo orillado por los gustos dominantes y por aquellos aprestigiados por la contracultura, los míos. El liderazgo y el afecto que Carlos Mario Londoño ha puesto en este proyecto son dignos de reconocimiento.
Quiero celebrar al Colectivo Teatral Matacandelas creado en 1979. Yo los recuerdo, sin precisión, en Envigado. Nadie puede imaginarse tan grande asimetría entre las ganas de hacer teatro de los antioqueños y la escasa visibilidad de nuestros autores, actores y maestros, cuéntese a Gilberto Martínez, José Manuel Freidel o Siervo García. Matacandelas se aproxima a cuatro décadas de trabajo infatigable sin la sombra protectora del dinero, la política o los apellidos. Cristóbal Peláez sigue siendo su timonel.
Quiero festejar el trabajo de Punto Seguido cuya aparición data también cerca de 1979. Punto Seguido es una revista de poesía sometida a las contingencias propias del arte no oficial ni comercializable. Aun así puede exhibir 60 números, una cifra respetable para cualquier tipo de publicación. Con todo y lo que se denigra del espíritu utilitario antioqueño es difícil encontrar más poesía profesional en otro lugar de Colombia. Sin la dedicación de John Jaime Sosa y la sombra constante de Carlos Bedoya no existiría.
La juventud de varias generaciones de antioqueños ha pasado por algunos o todos estos corazones. Proyectos locales sin provincianismo, proyectos destinados a crear compasión en medio del odio y de la rabia, proyectos radicales porque –como las raíces– se han mantenido aferrados a la tierra, a la convicción, a la vocación y al arte, con minúsculas. Ellos, entre muchos otros, han creado nichos de sosiego para ayudar a sostenernos.
El Colombiano, 11 de diciembre
lunes, 5 de diciembre de 2016
Los justos en nuestra guerra
¿Quién es justo? Supimos de la pregunta de Yhvh a Abraham, pero el contenido de la categoría quedó en el aire. ¿Y quién es justo en medio de una guerra o de una violencia inclemente? Justo, perdón, sería todo aquel que actuara justamente. Lo que ha hecho prohibitivas las guerras es que hoy es prácticamente imposible combatir con justicia. El más justo de los guerreros carga consigo decenas de crímenes de guerra así sea por las restricciones que le impone la técnica.
Buscamos a los justos entre los no combatientes. El modelo judío más conocido es el caso de Oskar Schindler. Como modelo tiene la virtud de exigir un testimonio individual, concreto, que incluye el dar protección a alguien, hacerlo inmune a una agresión. No dudo de su validez pero sería una reducción quedarse solo en este tipo de casos que, por demás, fueron de violencia unilateral y no de guerra.
Una definición poética fue ensayada por Italo Calvino (1923-1985) quien habló de quitarle espacio al infierno, en nuestro caso al infierno de la guerra. Los ejemplos pueden tornarse más elusivos, algunos discutibles, pero darían cuenta de los múltiples modos en que personas, comunidades, asociaciones, contribuyeron a salvar vidas y a preservar espacios de vida en medio de la destrucción.
Quiero recordar en Colombia a los promotores de la neutralidad activa en los años noventa; un invento de los líderes de muchas comunidades indígenas que deseaban protegerse de los atropellos de todos los ejércitos. La neutralidad fue un mecanismo práctico de resistencia a la lucha armada. A fines de los ochenta, algunos organismos no gubernamentales con antecedentes radicales adoptaron un perfil moderado y pacifista, especialmente los que se aglutinaron en Viva la Ciudadanía, iniciativa surgida al calor del proceso constituyente de 1991. Menciono los antioqueños: Escuela Nacional Sindical, Corporación Región y Conciudadanía.
En mi libro más reciente, Las ideas en la guerra (Debate, 2015), destaco algunos intelectuales que se lanzaron contra la corriente y que preconizaron un modo de hacer política y de cambiar las leyes por mecanismos deliberativos y bajo preceptos éticos, el fundamental de respeto a la vida. Los rememoro: Cayetano Betancur, Francisco Mosquera, Carlos Jiménez Gómez, Estanislao Zuleta, Jorge Orlando Melo, Francisco de Roux y Antanas Mockus.
En las guerras no solo hay víctimas y victimarios –este lenguaje pertenece más al campo penal e induce a una mentalidad punitiva. De hecho, las guerras contemporáneas están llenas de figuras complejas: victimarios-víctimas, víctimas-victimarios. Hay inocentes, millones, pero no todos lo son. Y también justos que fueron capaces de salvar a otros, cuando estaba a su alcance hacerlo.
Este será el tema del foro “Justos en el conflicto armado colombiano” que servirá como evento inaugural del Centro Nicanor Restrepo Santamaría para la Reconstrucción Civil, fundado por las universidades Nacional de Colombia, de los Andes (Bogotá), EAFIT y FLACSO-México.
El Colombiano, 4 de diciembre
Buscamos a los justos entre los no combatientes. El modelo judío más conocido es el caso de Oskar Schindler. Como modelo tiene la virtud de exigir un testimonio individual, concreto, que incluye el dar protección a alguien, hacerlo inmune a una agresión. No dudo de su validez pero sería una reducción quedarse solo en este tipo de casos que, por demás, fueron de violencia unilateral y no de guerra.
Una definición poética fue ensayada por Italo Calvino (1923-1985) quien habló de quitarle espacio al infierno, en nuestro caso al infierno de la guerra. Los ejemplos pueden tornarse más elusivos, algunos discutibles, pero darían cuenta de los múltiples modos en que personas, comunidades, asociaciones, contribuyeron a salvar vidas y a preservar espacios de vida en medio de la destrucción.
Quiero recordar en Colombia a los promotores de la neutralidad activa en los años noventa; un invento de los líderes de muchas comunidades indígenas que deseaban protegerse de los atropellos de todos los ejércitos. La neutralidad fue un mecanismo práctico de resistencia a la lucha armada. A fines de los ochenta, algunos organismos no gubernamentales con antecedentes radicales adoptaron un perfil moderado y pacifista, especialmente los que se aglutinaron en Viva la Ciudadanía, iniciativa surgida al calor del proceso constituyente de 1991. Menciono los antioqueños: Escuela Nacional Sindical, Corporación Región y Conciudadanía.
En mi libro más reciente, Las ideas en la guerra (Debate, 2015), destaco algunos intelectuales que se lanzaron contra la corriente y que preconizaron un modo de hacer política y de cambiar las leyes por mecanismos deliberativos y bajo preceptos éticos, el fundamental de respeto a la vida. Los rememoro: Cayetano Betancur, Francisco Mosquera, Carlos Jiménez Gómez, Estanislao Zuleta, Jorge Orlando Melo, Francisco de Roux y Antanas Mockus.
En las guerras no solo hay víctimas y victimarios –este lenguaje pertenece más al campo penal e induce a una mentalidad punitiva. De hecho, las guerras contemporáneas están llenas de figuras complejas: victimarios-víctimas, víctimas-victimarios. Hay inocentes, millones, pero no todos lo son. Y también justos que fueron capaces de salvar a otros, cuando estaba a su alcance hacerlo.
Este será el tema del foro “Justos en el conflicto armado colombiano” que servirá como evento inaugural del Centro Nicanor Restrepo Santamaría para la Reconstrucción Civil, fundado por las universidades Nacional de Colombia, de los Andes (Bogotá), EAFIT y FLACSO-México.
El Colombiano, 4 de diciembre
lunes, 28 de noviembre de 2016
Química
Hace mucho tiempo, un grupo de estudiantes de quinto de bachillerato entre los que me contaba llegó a su primera clase de química. El profesor –de cuya excentricidad fue dando muestras a lo largo del año– nos llevó de inmediato al laboratorio. Una vez allí tomó un matraz y le echó un polvo, “veneno” dijo; luego otro y repitió “veneno”, luego otro también mortal. Echó agua y el matraz empezó a despedir una nubecita de gas. El grupo que andaba concentrado se dispersó. Entonces el profe lo cogió y se tomó la mezcla. Todavía no pasábamos el susto cuando concluyó: “alka seltzer”.
Lo primero que aprendí en las clases de química era que un veneno más otro veneno podía ser una medicina o un elemento indispensable para la vida humana; que todo depende de las dosis, las mezclas y los procesos. En los estudios sociales pasa lo mismo. Una sociedad bien ordenada es una mezcla de autoridad, fuerza armada, reglas coactivas, control, autodominio, cosas que llevadas al extremo o aisladas son desagradables o nocivas. Me atrevería a decir que este símil es aplicable a todos los campos de la vida.
Lo mismo pasaba con el acuerdo para la terminación del conflicto entre el Estado colombiano y las Farc. Se trataba de evaluar si, en el conjunto, los términos de las 310 páginas que se firmaron en Bogotá el jueves pasado constituyen una fórmula adecuada para cerrar esa guerra, afianzar la presencia del Estado en el territorio y llevar al país a un nivel mejor de convivencia entre sus nacionales, entre quienes cuentan todos y cada uno de los combatientes de las Farc.
Cuando empezaron a desglosarse los vocablos y las proposiciones del texto y los innúmeros litigantes se adentraron en el laberinto sintáctico de tantas hojas, se perdieron. Y al perderse, se perdió el sentido general y el propósito por el cual el gobierno del presidente Santos se empeñó en negociar con las Farc, como quisieron Uribe, Pastrana, Gaviria y Betancur en el pasado, y como lo hicieron algunos con los paramilitares o con el M-19. Dan ganas de decir con Cavafis: ¿leíste? ¿comprendiste? Si rechazaste fue que no comprendiste.
Queda la sensación de que todo esta cositería no es más que una expresión del hecho de que para ciertos sectores de la sociedad el desarme de las Farc no es importante y que valen más un montón de abstracciones jurídicas o valores como la justicia o intereses como el de preservar intacto el estado de cosas existente. O castigar a un mal gobierno condenando a la sociedad a más calamidades.
Dije que el país era un acróbata con siete pelotas en el aire. Esta semana los voceros del no lo subieron a una cuerda floja. En esta fragilidad estaremos dos años, al menos. Años agrios.
El Colombiano, 27 de noviembre
Lo primero que aprendí en las clases de química era que un veneno más otro veneno podía ser una medicina o un elemento indispensable para la vida humana; que todo depende de las dosis, las mezclas y los procesos. En los estudios sociales pasa lo mismo. Una sociedad bien ordenada es una mezcla de autoridad, fuerza armada, reglas coactivas, control, autodominio, cosas que llevadas al extremo o aisladas son desagradables o nocivas. Me atrevería a decir que este símil es aplicable a todos los campos de la vida.
Lo mismo pasaba con el acuerdo para la terminación del conflicto entre el Estado colombiano y las Farc. Se trataba de evaluar si, en el conjunto, los términos de las 310 páginas que se firmaron en Bogotá el jueves pasado constituyen una fórmula adecuada para cerrar esa guerra, afianzar la presencia del Estado en el territorio y llevar al país a un nivel mejor de convivencia entre sus nacionales, entre quienes cuentan todos y cada uno de los combatientes de las Farc.
Cuando empezaron a desglosarse los vocablos y las proposiciones del texto y los innúmeros litigantes se adentraron en el laberinto sintáctico de tantas hojas, se perdieron. Y al perderse, se perdió el sentido general y el propósito por el cual el gobierno del presidente Santos se empeñó en negociar con las Farc, como quisieron Uribe, Pastrana, Gaviria y Betancur en el pasado, y como lo hicieron algunos con los paramilitares o con el M-19. Dan ganas de decir con Cavafis: ¿leíste? ¿comprendiste? Si rechazaste fue que no comprendiste.
Queda la sensación de que todo esta cositería no es más que una expresión del hecho de que para ciertos sectores de la sociedad el desarme de las Farc no es importante y que valen más un montón de abstracciones jurídicas o valores como la justicia o intereses como el de preservar intacto el estado de cosas existente. O castigar a un mal gobierno condenando a la sociedad a más calamidades.
Dije que el país era un acróbata con siete pelotas en el aire. Esta semana los voceros del no lo subieron a una cuerda floja. En esta fragilidad estaremos dos años, al menos. Años agrios.
El Colombiano, 27 de noviembre
lunes, 21 de noviembre de 2016
Este es el momento
Supimos –a las carreras– que hubo un nuevo acuerdo entre las delegaciones del Gobierno nacional y las Farc. También a las carreras hubimos de cotejar el texto del 24 de agosto y el del 14 de noviembre. A las carreras vinieron los delegados de las partes a Colombia a tareas respectivas para poder garantizar que esto termine bien. Pero hay sectores políticos y de opinión que no quieren la prisa y que envían el mensaje de que el tiempo no importa. No es cierto. Hoy lo más importante es el tiempo.
Por distintas razones, todas incontrolables por alguna de las partes, el calendario de la negociación se topó con otros calendarios que pueden ser incompatibles o introducir dificultades importantes en el proceso de desmovilización de las Farc: fin del periodo de gobierno, elecciones presidenciales, legislaturas, elecciones en Estados Unidos, fiestas y vacaciones, la próstata del jefe de Estado… El país, como el acróbata atrevido, tiene siete pelotas en el aire y todavía no agarra ninguna.
El tiempo importa porque Colombia puede quedar ad portas de que las Farc se desintegren y en lugar de una larga fila para la desmovilización de unos miles de combatientes nos queden de herencia 20 bandas criminales dispersas y sin control de ningún tipo. Dilatar más significa correr más riesgos y, a no ser que ese sea un propósito inconfesado, deben evitarse. Esta es la responsabilidad que deben asumir los dirigentes que tienen en sus manos la llave para que el nuevo acuerdo se pueda convertir pronto en una realidad para el país.
A quienes se han tornado meticulosos con la letra pequeña, la exégesis y la volátil imaginación con el texto del nuevo acuerdo hay que recordarles que el texto no lo es todo. Esa es la experiencia nacional y mundial. El texto es la base, pero la parte crucial del asunto se juega en la implementación, en las instituciones y en el resultado de las tensiones económicas, jurídicas y políticas que se desplegarán en los 10 años del tribunal y los 15 de la intervención rural.
Ese puntillismo notarial, de teólogo medieval o funcionario estalinista, que han mostrado las Farc parece reproducirse ahora por algunos partidarios del no. Moverían a risa las disquisiciones gramaticales y hermenéuticas que muestran los discutidores del acuerdo si no fuera porque nos pueden llevar a nuevas espirales de violencia en regiones que ya han sufrido en demasía y porque pueden ahondar las fracturas que ya se notan en las élites políticas, económicas e intelectuales.
Después del plebiscito quedó claro que: el gobierno escuchó a todos los sectores que propusieron modificaciones, los plenipotenciarios las asumieron como propias en La Habana, el nuevo texto es mucho mejor que el anterior. Después de este esfuerzo veremos quienes buscan la reconciliación y quienes quieren mantener abierto este frente de guerra.
El Colombiano, 20 de noviembre
Por distintas razones, todas incontrolables por alguna de las partes, el calendario de la negociación se topó con otros calendarios que pueden ser incompatibles o introducir dificultades importantes en el proceso de desmovilización de las Farc: fin del periodo de gobierno, elecciones presidenciales, legislaturas, elecciones en Estados Unidos, fiestas y vacaciones, la próstata del jefe de Estado… El país, como el acróbata atrevido, tiene siete pelotas en el aire y todavía no agarra ninguna.
El tiempo importa porque Colombia puede quedar ad portas de que las Farc se desintegren y en lugar de una larga fila para la desmovilización de unos miles de combatientes nos queden de herencia 20 bandas criminales dispersas y sin control de ningún tipo. Dilatar más significa correr más riesgos y, a no ser que ese sea un propósito inconfesado, deben evitarse. Esta es la responsabilidad que deben asumir los dirigentes que tienen en sus manos la llave para que el nuevo acuerdo se pueda convertir pronto en una realidad para el país.
A quienes se han tornado meticulosos con la letra pequeña, la exégesis y la volátil imaginación con el texto del nuevo acuerdo hay que recordarles que el texto no lo es todo. Esa es la experiencia nacional y mundial. El texto es la base, pero la parte crucial del asunto se juega en la implementación, en las instituciones y en el resultado de las tensiones económicas, jurídicas y políticas que se desplegarán en los 10 años del tribunal y los 15 de la intervención rural.
Ese puntillismo notarial, de teólogo medieval o funcionario estalinista, que han mostrado las Farc parece reproducirse ahora por algunos partidarios del no. Moverían a risa las disquisiciones gramaticales y hermenéuticas que muestran los discutidores del acuerdo si no fuera porque nos pueden llevar a nuevas espirales de violencia en regiones que ya han sufrido en demasía y porque pueden ahondar las fracturas que ya se notan en las élites políticas, económicas e intelectuales.
Después del plebiscito quedó claro que: el gobierno escuchó a todos los sectores que propusieron modificaciones, los plenipotenciarios las asumieron como propias en La Habana, el nuevo texto es mucho mejor que el anterior. Después de este esfuerzo veremos quienes buscan la reconciliación y quienes quieren mantener abierto este frente de guerra.
El Colombiano, 20 de noviembre
lunes, 14 de noviembre de 2016
Mister Reagan
Salgo a trabajar el 9 de noviembre, temprano como siempre, y me encuentro dos señoras mayores en el andén. Sonrientes, felices de vivir, intercambiando gentilezas, mientras yo cruzo la calle, trasnochado, tratando de rumiar los resultados de las elecciones en Estados Unidos, pensando en los inmigrantes, en los mexicanos, en las futuras relaciones con Colombia, en los efectos sobre el acuerdo con las Farc, en si el dólar subirá y cuánto (yo que no tengo ni uno).
Recordé otras penas de este bisiesto. Cómo fue mi sábado 4 de junio después de la muerte de El Más Grande de Todos los Tiempos, mi pena mientras escuchaba los gritos del portero del edificio anunciando el triunfo de su equipo el día siguiente y viendo por la ventana la tranquilidad de la calle ante un duelo que me duró semanas. O la expectativa triste en los días siguientes a la muerte de Juan Gabriel, domingo, con su lunes de normalidad laboral y preguntas de lunes como si el fin de semana no hubiera pasado nada.
Uno empieza por preguntarse con el amargado de Benedetti “¿de qué se ríen?”; pasa después al sentimiento de superioridad intelectual y moral (que todavía no superan tantos derrotados en elecciones); y termina… yo, al menos, termino cuestionándome si es bueno vivir doliéndose de la humanidad, con un espasmo por lo que pasa en Siria, un dolor de cabeza por la destrucción ambiental, un mal dormir por el hambriento pueblo venezolano. Si las señoras de la acera, el portero del edificio, los profesores que detestaban al divo y a Ali, no estarán en lo correcto y viven mejor con sus perros, su gimnasio y sus libros de autoayuda.
Entonces me acordé de Mister Reagan. Él está sentado en una mesa de un restaurante hablando con el agente Smith ante un suculento filete de res, trincha, corta y se saborea. Y se dice algo como esto sí es vida. Mister Reagan viven el mundo real, apretado en una nave libertadora, con otra decena de salvadores, vistiendo ropas que rechazaría un albañil y comiendo una especie de engrudo, todos los días tres veces al día. El resto del mundo –los ignorantes, los equivocados, los egoístas, todos esos seres que parecen estar tres pasos atrás en el flujo evolutivo– vive en una dimensión en que hay filetes jugosos de res, mujeres bellas de vestidos rojos, jardines floridos. Este mundo, le dijo Morfeo a Míster Reagan, es falso pero ahora Míster Reagan está cansado y no quiere saber de realidades, ni de salvaciones, ni de ilustración, solo de filetes, vestidos rojos, jardines. Mister Reagan ya decidió reconectarse a la Matrix.
Hay más opciones: “el camino del bosque representa una nueva respuesta de la libertad” (Ernst Jünger, La emboscadura, 1988, p. 173).
P.S: Anda exquisita la muerte, Leonard Cohen.
El Colombiano, 13 de noviembre
Recordé otras penas de este bisiesto. Cómo fue mi sábado 4 de junio después de la muerte de El Más Grande de Todos los Tiempos, mi pena mientras escuchaba los gritos del portero del edificio anunciando el triunfo de su equipo el día siguiente y viendo por la ventana la tranquilidad de la calle ante un duelo que me duró semanas. O la expectativa triste en los días siguientes a la muerte de Juan Gabriel, domingo, con su lunes de normalidad laboral y preguntas de lunes como si el fin de semana no hubiera pasado nada.
Uno empieza por preguntarse con el amargado de Benedetti “¿de qué se ríen?”; pasa después al sentimiento de superioridad intelectual y moral (que todavía no superan tantos derrotados en elecciones); y termina… yo, al menos, termino cuestionándome si es bueno vivir doliéndose de la humanidad, con un espasmo por lo que pasa en Siria, un dolor de cabeza por la destrucción ambiental, un mal dormir por el hambriento pueblo venezolano. Si las señoras de la acera, el portero del edificio, los profesores que detestaban al divo y a Ali, no estarán en lo correcto y viven mejor con sus perros, su gimnasio y sus libros de autoayuda.
Entonces me acordé de Mister Reagan. Él está sentado en una mesa de un restaurante hablando con el agente Smith ante un suculento filete de res, trincha, corta y se saborea. Y se dice algo como esto sí es vida. Mister Reagan viven el mundo real, apretado en una nave libertadora, con otra decena de salvadores, vistiendo ropas que rechazaría un albañil y comiendo una especie de engrudo, todos los días tres veces al día. El resto del mundo –los ignorantes, los equivocados, los egoístas, todos esos seres que parecen estar tres pasos atrás en el flujo evolutivo– vive en una dimensión en que hay filetes jugosos de res, mujeres bellas de vestidos rojos, jardines floridos. Este mundo, le dijo Morfeo a Míster Reagan, es falso pero ahora Míster Reagan está cansado y no quiere saber de realidades, ni de salvaciones, ni de ilustración, solo de filetes, vestidos rojos, jardines. Mister Reagan ya decidió reconectarse a la Matrix.
Hay más opciones: “el camino del bosque representa una nueva respuesta de la libertad” (Ernst Jünger, La emboscadura, 1988, p. 173).
P.S: Anda exquisita la muerte, Leonard Cohen.
El Colombiano, 13 de noviembre
lunes, 7 de noviembre de 2016
Alguien tiene que llevar la contraria
En tiempos idos una expresión habitual de crítica personal era “usted es la contraria del pueblo”; una forma de decir, usted piensa distinto a la mayoría, va en contra del saber convencional, no comparte los lugares comunes que conforman las creencias dominantes. La filosofía siempre ha sospechado de la opinión, doxa, le decimos en la jerga. Se le oponía a la ciencia. Pensadores como Frederick Hayek predicaron la promoción de la idea excéntrica, novedosa y minoritaria que pusiera a prueba las verdades establecidas.
Alguien tiene que llevar la contraria (Ariel, 2016) es el reciente libro en el que Alejandro Gaviria teje textos diversos alrededor de esta idea, expresada en un coloquialismo bello que guarda una similitud inconfesada con el “vivir a la enemiga” de Fernando González. El planteamiento más novedoso que hallo allí es que “el pensamiento anticientífico sigue estando muy arraigado” en Colombia (“La guerra intelectual contra la fracasomanía”, El Espectador, 29.10.16). Lo dijo en una entrevista a propósito del ensayo “El silencio de Darwin en Colombia” pero amerita explayarse sobre él, ante todo, porque esta manera de pensar afecta sobre todo los hallazgos de las ciencias sociales.
Una de las frustraciones de los practicantes de los estudios sociales en Colombia es la precariedad de nuestra influencia sobre la opinión pública. La contradicción entre el saber establecido y las conclusiones de las investigaciones es habitual, enorme y muy persistente. Hay muchas explicaciones posibles para esa brecha, una de las cuales es la creencia ya rebatida (creo en Popper) de que ciencia es la ciencia natural o solo ella. Un físico que dice estupideces –como Hawking sobre Dios– goza de más credibilidad que un sociólogo que explica la xenofobia en Europa.
Gaviria se sumó hace tiempo a las huestes intelectuales filadas bajo la bandera de Albert Hirschmann (1951-2012) en contra del reflejo catastrofista de la intelectualidad latinoamericana que nombramos como “fracasomanía”. Por supuesto, la principal responsabilidad recae en los propios intelectuales, en nuestras veleidades, enclaustramientos, contradicciones, la incapacidad o el desgano para interactuar con los mediadores: prensa, periodistas, redes sociales, maestros, predicadores, publicistas. La ignorancia invencible siempre se puede arrinconar.
No se trata de convertir en dogmas los hallazgos de la ciencia, que siempre son provisionales. Para ello es necesario cultivar el escepticismo, uno de los temas del libro. Pero siempre, siempre, el punto de partida debería ser la conclusión más probada. Y, qué pena, deberíamos recuperar el argumento de autoridad. ¿Por qué un medio difunde, como axiomas, las posiciones políticas de un poeta y no le pregunta por medicina o astronomía?
No sé mis colegas, pero yo estoy temblando desde que se anunció la publicación de una historia de Colombia con autoría de Antonio Caballero, cuyas frecuentes afirmaciones sobre el país van a contrapelo de nuestro saber social, cada vez más sólido y riguroso.
El Colombiano, 6 de noviembre
Alguien tiene que llevar la contraria (Ariel, 2016) es el reciente libro en el que Alejandro Gaviria teje textos diversos alrededor de esta idea, expresada en un coloquialismo bello que guarda una similitud inconfesada con el “vivir a la enemiga” de Fernando González. El planteamiento más novedoso que hallo allí es que “el pensamiento anticientífico sigue estando muy arraigado” en Colombia (“La guerra intelectual contra la fracasomanía”, El Espectador, 29.10.16). Lo dijo en una entrevista a propósito del ensayo “El silencio de Darwin en Colombia” pero amerita explayarse sobre él, ante todo, porque esta manera de pensar afecta sobre todo los hallazgos de las ciencias sociales.
Una de las frustraciones de los practicantes de los estudios sociales en Colombia es la precariedad de nuestra influencia sobre la opinión pública. La contradicción entre el saber establecido y las conclusiones de las investigaciones es habitual, enorme y muy persistente. Hay muchas explicaciones posibles para esa brecha, una de las cuales es la creencia ya rebatida (creo en Popper) de que ciencia es la ciencia natural o solo ella. Un físico que dice estupideces –como Hawking sobre Dios– goza de más credibilidad que un sociólogo que explica la xenofobia en Europa.
Gaviria se sumó hace tiempo a las huestes intelectuales filadas bajo la bandera de Albert Hirschmann (1951-2012) en contra del reflejo catastrofista de la intelectualidad latinoamericana que nombramos como “fracasomanía”. Por supuesto, la principal responsabilidad recae en los propios intelectuales, en nuestras veleidades, enclaustramientos, contradicciones, la incapacidad o el desgano para interactuar con los mediadores: prensa, periodistas, redes sociales, maestros, predicadores, publicistas. La ignorancia invencible siempre se puede arrinconar.
No se trata de convertir en dogmas los hallazgos de la ciencia, que siempre son provisionales. Para ello es necesario cultivar el escepticismo, uno de los temas del libro. Pero siempre, siempre, el punto de partida debería ser la conclusión más probada. Y, qué pena, deberíamos recuperar el argumento de autoridad. ¿Por qué un medio difunde, como axiomas, las posiciones políticas de un poeta y no le pregunta por medicina o astronomía?
No sé mis colegas, pero yo estoy temblando desde que se anunció la publicación de una historia de Colombia con autoría de Antonio Caballero, cuyas frecuentes afirmaciones sobre el país van a contrapelo de nuestro saber social, cada vez más sólido y riguroso.
El Colombiano, 6 de noviembre
lunes, 31 de octubre de 2016
Poderes ilegales
No sin razón en Colombia vivimos pendientes de las calamidades que ocasionan los grupos armados ilegales, calamidades que en el último año se reducen a los actos del Eln y de las bandas criminales. Vivimos en la inercia de la sangre y reducimos ilegalidad a crimen violento y poder a uso de las armas. Por esta vía, distorsionamos la percepción exagerando los daños de unos e ignorando los de otros.
Hace cinco años, a propósito de los hechos de La Gabriela que dejaron 80 muertos y 222 damnificados, describí (perdón por la cita) “el proceso que permite que estas tragedias ocurran. Someramente: el Estado hace una vía (la mal llamada Autopista Medellín-Bogotá); particulares con agallas detectan los predios aledaños y toman posesión de ellos (los finos montan restaurantes, los menos finos lavaderos de carros); los funcionarios del municipio (en este caso Bello) les tramitan licencias sin que hayan demostrado la propiedad; los autorizan a recibir escombros y no controlan el uso del terreno; la comunidad y las autoridades (Corantioquia) alertan a la Alcaldía cada año, durante cinco años, pero puede más la indolencia o la corrupción. Enseguida, la tragedia” (El Colombiano, 06.03.11). ´
Ese párrafo, me parece, solo requiere cambiar Bello por Copacabana y, en el contexto, La Gabriela por El Cabuyal y en el saldo los 80 muertos por los que se acaben de identificar en estos días. Por lo demás, las cosas son casi idénticas. Un líder comunal dijo que “expusimos la alarma varias veces ante las autoridades, porque nos estaban perjudicando con las aguas, pero nadie nos puso cuidado” (El Tiempo, “El deslizamiento era una tragedia anunciada”, 27.10.16). El actual alcalde de Copacabana asegura que “hemos ordenado cierres, hemos detenido personas, y ellos siempre vuelven” (El Colombiano, “Faltó más control en las canteras de El Cabuyal”, 27.0.16).
Devolvámonos un año en el tiempo, al 12 de noviembre del 2015, y volvamos al bendito párrafo de la autocita. Cambiar la carretera por Troncal del Café o, mejor carretera Medellín-Quibdó; en los lugares poner La Huesera y Amagá… ¡Ah!, no olvidar los dos muertos. Lo demás, fue igual, igualitico. Ahora, saltemos adelante. Seis meses. A comienzos de abril. Al llamado paro armado de la llamada banda de Los Urabeños o como les digan ya. Reviso los balances de la prensa, por ejemplo Semana (“Este es el saldo que dejó el paro armado”, 01.04.16), y me pregunto quiénes son más dañinos para la sociedad. El tal paro armado fue una lagaña de mico al lado de los daños económicos y sociales provocados a la comunidad del suroeste antioqueño.
Hoy algunos de los peores ilegales del país son funcionarios públicos que mediante mecanismos corruptos se amangualan con particulares para explotar recursos naturales colectivos para obtener pequeños beneficios a costa de enormes daños a la sociedad toda.
El Colombiano, 30 de octubre.
Hace cinco años, a propósito de los hechos de La Gabriela que dejaron 80 muertos y 222 damnificados, describí (perdón por la cita) “el proceso que permite que estas tragedias ocurran. Someramente: el Estado hace una vía (la mal llamada Autopista Medellín-Bogotá); particulares con agallas detectan los predios aledaños y toman posesión de ellos (los finos montan restaurantes, los menos finos lavaderos de carros); los funcionarios del municipio (en este caso Bello) les tramitan licencias sin que hayan demostrado la propiedad; los autorizan a recibir escombros y no controlan el uso del terreno; la comunidad y las autoridades (Corantioquia) alertan a la Alcaldía cada año, durante cinco años, pero puede más la indolencia o la corrupción. Enseguida, la tragedia” (El Colombiano, 06.03.11). ´
Ese párrafo, me parece, solo requiere cambiar Bello por Copacabana y, en el contexto, La Gabriela por El Cabuyal y en el saldo los 80 muertos por los que se acaben de identificar en estos días. Por lo demás, las cosas son casi idénticas. Un líder comunal dijo que “expusimos la alarma varias veces ante las autoridades, porque nos estaban perjudicando con las aguas, pero nadie nos puso cuidado” (El Tiempo, “El deslizamiento era una tragedia anunciada”, 27.10.16). El actual alcalde de Copacabana asegura que “hemos ordenado cierres, hemos detenido personas, y ellos siempre vuelven” (El Colombiano, “Faltó más control en las canteras de El Cabuyal”, 27.0.16).
Devolvámonos un año en el tiempo, al 12 de noviembre del 2015, y volvamos al bendito párrafo de la autocita. Cambiar la carretera por Troncal del Café o, mejor carretera Medellín-Quibdó; en los lugares poner La Huesera y Amagá… ¡Ah!, no olvidar los dos muertos. Lo demás, fue igual, igualitico. Ahora, saltemos adelante. Seis meses. A comienzos de abril. Al llamado paro armado de la llamada banda de Los Urabeños o como les digan ya. Reviso los balances de la prensa, por ejemplo Semana (“Este es el saldo que dejó el paro armado”, 01.04.16), y me pregunto quiénes son más dañinos para la sociedad. El tal paro armado fue una lagaña de mico al lado de los daños económicos y sociales provocados a la comunidad del suroeste antioqueño.
Hoy algunos de los peores ilegales del país son funcionarios públicos que mediante mecanismos corruptos se amangualan con particulares para explotar recursos naturales colectivos para obtener pequeños beneficios a costa de enormes daños a la sociedad toda.
El Colombiano, 30 de octubre.
miércoles, 26 de octubre de 2016
Nuestro misántropo Nobel
Here’s to you Bob Dylan
A poem for the laurels you win
Allen Ginsberg, 1973
¿Qué podrá rondar por la cabeza del más antipático de los artistas de rock después del 13 de octubre? ¿Qué sentirá el más misántropo de los hombres públicos de nuestro tiempo después del comunicado de la Academia Sueca? ¿Festejará en secreto el señor Robert Zimmerman mientras Bob Dylan refunfuña y maldice? Si no enferma gravemente, si no muere, Bob Dylan irá a Estocolmo. Ya ha pasado por esas… en Asturias, en París, en Nueva York. Una medalla más, un millón adicional; nada nuevo.
Los más jóvenes verán a alguien tan extraño y lejano como fue para mí Yasunari Kawabata en 1968, el primer Nobel de Literatura del que fui consciente. En este siglo el rock ha pasado a ser un gusto marginal en la juventud, y Dylan pertenece a un tiempo tan antiguo que ya se registra en los libros de historia, y hace tantos esfuerzos por mantenerse distante del gran público que este le corresponde con creces. Entonces, verán a un señor muy viejo y malencarado recibir la cajita y el diploma de manos del rey y, si cuentan con suerte, escucharán un discurso desganado.
Muchos sobrevivientes verán a un coetáneo suyo con la nostalgia de quien se mira al espejo y recuerda las emociones de los himnos sobre la libertad, la paz y el cambio social compuestos por el artista de Minnesota y que sirvieron, se dice, sin intención alguna, de banda sonora a las convulsiones mundiales de los años sesenta. En la mitad está mi generación; la que llegó a la adolescencia cuando los sesenta se habían ido, The Beatles se habían disuelto y Altamont se había llevado la última muestra de inocencia en el rock. Una generación que –como dice Nick Hornby– no es dylanófila, pero tiene suficiente respeto y cultura como para albergar, al menos, una decena de sus discos, algunos libros con las respectivas letras y poco más. Bueno, poco es mucho; no tantos cruzan en tren media Europa occidental para ver al Dylan legendario y quedar sin ganas de volver a verlo el resto de la vida.
Pero, aun así, el Premio Nobel de Literatura del 2016 es nuestro Nobel. Puedo recordar el de 1982 y la emoción de ahora no desmerece la comparación. Nuestro por un asunto menor que no tiene que ver nada con el mérito literario: se le ha hecho al rock el mayor reconocimiento global como arte. Era un secreto a voces, lo dijeron John Cage o García Canclini, pero después de décadas de persecución y subestimación me sentiré más tranquilo hablando con mis amigos intelectuales, forjados en los fuegos de la cultura burguesa. Más aún; se le ha hecho un reconocimiento a la canción popular en general, cuyas líneas sabemos de memoria y no por repetidas dejan de hablarle a nuestras mentes y corazones. Un género al que García Márquez rindió tributos a través de nombres como Rubén Blades o Leandro Díaz. Un género al que Jorge Luis Borges acudió, cuando escribió Para las seis cuerdas, sin que sintiera que se estaba rebajando. A lo mejor desde la alta cultura se empiece a sentir curiosidad por los ganadores del Grammy.
Como los motivos de la Academia Sueca suelen dejar incógnitas y una veces premian obras, otras culturas o solo quieren festejar una lengua, este premio puede tener otra lectura. Reconocer de modo indirecto el peso de la Generación Beat. Al fin y al cabo, si William Burroughs no parecía tan grande o Howl podía ser solo una flor en el desierto, Bob Dylan tiene suficiente ADN proveniente de allí. Hay que esforzarse para encontrar una generación de literatos con similar influencia en la cultura popular.
Es momento de evocar, entre los cultores del rock, a Nick Cave, Leonard Cohen, Lou Reed, Patti Smith, Bruce Springsteen, Tom Waits, por mencionar los vivos; en otros géneros, a Alberto Aguilera, José Barros, Jacques Brel, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Homero Manzi, Vinicius de Moraes, por mencionar solo algunos muertos.
Generación, 23.10.16.
A poem for the laurels you win
Allen Ginsberg, 1973
¿Qué podrá rondar por la cabeza del más antipático de los artistas de rock después del 13 de octubre? ¿Qué sentirá el más misántropo de los hombres públicos de nuestro tiempo después del comunicado de la Academia Sueca? ¿Festejará en secreto el señor Robert Zimmerman mientras Bob Dylan refunfuña y maldice? Si no enferma gravemente, si no muere, Bob Dylan irá a Estocolmo. Ya ha pasado por esas… en Asturias, en París, en Nueva York. Una medalla más, un millón adicional; nada nuevo.
Los más jóvenes verán a alguien tan extraño y lejano como fue para mí Yasunari Kawabata en 1968, el primer Nobel de Literatura del que fui consciente. En este siglo el rock ha pasado a ser un gusto marginal en la juventud, y Dylan pertenece a un tiempo tan antiguo que ya se registra en los libros de historia, y hace tantos esfuerzos por mantenerse distante del gran público que este le corresponde con creces. Entonces, verán a un señor muy viejo y malencarado recibir la cajita y el diploma de manos del rey y, si cuentan con suerte, escucharán un discurso desganado.
Muchos sobrevivientes verán a un coetáneo suyo con la nostalgia de quien se mira al espejo y recuerda las emociones de los himnos sobre la libertad, la paz y el cambio social compuestos por el artista de Minnesota y que sirvieron, se dice, sin intención alguna, de banda sonora a las convulsiones mundiales de los años sesenta. En la mitad está mi generación; la que llegó a la adolescencia cuando los sesenta se habían ido, The Beatles se habían disuelto y Altamont se había llevado la última muestra de inocencia en el rock. Una generación que –como dice Nick Hornby– no es dylanófila, pero tiene suficiente respeto y cultura como para albergar, al menos, una decena de sus discos, algunos libros con las respectivas letras y poco más. Bueno, poco es mucho; no tantos cruzan en tren media Europa occidental para ver al Dylan legendario y quedar sin ganas de volver a verlo el resto de la vida.
Pero, aun así, el Premio Nobel de Literatura del 2016 es nuestro Nobel. Puedo recordar el de 1982 y la emoción de ahora no desmerece la comparación. Nuestro por un asunto menor que no tiene que ver nada con el mérito literario: se le ha hecho al rock el mayor reconocimiento global como arte. Era un secreto a voces, lo dijeron John Cage o García Canclini, pero después de décadas de persecución y subestimación me sentiré más tranquilo hablando con mis amigos intelectuales, forjados en los fuegos de la cultura burguesa. Más aún; se le ha hecho un reconocimiento a la canción popular en general, cuyas líneas sabemos de memoria y no por repetidas dejan de hablarle a nuestras mentes y corazones. Un género al que García Márquez rindió tributos a través de nombres como Rubén Blades o Leandro Díaz. Un género al que Jorge Luis Borges acudió, cuando escribió Para las seis cuerdas, sin que sintiera que se estaba rebajando. A lo mejor desde la alta cultura se empiece a sentir curiosidad por los ganadores del Grammy.
Como los motivos de la Academia Sueca suelen dejar incógnitas y una veces premian obras, otras culturas o solo quieren festejar una lengua, este premio puede tener otra lectura. Reconocer de modo indirecto el peso de la Generación Beat. Al fin y al cabo, si William Burroughs no parecía tan grande o Howl podía ser solo una flor en el desierto, Bob Dylan tiene suficiente ADN proveniente de allí. Hay que esforzarse para encontrar una generación de literatos con similar influencia en la cultura popular.
Es momento de evocar, entre los cultores del rock, a Nick Cave, Leonard Cohen, Lou Reed, Patti Smith, Bruce Springsteen, Tom Waits, por mencionar los vivos; en otros géneros, a Alberto Aguilera, José Barros, Jacques Brel, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Homero Manzi, Vinicius de Moraes, por mencionar solo algunos muertos.
Generación, 23.10.16.
lunes, 24 de octubre de 2016
Rueda de la fortuna
Para Nicolás Maquiavelo (1469-1527) –el padre de los estudios políticos modernos– uno de los conceptos centrales del arte del gobierno es la fortuna. Con el correr de los tiempos, el racionalismo, el positivismo y la soberbia científica marginaron la idea de fortuna. Los ilustrados, esos ingenuos, creen en la verdad única, la sabiduría de lo natural y lo humano y el dominio de la tierra y de los hombres. No se habla más de fortuna, azar, casualidad, pero no por ello han dejado de existir.
El 2 de octubre se nos convocó a los colombianos a aquello que se solía llamar un certamen o justa electoral, es decir, a un concurso o competencia; puede ser un duelo también, según la Real Academia de la Lengua. La disputa electoral fue de lo más extraño. Los resultados sorprendieron a los espectadores, los protagonistas y los jefes (aun esperamos explicaciones de las encuestadoras). Los que ganaron no querían ganar, los que perdieron querían pero no pudieron. Y, gran irresponsabilidad, ninguno tenía plan b; la diosa fortuna les hizo una travesura y por eso estamos en un momento de máxima incertidumbre y riesgo.
Dijo Maquiavelo que el estadista, el gran hombre, es el que es capaz de dominar la fortuna. Ahora que la fortuna hizo su movimiento quedamos en manos de príncipes. La manera en que actúen el Presidente, el jefe de la oposición y el secretariado de las Farc definirá parte importante de la suerte del país en los próximos. Nadie podrá lavarse las manos. Y como en todos los momentos políticos decisivos, la voluntad jugará un papel fundamental. No hay fuerzas extrañas ni cuestiones irresolubles. El país depende su voluntad; es como entiendo el editorial de The New York Times (“The Man Blocking Peace in Colombia”, 14.10.16). Ellos, en diversos grados –y creo que más Uribe– pueden quedar para la historia como estadistas o como saboteadores.
Mientras tanto, la ciudadanía, las organizaciones de la llamada sociedad civil –incluyendo a los empresarios– tenemos una función parecida a la del coro griego. En el mejor de los casos tendremos voz, una voz fragmentada y débil, que se puede canalizar mejor si les hacemos exigencias claras a los voceros políticos. Por ello firmé una petición a los financiadores del No para que les exijan mesura y responsabilidad a los voceros de la campaña que apoyaron.
Es inevitable sentir impotencia. Como esperando que dicte su veredicto la pequeña rueda de la fortuna, la ruleta. En 1979, Bruce Springsteen –a quien también le deberían dar un Nobel– escribió una canción con ese título.
“Dijeron que solo querían hacerme unas preguntas [¿sí o no?] pero creo que tenían otros planes…
Creo que esos tipos solo quieren seguir jugando
ruleta con mi vida… están jugando con mi vida
jugando ruleta con mis hijos y mi esposa”.
El Colombiano, 23 de octubre
El 2 de octubre se nos convocó a los colombianos a aquello que se solía llamar un certamen o justa electoral, es decir, a un concurso o competencia; puede ser un duelo también, según la Real Academia de la Lengua. La disputa electoral fue de lo más extraño. Los resultados sorprendieron a los espectadores, los protagonistas y los jefes (aun esperamos explicaciones de las encuestadoras). Los que ganaron no querían ganar, los que perdieron querían pero no pudieron. Y, gran irresponsabilidad, ninguno tenía plan b; la diosa fortuna les hizo una travesura y por eso estamos en un momento de máxima incertidumbre y riesgo.
Dijo Maquiavelo que el estadista, el gran hombre, es el que es capaz de dominar la fortuna. Ahora que la fortuna hizo su movimiento quedamos en manos de príncipes. La manera en que actúen el Presidente, el jefe de la oposición y el secretariado de las Farc definirá parte importante de la suerte del país en los próximos. Nadie podrá lavarse las manos. Y como en todos los momentos políticos decisivos, la voluntad jugará un papel fundamental. No hay fuerzas extrañas ni cuestiones irresolubles. El país depende su voluntad; es como entiendo el editorial de The New York Times (“The Man Blocking Peace in Colombia”, 14.10.16). Ellos, en diversos grados –y creo que más Uribe– pueden quedar para la historia como estadistas o como saboteadores.
Mientras tanto, la ciudadanía, las organizaciones de la llamada sociedad civil –incluyendo a los empresarios– tenemos una función parecida a la del coro griego. En el mejor de los casos tendremos voz, una voz fragmentada y débil, que se puede canalizar mejor si les hacemos exigencias claras a los voceros políticos. Por ello firmé una petición a los financiadores del No para que les exijan mesura y responsabilidad a los voceros de la campaña que apoyaron.
Es inevitable sentir impotencia. Como esperando que dicte su veredicto la pequeña rueda de la fortuna, la ruleta. En 1979, Bruce Springsteen –a quien también le deberían dar un Nobel– escribió una canción con ese título.
“Dijeron que solo querían hacerme unas preguntas [¿sí o no?] pero creo que tenían otros planes…
Creo que esos tipos solo quieren seguir jugando
ruleta con mi vida… están jugando con mi vida
jugando ruleta con mis hijos y mi esposa”.
El Colombiano, 23 de octubre
lunes, 17 de octubre de 2016
Indeseable e inviable
Después de una campaña plebiscitaria poco ejemplar llegaron unos días asombrosos de calma, reuniones, diálogos, intercambio de propuestas, manifestaciones pacíficas, masivas y derrochantes de cortesía y estética. El país del que algunos se avergüenzan está mostrando una faz tan civilizada que ya se la quisieran, por estos días, franceses o alemanes. Los apocalípticos pueden quedarse con los ecos de la tarde noche del 2 de octubre.
Entre las alternativas se han visto muchas que cabrían dentro de lo que se llama –en el comunicado conjunto del Gobierno Nacional y las Farc (07.10.16)– “propuestas de ajustes y precisiones”. La propuesta que más me llama la atención es la que se refiere a la justicia. Dice el documento del Centro Democrático que “es preferible para la institucionalidad del país crear un Tribunal Transicional dentro de la estructura de la Rama Judicial” (Bases de un acuerdo nacional de paz, p. 19). El argumento es la institucionalidad y el propósito es separar a los guerrilleros de los militares y civiles.
El principal problema de esta propuesta es la historia reciente. La justicia ordinaria no ha sabido tratar los eventos relacionados con el conflicto armado. Por temor, unas veces; por sesgo, otras. Pero, sobre todo, porque la justicia ordinaria desconoce la naturaleza y los parámetros de las guerras; cree en la magnificencia del Estado y trata a sus contendores armados como simples rivales políticos, por demás altruistas.
Porque es así, la justicia ordinaria condena al Estado por masacres cometidas por terceros; juzga con rigor a los parapolíticos y no actúa frente a la Farc-política; acepta testimonios verbales y le niega valor a los computadores de Raúl Reyes; condena militares con el código penal y paramilitares con la Ley de Justicia y Paz; detuvo al hermano de Uribe porque era un peligro para la sociedad y liberó a “El paisa” porque no lo era (después lo demostró en la Teófilo Forero de las Farc). ¿Esa es la justicia que está reivindicando el Centro Democrático? Cuesta creerlo.
Una de las palabras preferidas para impugnar el capítulo sobre víctimas, que sería el único que habría que cambiar totalmente según Marta Lucía Ramírez (punto 5.2, “Marta Lucía: el no realista”, La silla vacía, 12.10.16)– es impunidad. Y claro todos queremos justicia, pero la realidad real de Colombia en las últimas tres décadas es que, siendo la impunidad constante, la violencia y el conflicto han descendido de manera dramática. Los factores que más han influido para estos logros han sido la estrategia militar y las negociaciones con los grupos armados ilegales.
Como tal se trata de una propuesta indeseable. Los únicos perjudicados serían los militares y los civiles, y los únicos beneficiarios los guerrilleros (ironía). Pero, además, inviable. Es la columna vertebral del Acuerdo, tomó año y medio negociar el punto. Ajustarlo, sí; sustituirlo, absurdo.
El Colombiano, 16 de octubre
Entre las alternativas se han visto muchas que cabrían dentro de lo que se llama –en el comunicado conjunto del Gobierno Nacional y las Farc (07.10.16)– “propuestas de ajustes y precisiones”. La propuesta que más me llama la atención es la que se refiere a la justicia. Dice el documento del Centro Democrático que “es preferible para la institucionalidad del país crear un Tribunal Transicional dentro de la estructura de la Rama Judicial” (Bases de un acuerdo nacional de paz, p. 19). El argumento es la institucionalidad y el propósito es separar a los guerrilleros de los militares y civiles.
El principal problema de esta propuesta es la historia reciente. La justicia ordinaria no ha sabido tratar los eventos relacionados con el conflicto armado. Por temor, unas veces; por sesgo, otras. Pero, sobre todo, porque la justicia ordinaria desconoce la naturaleza y los parámetros de las guerras; cree en la magnificencia del Estado y trata a sus contendores armados como simples rivales políticos, por demás altruistas.
Porque es así, la justicia ordinaria condena al Estado por masacres cometidas por terceros; juzga con rigor a los parapolíticos y no actúa frente a la Farc-política; acepta testimonios verbales y le niega valor a los computadores de Raúl Reyes; condena militares con el código penal y paramilitares con la Ley de Justicia y Paz; detuvo al hermano de Uribe porque era un peligro para la sociedad y liberó a “El paisa” porque no lo era (después lo demostró en la Teófilo Forero de las Farc). ¿Esa es la justicia que está reivindicando el Centro Democrático? Cuesta creerlo.
Una de las palabras preferidas para impugnar el capítulo sobre víctimas, que sería el único que habría que cambiar totalmente según Marta Lucía Ramírez (punto 5.2, “Marta Lucía: el no realista”, La silla vacía, 12.10.16)– es impunidad. Y claro todos queremos justicia, pero la realidad real de Colombia en las últimas tres décadas es que, siendo la impunidad constante, la violencia y el conflicto han descendido de manera dramática. Los factores que más han influido para estos logros han sido la estrategia militar y las negociaciones con los grupos armados ilegales.
Como tal se trata de una propuesta indeseable. Los únicos perjudicados serían los militares y los civiles, y los únicos beneficiarios los guerrilleros (ironía). Pero, además, inviable. Es la columna vertebral del Acuerdo, tomó año y medio negociar el punto. Ajustarlo, sí; sustituirlo, absurdo.
El Colombiano, 16 de octubre
jueves, 13 de octubre de 2016
Buenos días, Mr. Dylan
Nueva mañana
¿No oyes el cacareo del gallo?
Un conejo cruza la carretera
Bajo el puente por donde corría el agua
Me alegra ver tu sonrisa
Bajo el azul del cielo
En esta nueva mañana, nueva mañana
En esta nueva mañana contigo.
Del álbum New Morning, 1970.
Trad. Miquel Izquierdo y José Moreno
lunes, 10 de octubre de 2016
Responsabilidad
La decisión que tomó la mayoría el 2 de octubre está obligando a la dirigencia y a la sociedad colombianas a abordar un asunto que muchos quisieron pasar por el alto en el proceso de resolución del conflicto que las Farc le plantearon al país décadas ha: la inclusión de la oposición social y política cuyo vocero más conspicuo es Álvaro Uribe. El gobierno de Santos quiso hacer una paz a costa de lo que pensaba –ya lo sabemos– medio país, con todo lo que ello implica. Quizá no sea cortés decirlo, pero esa advertencia la hicimos varias veces a lo largo de estos años.
La victoria del no –tajante más allá de los números (“Un no contundente”, El Espectador, 04.10.16)– supone una distribución plural de los protagonismos, más allá del ejecutivo y de la dirigencia guerrillera. Se abren otras mesas de diálogo, emergen rostros ocultados, se barajan nuevas propuestas, cambian las consignas de las movilizaciones. Y ello supone también la asignación de un número mayor de responsabilidades. Nadie en este momento puede intentar escabullirse y salir de una escena en que se pedirán contribuciones a la resolución del escollo en que estamos.
Hoy el concepto político crucial es el de responsabilidad. Recordemos el esquema weberiano. La ética de la responsabilidad es distinta y, puede ser opuesta, a la ética de la convicción. La responsabilidad mira por las consecuencias, por los resultados; la convicción por los principios, las creencias. El político está obligado a poner la responsabilidad por encima de sus ideas; esa es su tragedia. Y en ese trance está obligado a hacer transacciones, a negociar, a ceder. El sociólogo alemán lo ilustró como una frase que no deja dudas, de antemano en política se pacta con el diablo.
Ya sabemos las responsabilidades que tiene el gobierno. Hay señales de que las Farc pueden escuchar el llamado a la responsabilidad. Es hora de interpelar a la oposición y pedirle responsabilidad. Antes que nada, que entienda lo que no entendió el gobierno: que ganó, pero que medio país piensa distinto y tiene otro planteamiento. El resultado sobre el que hay que trabajar es el acuerdo con las Farc. Escuchamos en la campaña que se quería mejorar el acuerdo, corregir sus defectos, en aras de otros valores como la justicia o la democracia.
Ahora bien, toda responsabilidad y toda meta se materializan en medio de oportunidades. La oportunidad es una configuración del tiempo –el tiempo propicio– donde se juntan personas, voluntades, circunstancias. La oposición llegó a una mesa servida, donde están el resto del país, las Farc y la comunidad internacional. No tenemos un horizonte abierto. La responsabilidad conlleva actuar en este tiempo y no en otro, en este ritmo y no en otro. Esa es la tarea y esa tiene que ser la exigencia a nuestros representantes.
El Colombiano, 9 de octubre
La victoria del no –tajante más allá de los números (“Un no contundente”, El Espectador, 04.10.16)– supone una distribución plural de los protagonismos, más allá del ejecutivo y de la dirigencia guerrillera. Se abren otras mesas de diálogo, emergen rostros ocultados, se barajan nuevas propuestas, cambian las consignas de las movilizaciones. Y ello supone también la asignación de un número mayor de responsabilidades. Nadie en este momento puede intentar escabullirse y salir de una escena en que se pedirán contribuciones a la resolución del escollo en que estamos.
Hoy el concepto político crucial es el de responsabilidad. Recordemos el esquema weberiano. La ética de la responsabilidad es distinta y, puede ser opuesta, a la ética de la convicción. La responsabilidad mira por las consecuencias, por los resultados; la convicción por los principios, las creencias. El político está obligado a poner la responsabilidad por encima de sus ideas; esa es su tragedia. Y en ese trance está obligado a hacer transacciones, a negociar, a ceder. El sociólogo alemán lo ilustró como una frase que no deja dudas, de antemano en política se pacta con el diablo.
Ya sabemos las responsabilidades que tiene el gobierno. Hay señales de que las Farc pueden escuchar el llamado a la responsabilidad. Es hora de interpelar a la oposición y pedirle responsabilidad. Antes que nada, que entienda lo que no entendió el gobierno: que ganó, pero que medio país piensa distinto y tiene otro planteamiento. El resultado sobre el que hay que trabajar es el acuerdo con las Farc. Escuchamos en la campaña que se quería mejorar el acuerdo, corregir sus defectos, en aras de otros valores como la justicia o la democracia.
Ahora bien, toda responsabilidad y toda meta se materializan en medio de oportunidades. La oportunidad es una configuración del tiempo –el tiempo propicio– donde se juntan personas, voluntades, circunstancias. La oposición llegó a una mesa servida, donde están el resto del país, las Farc y la comunidad internacional. No tenemos un horizonte abierto. La responsabilidad conlleva actuar en este tiempo y no en otro, en este ritmo y no en otro. Esa es la tarea y esa tiene que ser la exigencia a nuestros representantes.
El Colombiano, 9 de octubre
martes, 4 de octubre de 2016
Colombia: mayorías y consenso
El miércoles 28 de septiembre el periódico local Vivir en El Poblado me invitó a escribir una pequeña reflexión sobre la paz, antes del plebiscito. Fue publicada, en papel, en la edición 686, correspondiente a la semana del 30 de septiembre al 7 de octubre.
Cuando el país se enfrentó a coyunturas críticas -situaciones cuya forma de resolución marcan un cambio significativo- fue muy recurrente la dificultad para llegar a acuerdos entre los sectores dirigentes. Muchas de esas coyunturas estaban informadas por asuntos fundamentales como la guerra y la paz, la integridad territorial o el orden constitucional. La decisión mediante la regla de mayoría no puede sustituir el esfuerzo por lograr acuerdos sobre los temas básicos para el orden, la convivencia y la estabilidad, en el marco de los cuales se expongan y tramiten las diferencias normales en una sociedad compleja y pluralista.
lunes, 3 de octubre de 2016
Palabras que importan
El Acuerdo Final que se refrendará hoy tiene 297 páginas y 124.730 palabras, de las cuales 6.948 son palabras distintas. El Alto Comisionado para la Paz se quejó, hace poco, de cierta inflación del número de páginas puesto que de ellas 105 corresponden a anexos. Un curioso se tomó el trabajo de despojar el texto de los horrores idiomáticos en que termina el llamado lenguaje incluyente y encontró que, sin ellos, el texto se reduciría en 93 páginas (Semana, “93 páginas menos”, 24.09.16). Personas juiciosas elaboraron síntesis todavía más legibles; por ejemplo, el historiador Jorge Orlando Melo logró una de 3.200 palabras que caben en menos de 7 páginas.
Según la investigación lexicométrica que está adelantando el profesor Heiner Mercado, de la Universidad Eafi, las palabras más frecuentes en el texto del acuerdo son: conflicto, que aparece 178 veces; víctimas, 168; derechos, 161; verdad, 140; paz, 134; justicia, 120; reparación, 106; reconocimiento, 100; y no repetición, 98 veces. Esta recurrencia refleja el mayor volumen que tiene el punto de víctimas y, también, la filosofía que guió a la comisión gubernamental.
El 26 de septiembre, en Cartagena, Rodrigo Londoño pronunció 3.146 palabras y el presidente Santos 2.063. Londoño recurrió principalmente en los términos de la concordia: paz, 33 veces; acuerdo, 15 y reconciliación 9 veces; habló de perdón 5 y de víctimas 4. Santos también se enfocó en la paz, palabra que dijo en 20 ocasiones y el acuerdo 18. El Presidente hizo más alusiones a los términos del acuerdo, mencionando las fórmulas de la justicia transicional (8 veces frente a ninguna mención de Londoño). Habló más del pasado Londoño.
Entre los dos no hicieron ninguna interpelación a los ciudadanos, en el sentido democrático o republicano del término. Se mencionó a los compatriotas (4 veces) y al pueblo (19 veces) siempre como sujetos pasivos y pacientes. Y eso a pesar de que todo el proceso de diálogos debía pasar por el escrutinio ciudadano en las urnas. Como en toda decisión, los procesos informativos y deliberativos concluyen en una sola palabra, que se reduce a dos caracteres, sí o no, que es de lo que trata este 2 de octubre.
Creo que los diálogos en La Habana condensaron discusiones largas en el país: 72 años de debates sobre el problema de tierra, 58 años de fórmulas de participación política, 32 de políticas antidrogas, 11 años de aprendizaje sobre justicia transicional. Con excepción del tema de drogas, los demás tendrán un cierre definitivo o, al menos, cambiarán sustancialmente de carácter. Será una magnífica oportunidad para cambiar de temas o de problemas, como dijo hace poco Joaquín Villalobos (“El acuerdo de los acuerdos”, El País, 23.06.16).
La palabra de la esperanza, de la libertad, de la acción y del futuro es sí. Sí es la palabra que más importa hoy.
El Colombiano, 2 de octubre
Según la investigación lexicométrica que está adelantando el profesor Heiner Mercado, de la Universidad Eafi, las palabras más frecuentes en el texto del acuerdo son: conflicto, que aparece 178 veces; víctimas, 168; derechos, 161; verdad, 140; paz, 134; justicia, 120; reparación, 106; reconocimiento, 100; y no repetición, 98 veces. Esta recurrencia refleja el mayor volumen que tiene el punto de víctimas y, también, la filosofía que guió a la comisión gubernamental.
El 26 de septiembre, en Cartagena, Rodrigo Londoño pronunció 3.146 palabras y el presidente Santos 2.063. Londoño recurrió principalmente en los términos de la concordia: paz, 33 veces; acuerdo, 15 y reconciliación 9 veces; habló de perdón 5 y de víctimas 4. Santos también se enfocó en la paz, palabra que dijo en 20 ocasiones y el acuerdo 18. El Presidente hizo más alusiones a los términos del acuerdo, mencionando las fórmulas de la justicia transicional (8 veces frente a ninguna mención de Londoño). Habló más del pasado Londoño.
Entre los dos no hicieron ninguna interpelación a los ciudadanos, en el sentido democrático o republicano del término. Se mencionó a los compatriotas (4 veces) y al pueblo (19 veces) siempre como sujetos pasivos y pacientes. Y eso a pesar de que todo el proceso de diálogos debía pasar por el escrutinio ciudadano en las urnas. Como en toda decisión, los procesos informativos y deliberativos concluyen en una sola palabra, que se reduce a dos caracteres, sí o no, que es de lo que trata este 2 de octubre.
Creo que los diálogos en La Habana condensaron discusiones largas en el país: 72 años de debates sobre el problema de tierra, 58 años de fórmulas de participación política, 32 de políticas antidrogas, 11 años de aprendizaje sobre justicia transicional. Con excepción del tema de drogas, los demás tendrán un cierre definitivo o, al menos, cambiarán sustancialmente de carácter. Será una magnífica oportunidad para cambiar de temas o de problemas, como dijo hace poco Joaquín Villalobos (“El acuerdo de los acuerdos”, El País, 23.06.16).
La palabra de la esperanza, de la libertad, de la acción y del futuro es sí. Sí es la palabra que más importa hoy.
El Colombiano, 2 de octubre
lunes, 26 de septiembre de 2016
Sí, con alivio y sin gloria
En una semana iremos a unas elecciones muy importantes. Previstas las consecuencias, pueden ser tan cruciales como las del 1 de diciembre de 1957, para crear el Frente Nacional, o las del 9 de diciembre de 1990, para conformar la Asamblea Nacional Constituyente. Si preservamos la noción de que una generación cubre el arco de 25 años, las primeras fueron las elecciones de nuestros padres; las segundas, las de nuestros esposa y amigos; estas, las de nuestros hijos, alumnos, etcétera. Un legislador sabio hubiera ponderado el voto. Uno para los menores de 45 años, medio para los mayores de 80 y tres cuartos para los del grupo del medio. Pensándolo bien –imaginación y memoria de por medio– estas son las menos sencillas de las tres. Refrendar un acuerdo entre una guerrilla ilegítima y un gobierno desprestigiado, no es cosa de un acto reflejo.
Ante cualquier elección vital hay que balancear bondades y desventajas; pasa hasta para casarse. El acuerdo al que se llegó en La Habana me parece bueno en sus grandes líneas: las Farc se van a desmovilizar y adhirieron a la Constitución, el Estado debe copar la periferia, escucharemos verdades y habrá algunas condenas. No me gusta: que no haya sanciones políticas para los responsables de crímenes de lesa humanidad, que se haya castigado a los pequeños partidos democráticos y que coincidan los planes de desarrollo con las circunscripciones especiales. Otros asuntos clave quedarán pendientes para la implementación. Riesgos… aquellos políticos tradicionales que no tienen alma ni principios y los oportunistas.
Solo hay dos casillas para optar, pero mi voto será calificado. Sí, con alivio. Nos quitaremos de encima medio siglo de mitología acerca de una guerrilla feroz, a la que le importaron un bledo sus compatriotas, en especial los colonos y campesinos a quienes sometieron a una opresión brutal. Se eliminará el mayor factor de violencia en nuestra historia contemporánea, después de la desarticulación del cartel de Medellín y la desmovilización paramilitar. Tras una década de tranquilidad en el centro del país, les daremos una oportunidad a las pobres gentes de la periferia colombiana.
Será un sí sin gloria. Esta fue una guerra injusta, librada por una guerrilla sin apoyo popular, aunque con la complacencia de algunos intelectuales de vida muelle. Después de la oportunidad abierta en 1991 hubo menos justificaciones que nunca para perseverar en la guerra de guerrillas. Que seamos los últimos en llegar al desarme en el hemisferio, es un récord lamentable. Para la propia militancia comunista y los combatientes de las Farc el balance debe ser triste.
Me alarma el fanatismo de algunos partidarios del sí y del no. Nos queda confiar y fortalecer la mesura de la mayoría que, en este momento, se deja ver en los resultados de las encuestas. La vamos a necesitar en el futuro cercano.
El Colombiano, 25 de septiembre.
Ante cualquier elección vital hay que balancear bondades y desventajas; pasa hasta para casarse. El acuerdo al que se llegó en La Habana me parece bueno en sus grandes líneas: las Farc se van a desmovilizar y adhirieron a la Constitución, el Estado debe copar la periferia, escucharemos verdades y habrá algunas condenas. No me gusta: que no haya sanciones políticas para los responsables de crímenes de lesa humanidad, que se haya castigado a los pequeños partidos democráticos y que coincidan los planes de desarrollo con las circunscripciones especiales. Otros asuntos clave quedarán pendientes para la implementación. Riesgos… aquellos políticos tradicionales que no tienen alma ni principios y los oportunistas.
Solo hay dos casillas para optar, pero mi voto será calificado. Sí, con alivio. Nos quitaremos de encima medio siglo de mitología acerca de una guerrilla feroz, a la que le importaron un bledo sus compatriotas, en especial los colonos y campesinos a quienes sometieron a una opresión brutal. Se eliminará el mayor factor de violencia en nuestra historia contemporánea, después de la desarticulación del cartel de Medellín y la desmovilización paramilitar. Tras una década de tranquilidad en el centro del país, les daremos una oportunidad a las pobres gentes de la periferia colombiana.
Será un sí sin gloria. Esta fue una guerra injusta, librada por una guerrilla sin apoyo popular, aunque con la complacencia de algunos intelectuales de vida muelle. Después de la oportunidad abierta en 1991 hubo menos justificaciones que nunca para perseverar en la guerra de guerrillas. Que seamos los últimos en llegar al desarme en el hemisferio, es un récord lamentable. Para la propia militancia comunista y los combatientes de las Farc el balance debe ser triste.
Me alarma el fanatismo de algunos partidarios del sí y del no. Nos queda confiar y fortalecer la mesura de la mayoría que, en este momento, se deja ver en los resultados de las encuestas. La vamos a necesitar en el futuro cercano.
El Colombiano, 25 de septiembre.
miércoles, 21 de septiembre de 2016
Diez canciones de Juan Gabriel
Es muy pretencioso escoger diez canciones del cantante y compositor más prolífico y exitoso de América Latina (si contamos solo desde la llegada de Cristóbal Colón). Además, con Juan Gabriel las selecciones siempre se hacen con electrocardiograma en mano y las listas pueden cambiar de una semana a la otra o de un estado de ánimo al otro. De todos modos, ahí van.
1. Se me olvidó otra vez. Ya es clásico de la ranchera. Lo supo precozmente Chavela Vargas. Y cuarenta años después, sigue sonando magnífica.
2. Abrázame muy fuerte. Es probable que tenga los versos peor armados de un tipo que, de verdad, sabía escribir. Otra cosa es cuando suena.
3. Si quieres. Es de esas canciones perdidas entre los regalos, las cosas que no grabó en estudio. Pueden ignorar la versión del disco con Eduardo Magallanes.
4. Mi fracaso. Mi convicción de que no me gustaba Juan Gabriel, fracasó cuando la escuché a fines de los setenta. Lo que siguió fue rendición.
5. El palo. Puro folklor en un álbum íntegro, redondo, que hay que escuchar como una ópera del romanticismo (en sentido filosófico) latinoamericano.
6. Con todo y mi tristeza. La monopolizaron en radio y conciertos Raphael y José Vélez. Parece hecha para el primero. Tan pulida y bonita que no se quedó con la ganas de grabarla.
7. Canta, canta. Parte de uno de los eslabones perdidos de la discografía, debido a las peleas con las disqueras, esta canción refleja su desenfado para expresar alegría.
8. Ya lo sé que tú te vas. El inventor de la balada ranchera hizo muchas memorables. Por ahora, esta otra, de uno de sus álbumes más recordados.
9. Así fue. Refundida en su catálogo, impuesta por Isabel Pantoja, mostró que la balada pervivía, los que no le pegan son los compositores.
10. Lo pasado, pasado. Se creía que José José podía ser el rival de Juan Gabriel, al menos en la balada. No hubo problema para entregarle una gran canción, ayudarle al éxito y seguir siendo el rey.
1. Se me olvidó otra vez. Ya es clásico de la ranchera. Lo supo precozmente Chavela Vargas. Y cuarenta años después, sigue sonando magnífica.
2. Abrázame muy fuerte. Es probable que tenga los versos peor armados de un tipo que, de verdad, sabía escribir. Otra cosa es cuando suena.
3. Si quieres. Es de esas canciones perdidas entre los regalos, las cosas que no grabó en estudio. Pueden ignorar la versión del disco con Eduardo Magallanes.
4. Mi fracaso. Mi convicción de que no me gustaba Juan Gabriel, fracasó cuando la escuché a fines de los setenta. Lo que siguió fue rendición.
5. El palo. Puro folklor en un álbum íntegro, redondo, que hay que escuchar como una ópera del romanticismo (en sentido filosófico) latinoamericano.
6. Con todo y mi tristeza. La monopolizaron en radio y conciertos Raphael y José Vélez. Parece hecha para el primero. Tan pulida y bonita que no se quedó con la ganas de grabarla.
7. Canta, canta. Parte de uno de los eslabones perdidos de la discografía, debido a las peleas con las disqueras, esta canción refleja su desenfado para expresar alegría.
8. Ya lo sé que tú te vas. El inventor de la balada ranchera hizo muchas memorables. Por ahora, esta otra, de uno de sus álbumes más recordados.
9. Así fue. Refundida en su catálogo, impuesta por Isabel Pantoja, mostró que la balada pervivía, los que no le pegan son los compositores.
10. Lo pasado, pasado. Se creía que José José podía ser el rival de Juan Gabriel, al menos en la balada. No hubo problema para entregarle una gran canción, ayudarle al éxito y seguir siendo el rey.
lunes, 19 de septiembre de 2016
Diez años sin Fallaci
Primero fue Entrevista con la historia, después Un hombre, al final su trilogía sobre la presencia hostil del islamismo en Occidente. Etapas fijadas desde las irregularidades de cualquier bibliografía que requiere salvar los peajes de traducciones, decisiones de publicación y azares de la distribución hasta llegar a un destino como Colombia. La obra de Oriana Fallaci (1929-2006) marcó a grupos de jóvenes urbanos que sospechaban del poder en los años setenta, admiraban la resistencia a las tiranías en los ochenta y no entendían qué pasaba en el siglo XXI.
Asombra el silencio alrededor de su figura. De ella, insuperable entre las entrevistadoras; la que le plantó cara al ayatolá Jomeini y a Kissinger, la que supo leer el nido viperino de Andreotti, la que no se dejó engañar por Arafat ni por el Vietcong. De ella, la reportera que contó la situación de las mujeres en Oriente, la que ametrallaron en Tlatelolco, la que se coló en una misión militar a Beirut. De ella, quien estuvo en la primera fila de todo acontecimiento significativo entre la segunda guerra mundial y la caída del muro.
Sus colegas periodistas están birlando el décimo aniversario de su muerte (16 de septiembre). Los escritores callan. Las editoriales no creen que suenen las cajas registradoras. No veremos pulular las fotos (que se arrepintió de haberse dejado tomar) con el rostro pétreo, desencantado, de la mujer que de niña se escabullía entre las tropas de ocupación para apoyar las acciones de la resistencia italiana, que era la línea de fuego de su familia, de su país y de la cultura de la ilustración toda.
Fallaci –la llamo por su apellido porque su nombre ya ha sido ocupado en mi vida– nunca dio rodeos para hablar, escribir, opinar, y lo hizo en circunstancias muy peligrosas y sobre personas muy poderosas. Su última obra tiene una apostilla que se llama El Apocalipsis, siguiendo la idea de Juan Evangelista, pero sin adivinanzas, circunloquios, ni sobreentendidos, dijo. Esa claridad, esa pulsión de transparencia obsesiva y, tal vez, imposible, pudo haber contribuido a la soledad de esta primera fase de su inmortalidad. Anarquista, pacifista, feminista, liberal, no es amada ni vindicada por los anarquistas, los pacifistas, las feministas ni los liberales.
Sus causas fueron la libertad, la no dominación, la autonomía individual, pero su saber dormido sobre el mundo musulmán despertó con la violencia del once de septiembre. Entonces se describió como una atea cristiana. Una personalidad individualizada con radicalidad que sabe que vive en una sociedad cristiana, ilustrada, abierta. Y ella, una de las más descarnadas críticas de las lacras del mundo occidental se sintió obligada a adoptar su causa y su defensa. En su ostracismo, ella, la más sola, solo pudo ser entrevistada por ella, la mejor reportera. ¿Por qué? “Porque tengo la muerte encima”.
El Colombiano, 18 de septiembre
Asombra el silencio alrededor de su figura. De ella, insuperable entre las entrevistadoras; la que le plantó cara al ayatolá Jomeini y a Kissinger, la que supo leer el nido viperino de Andreotti, la que no se dejó engañar por Arafat ni por el Vietcong. De ella, la reportera que contó la situación de las mujeres en Oriente, la que ametrallaron en Tlatelolco, la que se coló en una misión militar a Beirut. De ella, quien estuvo en la primera fila de todo acontecimiento significativo entre la segunda guerra mundial y la caída del muro.
Sus colegas periodistas están birlando el décimo aniversario de su muerte (16 de septiembre). Los escritores callan. Las editoriales no creen que suenen las cajas registradoras. No veremos pulular las fotos (que se arrepintió de haberse dejado tomar) con el rostro pétreo, desencantado, de la mujer que de niña se escabullía entre las tropas de ocupación para apoyar las acciones de la resistencia italiana, que era la línea de fuego de su familia, de su país y de la cultura de la ilustración toda.
Fallaci –la llamo por su apellido porque su nombre ya ha sido ocupado en mi vida– nunca dio rodeos para hablar, escribir, opinar, y lo hizo en circunstancias muy peligrosas y sobre personas muy poderosas. Su última obra tiene una apostilla que se llama El Apocalipsis, siguiendo la idea de Juan Evangelista, pero sin adivinanzas, circunloquios, ni sobreentendidos, dijo. Esa claridad, esa pulsión de transparencia obsesiva y, tal vez, imposible, pudo haber contribuido a la soledad de esta primera fase de su inmortalidad. Anarquista, pacifista, feminista, liberal, no es amada ni vindicada por los anarquistas, los pacifistas, las feministas ni los liberales.
Sus causas fueron la libertad, la no dominación, la autonomía individual, pero su saber dormido sobre el mundo musulmán despertó con la violencia del once de septiembre. Entonces se describió como una atea cristiana. Una personalidad individualizada con radicalidad que sabe que vive en una sociedad cristiana, ilustrada, abierta. Y ella, una de las más descarnadas críticas de las lacras del mundo occidental se sintió obligada a adoptar su causa y su defensa. En su ostracismo, ella, la más sola, solo pudo ser entrevistada por ella, la mejor reportera. ¿Por qué? “Porque tengo la muerte encima”.
El Colombiano, 18 de septiembre
lunes, 12 de septiembre de 2016
La paz realista 2
La conquista de la paz siempre requiere tres pasos: ganar la guerra –como sometimiento de la voluntad del enemigo (Clausewitz), negociar un acuerdo y construir las bases de la convivencia. Lo primero lo hizo Uribe, lo segundo Santos (si gana el Sí) y lo tercero lo hará el próximo presidente. Después del 2 de octubre, el objetivo será consolidar lo acordado. En el futuro este conjunto de procesos será visto como una labor de Estado y nadie podrá reclamar para sí solo ese mérito.
La paradoja en la que se encuentra Colombia es que por distintas razones estamos en condiciones menos buenas para la construcción de la paz que las que teníamos hace cuatro años, cuando se dio a conocer la agenda para la terminación del conflicto con las Farc. De un lado está la desaceleración económica que hará más exigente el esfuerzo para llevar el Estado a la periferia y del otro el desgreño con el cual Santos ha manejado el país en muchos ámbitos.
Son tres los principales errores de este sexenio. Primero, la imprevisión frente al tema del narcotráfico que permitió un crecimiento exponencial de los cultivos ilícitos, que se han triplicado en los últimos dos años. Sostuvo la presión contra algunas bandas criminales pero ha mantenido la tradicional inoperancia ante el lavado de activos. Segundo, la carencia de liderazgo condujo al gobierno a la vía más fácil y más peligrosa para mantener la gobernabilidad: la conversión del clientelismo y la corrupción en reglas generales, no en desviaciones de la conducta presidencial. Hoy tirios y troyanos coinciden en que la corrupción es la principal amenaza para el cumplimiento de los acuerdos y para la estabilidad política del país. Tercero, el gobierno Santos profundizó el proceso de recentralización que trae el país desde hace más de 15 años, politizó los entes autónomos regionales y apoyó sin pudor a mandatarios regionales que no tienen ni la visión ni la voluntad de hacerse cargo de las tareas que demandarán las políticas públicas que se derivan del acuerdo de La Habana.
A esto se le suman los viejos pasivos de reformar la justicia y efectuar una reforma tributaria estructural. Desde la administración pública, Santos le dejará al próximo presidente la oportunidad que brindan los acuerdos pero, también, recursos menos idóneos de los que hubiera podido legar, de haber actuado con más responsabilidad y visión de mediano plazo.
Los mejores acumulados están en la sociedad civil. La generación de colombianos mejor preparados de la historia, como dice Claudia López. Universidades con más investigación y académicos menos banderizos. Gran parte del sector privado moderno con suficiente interés, experiencia social y voluntad como para actuar con asertividad en la nueva situación. Una masa crítica de fundaciones y organismos no gubernamentales más madura y consciente de la necesidad de ser eficaces.
El Colombiano, 11 de septiembre.
La paradoja en la que se encuentra Colombia es que por distintas razones estamos en condiciones menos buenas para la construcción de la paz que las que teníamos hace cuatro años, cuando se dio a conocer la agenda para la terminación del conflicto con las Farc. De un lado está la desaceleración económica que hará más exigente el esfuerzo para llevar el Estado a la periferia y del otro el desgreño con el cual Santos ha manejado el país en muchos ámbitos.
Son tres los principales errores de este sexenio. Primero, la imprevisión frente al tema del narcotráfico que permitió un crecimiento exponencial de los cultivos ilícitos, que se han triplicado en los últimos dos años. Sostuvo la presión contra algunas bandas criminales pero ha mantenido la tradicional inoperancia ante el lavado de activos. Segundo, la carencia de liderazgo condujo al gobierno a la vía más fácil y más peligrosa para mantener la gobernabilidad: la conversión del clientelismo y la corrupción en reglas generales, no en desviaciones de la conducta presidencial. Hoy tirios y troyanos coinciden en que la corrupción es la principal amenaza para el cumplimiento de los acuerdos y para la estabilidad política del país. Tercero, el gobierno Santos profundizó el proceso de recentralización que trae el país desde hace más de 15 años, politizó los entes autónomos regionales y apoyó sin pudor a mandatarios regionales que no tienen ni la visión ni la voluntad de hacerse cargo de las tareas que demandarán las políticas públicas que se derivan del acuerdo de La Habana.
A esto se le suman los viejos pasivos de reformar la justicia y efectuar una reforma tributaria estructural. Desde la administración pública, Santos le dejará al próximo presidente la oportunidad que brindan los acuerdos pero, también, recursos menos idóneos de los que hubiera podido legar, de haber actuado con más responsabilidad y visión de mediano plazo.
Los mejores acumulados están en la sociedad civil. La generación de colombianos mejor preparados de la historia, como dice Claudia López. Universidades con más investigación y académicos menos banderizos. Gran parte del sector privado moderno con suficiente interés, experiencia social y voluntad como para actuar con asertividad en la nueva situación. Una masa crítica de fundaciones y organismos no gubernamentales más madura y consciente de la necesidad de ser eficaces.
El Colombiano, 11 de septiembre.
lunes, 5 de septiembre de 2016
Rebelde de seda
Dice el veterano crítico español Diego Manrique que Juan Gabriel es más grande que su música (“Bigger than his music”, El País, 31.08.16). Una afirmación con cierta ambivalencia en tanto parece demeritar la obra enalteciendo la persona. Pero un devoto, como el intelectual mexicano Carlos Monsiváis, estaría de acuerdo. Monsiváis dijo que para Juan Gabriel lo más fácil había sido el éxito.
Después de que tanta gente se enterara de la biografía de Alberto Aguilera Valadez, por televisión, a pocos le quedan dudas. Al común de los mortales un décimo de los obstáculos y desventajas que tuvo Juan Gabriel los hubiera derrotado; mejor se hubiera quedado en Parácuaro vendiendo periódicos, en Juárez lavando carros o en el DF como corista en bares de mala muerte (todos esos oficios los desempeñó). O se hubiera detenido en su papel de compositor para estrellas consagradas o de baladista setentero o no hubiera luchado contra los mandones de la cultura mexicana para que le abrieran el Palacio de Bellas Artes en 1990.
Don Alberto –como le dice Juanes– no se detuvo. Orfandad, abandono, pobreza, elitismo, todo lo superó. Saltó los muros altos que le imponían su condición social y sus preferencias sexuales. Venció la resistencia de los intelectuales, al menos de los mexicanos. ¡Ay, los intelectuales! Los que responden con la frase refleja de que lo de ellos es la música clásica e igual no se soportan a Berg o a Varèse. Las excusas de la sordera y la ineptitud para el goce sensible.
Juan Gabriel llegó hasta el fin de los días ilustrando una antinomia moral que sugiere Hannah Arendt. Dijo la pensadora que lo opuesto del resentimiento es la gratitud. Hay pocos personajes públicos en este continente con más razones para el resentimiento, pero Juan Gabriel hizo de la gratitud su lección; desde las canciones, los mensajes en los conciertos, hasta sus entrevistas y la telenovela final de su vida que hubiera podido ser una epopeya. Murió tratando de usted; como Leonardo Favio, no le hizo concesiones al tuteo (y eso me encanta).
Agradecido y generoso era, pero no manso. Cuando tuvo que pelear con BMG, con Televisa, con Salinas de Gortari, lo hizo. Tal vez porque sabía que él era una institución, algo que los huéspedes del poder político o económico a veces olvidan cuando se enfrentan a los ídolos populares, sean ellos deportistas o cantantes pop, que son los héroes de nuestros tiempos. Monsiváis le inculcó –creo– y promovió eso de que era una institución.
¿Por qué institución? Porque “un ídolo es un convenio intergeneracional, la respuesta emocional a la falta de preguntas sentimentales, una versión difícilmente perfeccionable de la alegría, el espíritu romántico, la suave o agresiva ruptura de la norma” (Escenas de pudor y liviandad, Grijalbo, p. 266). Juan Gabriel rompió con suavidad; rebelde de seda.
El Colombiano, 4 de septiembre.
Después de que tanta gente se enterara de la biografía de Alberto Aguilera Valadez, por televisión, a pocos le quedan dudas. Al común de los mortales un décimo de los obstáculos y desventajas que tuvo Juan Gabriel los hubiera derrotado; mejor se hubiera quedado en Parácuaro vendiendo periódicos, en Juárez lavando carros o en el DF como corista en bares de mala muerte (todos esos oficios los desempeñó). O se hubiera detenido en su papel de compositor para estrellas consagradas o de baladista setentero o no hubiera luchado contra los mandones de la cultura mexicana para que le abrieran el Palacio de Bellas Artes en 1990.
Don Alberto –como le dice Juanes– no se detuvo. Orfandad, abandono, pobreza, elitismo, todo lo superó. Saltó los muros altos que le imponían su condición social y sus preferencias sexuales. Venció la resistencia de los intelectuales, al menos de los mexicanos. ¡Ay, los intelectuales! Los que responden con la frase refleja de que lo de ellos es la música clásica e igual no se soportan a Berg o a Varèse. Las excusas de la sordera y la ineptitud para el goce sensible.
Juan Gabriel llegó hasta el fin de los días ilustrando una antinomia moral que sugiere Hannah Arendt. Dijo la pensadora que lo opuesto del resentimiento es la gratitud. Hay pocos personajes públicos en este continente con más razones para el resentimiento, pero Juan Gabriel hizo de la gratitud su lección; desde las canciones, los mensajes en los conciertos, hasta sus entrevistas y la telenovela final de su vida que hubiera podido ser una epopeya. Murió tratando de usted; como Leonardo Favio, no le hizo concesiones al tuteo (y eso me encanta).
Agradecido y generoso era, pero no manso. Cuando tuvo que pelear con BMG, con Televisa, con Salinas de Gortari, lo hizo. Tal vez porque sabía que él era una institución, algo que los huéspedes del poder político o económico a veces olvidan cuando se enfrentan a los ídolos populares, sean ellos deportistas o cantantes pop, que son los héroes de nuestros tiempos. Monsiváis le inculcó –creo– y promovió eso de que era una institución.
¿Por qué institución? Porque “un ídolo es un convenio intergeneracional, la respuesta emocional a la falta de preguntas sentimentales, una versión difícilmente perfeccionable de la alegría, el espíritu romántico, la suave o agresiva ruptura de la norma” (Escenas de pudor y liviandad, Grijalbo, p. 266). Juan Gabriel rompió con suavidad; rebelde de seda.
El Colombiano, 4 de septiembre.
lunes, 29 de agosto de 2016
La paz realista
En Colombia diversas circunstancias –entre ellas la desunión de la izquierda armada y el narcotráfico– hicieron que tuviéramos una paz por cuotas. Visto en retrospectiva, el acuerdo que se firmó el pasado 24 de agosto para el desarme y desmovilización de las Farc es el décimo que tenemos en el país desde 1990 para combatientes ilegales. Su peso específico radica en que se trata de uno de los grupos más antiguos, grandes y dañinos que ha soportado la sociedad colombiana, y de ahí su importancia.
Es el décimo proceso con organizaciones que tenían motivaciones políticas –incluyendo las paramilitares– pero no el último. Efectuados el desarme y la reinserción de las Farc, habríamos resuelto, digamos el 70% del problema nacional y el total en algunas regiones del país. Queda el Eln. Es muy difícil predecir qué va a pasar con ese grupo. Hay signos de que la mesa de conversaciones puede abrirse después del plebiscito, pero los términos de la agenda, la conducta y el discurso de sus jefes no dan pábulo para el optimismo.
La paz ha sido por cuotas y también por porciones territoriales. Esta no será diferente. Podemos esperar cambios importantes en regiones donde las Farc han sido hegemónicas, siempre y cuando que allí el volumen de desmovilizados se acerque al cien por ciento. Por desgracia, ya sabemos que algunas regiones del país se mantendrán en el desorden y la violencia. Con certeza, el Catatumbo, el piedemonte araucano, porciones de Chocó y la costa nariñense, seguirán como están, con el aditamento de fuertes amenazas sobre la militancia de las Farc. En esas regiones las Farc no son ni el único ni el principal contendor violento del Estado ni predador de rentas. Yendo tras las fuerzas militares, el Estado se verá forzado a llegar a las fronteras. En Antioquia, el enigma es la conducta de algunos mandos medios de los frentes 18 y 36.
Si el Estado y la sociedad colombianos hacen bien las tareas que implican las 297 páginas del “Acuerdo final”, podremos lograr articular –económica, social y políticamente– al país moderno el norte de Antioquia, sur del Meta, Tolima y Huila, oriente caucano y nariñense, Caquetá y Putumayo. No es poca cosa. La fuerza pública liberaría enormes recursos para concentrarse en las áreas conflictivas y aplicarse a garantizar el control estatal de todo el territorio nacional. El Estado fortalecería sus capacidades en estas periferias, pudiendo conocer, medir y gestionar gran parte del campo colombiano.
No se trata del abuso que ha hecho el presidente de la República sobreestimando demagógicamente los beneficios e ignorando los riesgos, ni se trata tampoco del escenario apocalíptico que dibuja el senador Álvaro Uribe. No es un acuerdo perfecto. Se trata de una oportunidad como pocas recordamos (1957, 1991). Esa es la decisión que tomaremos el 2 de octubre.
El Colombiano, 28 de agosto
Es el décimo proceso con organizaciones que tenían motivaciones políticas –incluyendo las paramilitares– pero no el último. Efectuados el desarme y la reinserción de las Farc, habríamos resuelto, digamos el 70% del problema nacional y el total en algunas regiones del país. Queda el Eln. Es muy difícil predecir qué va a pasar con ese grupo. Hay signos de que la mesa de conversaciones puede abrirse después del plebiscito, pero los términos de la agenda, la conducta y el discurso de sus jefes no dan pábulo para el optimismo.
La paz ha sido por cuotas y también por porciones territoriales. Esta no será diferente. Podemos esperar cambios importantes en regiones donde las Farc han sido hegemónicas, siempre y cuando que allí el volumen de desmovilizados se acerque al cien por ciento. Por desgracia, ya sabemos que algunas regiones del país se mantendrán en el desorden y la violencia. Con certeza, el Catatumbo, el piedemonte araucano, porciones de Chocó y la costa nariñense, seguirán como están, con el aditamento de fuertes amenazas sobre la militancia de las Farc. En esas regiones las Farc no son ni el único ni el principal contendor violento del Estado ni predador de rentas. Yendo tras las fuerzas militares, el Estado se verá forzado a llegar a las fronteras. En Antioquia, el enigma es la conducta de algunos mandos medios de los frentes 18 y 36.
Si el Estado y la sociedad colombianos hacen bien las tareas que implican las 297 páginas del “Acuerdo final”, podremos lograr articular –económica, social y políticamente– al país moderno el norte de Antioquia, sur del Meta, Tolima y Huila, oriente caucano y nariñense, Caquetá y Putumayo. No es poca cosa. La fuerza pública liberaría enormes recursos para concentrarse en las áreas conflictivas y aplicarse a garantizar el control estatal de todo el territorio nacional. El Estado fortalecería sus capacidades en estas periferias, pudiendo conocer, medir y gestionar gran parte del campo colombiano.
No se trata del abuso que ha hecho el presidente de la República sobreestimando demagógicamente los beneficios e ignorando los riesgos, ni se trata tampoco del escenario apocalíptico que dibuja el senador Álvaro Uribe. No es un acuerdo perfecto. Se trata de una oportunidad como pocas recordamos (1957, 1991). Esa es la decisión que tomaremos el 2 de octubre.
El Colombiano, 28 de agosto
lunes, 22 de agosto de 2016
Un centro escamoteado
“Una provincia situada en el centro mismo, pero un centro ignorado, eludido y escamoteado”, así define Enrique Serrano nuestra condición durante La Colonia y podría decirse que así fue hasta mediados del siglo pasado. La ventaja geopolítica de estar en la mitad del continente más promisorio del segundo milenio –que habían visto Bolívar y otros– nos sirvió de poco en cuatro siglos de historia. El tercer milenio ha hecho más notoria a Colombia, cuya discreción y estabilidad rutilan en medio de las vicisitudes de los vecinos. ¿Por qué esta profecía fallida? ¿Por qué este largo trayecto sin grandeza en los éxitos ni en los fracasos?
El académico internacionalista y escritor barranqueño Enrique Serrano presentó este año su libro ¿Por qué fracasa Colombia? (Planeta, 2016). Un ensayo sobre la identidad colombiana en la estela de textos ya clásicos como Los negroides de Fernando González o La personalidad histórica de Colombia de Jaime Jaramillo Uribe. Se trata de un género que ha investigado y expuesto bien en nuestro medio el profesor Efrén Giraldo Quintero (Universidad Eafit), cuyos orígenes estaban cargados de especulación inteligente y que ahora se nutre de los acervos significativos de la historia, la antropología y la sociología.
Serrano hace un aporte sustancial para que tratemos de entender un poco más la sociedad colombiana, la nación, y no solo el Estado, las instituciones y sus figuras; para que nos pensemos como un continuo desde la colonización del siglo XVI y no solo desde la Independencia; para que procuremos comprender nuestra cultura y no solo la economía. Y para que no creamos que todo empezó con las reformas de 1850, el cultivo del café y la Regeneración (si sos azul) o la Revolución en Marcha (si sos rojo). Pero, ante todo, para cuestionar los clichés que han hecho carrera en las aulas, los púlpitos y los periódicos sobre nuestro pasado y nuestra condición.
El libro explica como formamos una nación sin planearla ni quererla y la seguimos haciendo con parsimonia debido a nuestro acomodamiento a las circunstancias, la falta de arraigo, la condescendencia con el incumplimiento de la ley, hasta conformarnos como “un grupo grande de personas desconfiadas e individualistas, con dificultades para hacer consensos”. Se adentra en hipótesis acerca de la trayectoria de nuestras formas de comer, vestir, rezar, hacer familia, conseguir plata y llevárnosla con el prójimo.
Es bueno que el lector potencial del libro de Serrano no se deje despistar por el título falso y sensacionalista ni por la mala carátula; se trata de un texto necesario, sugestivo y ameno. Una interpretación aguda de los trasfondos de nuestra historia; una explicación sensata de cómo y porqué somos lo que somos; un aporte a la discusión que tendremos en el futuro cercano, cuando el silencio de los fusiles nos permita hacer un festín de ideas.
El Colombiano, 21 de agosto.
El académico internacionalista y escritor barranqueño Enrique Serrano presentó este año su libro ¿Por qué fracasa Colombia? (Planeta, 2016). Un ensayo sobre la identidad colombiana en la estela de textos ya clásicos como Los negroides de Fernando González o La personalidad histórica de Colombia de Jaime Jaramillo Uribe. Se trata de un género que ha investigado y expuesto bien en nuestro medio el profesor Efrén Giraldo Quintero (Universidad Eafit), cuyos orígenes estaban cargados de especulación inteligente y que ahora se nutre de los acervos significativos de la historia, la antropología y la sociología.
Serrano hace un aporte sustancial para que tratemos de entender un poco más la sociedad colombiana, la nación, y no solo el Estado, las instituciones y sus figuras; para que nos pensemos como un continuo desde la colonización del siglo XVI y no solo desde la Independencia; para que procuremos comprender nuestra cultura y no solo la economía. Y para que no creamos que todo empezó con las reformas de 1850, el cultivo del café y la Regeneración (si sos azul) o la Revolución en Marcha (si sos rojo). Pero, ante todo, para cuestionar los clichés que han hecho carrera en las aulas, los púlpitos y los periódicos sobre nuestro pasado y nuestra condición.
El libro explica como formamos una nación sin planearla ni quererla y la seguimos haciendo con parsimonia debido a nuestro acomodamiento a las circunstancias, la falta de arraigo, la condescendencia con el incumplimiento de la ley, hasta conformarnos como “un grupo grande de personas desconfiadas e individualistas, con dificultades para hacer consensos”. Se adentra en hipótesis acerca de la trayectoria de nuestras formas de comer, vestir, rezar, hacer familia, conseguir plata y llevárnosla con el prójimo.
Es bueno que el lector potencial del libro de Serrano no se deje despistar por el título falso y sensacionalista ni por la mala carátula; se trata de un texto necesario, sugestivo y ameno. Una interpretación aguda de los trasfondos de nuestra historia; una explicación sensata de cómo y porqué somos lo que somos; un aporte a la discusión que tendremos en el futuro cercano, cuando el silencio de los fusiles nos permita hacer un festín de ideas.
El Colombiano, 21 de agosto.
lunes, 15 de agosto de 2016
Despacio
Hace cuatro años el presidente Juan Manuel Santos afirmó que la negociación con la Farc era cosa de meses, de seis meses para ser exactos. Cada uno de los años subsiguientes se sometió al desgaste de aventurar fechas; la última vez nos citó a la Plaza de Bolívar en Bogotá el 20 de julio pasado. Esto demuestra que Santos no tenía las más remota idea de qué se trataba la negociación con las Farc, ni de cómo era esa guerrilla; que creía que esto era un picnic.
El único acierto que ha tenido el presidente de la República en este proceso fue la conformación del equipo negociador. Una mezcla de personajes representativos, avezados, con experiencia sin ser empíricos, ilustrados sin ser intelectuales puros, comprometidos con la institucionalidad del país y convencidos de que no hay guerra, incluidas las ganadas, que no terminen con una negociación. Un equipo al que le toca lidiar con las Farc, con Uribe y con su propio jefe.
Y es que las principales equivocaciones del Presidente han sido la intrusión atropellada a los trabajos del equipo negociador para tratar de apresurar acuerdos o fases del proceso, eludiendo la estrategia, la visión de conjunto y el conocimiento de los representantes del gobierno en la mesa de diálogos. Cuando puso una mesa paralela de abogados desatrancó, en efecto, el acuerdo sobre justicia transicional pero al precio de debilitar el equipo, golpear a sus funcionarios más fieles y avalar puntos precisos que, quizá los negociadores oficiales no habrían dejado pasar.
Le fue más mal cuando mandó a su hermano en el primer cuatrimestre del año a tratar de apresurar el acuerdo sobre concentración, desarme y desmovilización. Ahora lanza el globo de una supuesta “antefirma” del acuerdo: “Cuando esté todo acordado, no se requiere la firma oficial, sino el hecho de decir ya está todo acordado, para poder enviarle al Congreso los acuerdos y convocar el plebiscito”, dijo Santos (“Santos sí ‘antefirmará’ la paz como anticipó La Silla”, La Silla Vacía, 03.08.16). Otro atajo, otra muestra de afán, esta vez en contravía a lo que dijo la Corte Constitucional.
El Presidente tiene mucho afán y eso es malo, muy malo. Ya nos gastamos cinco años de negociaciones (incluyendo la fase secreta), entonces ¿a qué apurar y saltarse unas semanas? Los pendientes de los cinco puntos firmados y los detalles de la implementación son suficientemente importantes como para no despacharlos a las carreras. Menos ahora que sabemos que las Farc no lograron convencer a todos sus frentes, como había dicho su jefe (“Timochenko espera que 99% de Farc se desmovilicen”, El Nuevo Siglo, 31.01.16) y que, por tanto, su oferta se ha depreciado. Los términos razonables que conocemos –aunque imperfectos– pueden tornarse inaceptables si Santos fuerza a sus negociadores o los induce a error y si asalta las reglas.
El Colombiano, 14 de agosto.
El único acierto que ha tenido el presidente de la República en este proceso fue la conformación del equipo negociador. Una mezcla de personajes representativos, avezados, con experiencia sin ser empíricos, ilustrados sin ser intelectuales puros, comprometidos con la institucionalidad del país y convencidos de que no hay guerra, incluidas las ganadas, que no terminen con una negociación. Un equipo al que le toca lidiar con las Farc, con Uribe y con su propio jefe.
Y es que las principales equivocaciones del Presidente han sido la intrusión atropellada a los trabajos del equipo negociador para tratar de apresurar acuerdos o fases del proceso, eludiendo la estrategia, la visión de conjunto y el conocimiento de los representantes del gobierno en la mesa de diálogos. Cuando puso una mesa paralela de abogados desatrancó, en efecto, el acuerdo sobre justicia transicional pero al precio de debilitar el equipo, golpear a sus funcionarios más fieles y avalar puntos precisos que, quizá los negociadores oficiales no habrían dejado pasar.
Le fue más mal cuando mandó a su hermano en el primer cuatrimestre del año a tratar de apresurar el acuerdo sobre concentración, desarme y desmovilización. Ahora lanza el globo de una supuesta “antefirma” del acuerdo: “Cuando esté todo acordado, no se requiere la firma oficial, sino el hecho de decir ya está todo acordado, para poder enviarle al Congreso los acuerdos y convocar el plebiscito”, dijo Santos (“Santos sí ‘antefirmará’ la paz como anticipó La Silla”, La Silla Vacía, 03.08.16). Otro atajo, otra muestra de afán, esta vez en contravía a lo que dijo la Corte Constitucional.
El Presidente tiene mucho afán y eso es malo, muy malo. Ya nos gastamos cinco años de negociaciones (incluyendo la fase secreta), entonces ¿a qué apurar y saltarse unas semanas? Los pendientes de los cinco puntos firmados y los detalles de la implementación son suficientemente importantes como para no despacharlos a las carreras. Menos ahora que sabemos que las Farc no lograron convencer a todos sus frentes, como había dicho su jefe (“Timochenko espera que 99% de Farc se desmovilicen”, El Nuevo Siglo, 31.01.16) y que, por tanto, su oferta se ha depreciado. Los términos razonables que conocemos –aunque imperfectos– pueden tornarse inaceptables si Santos fuerza a sus negociadores o los induce a error y si asalta las reglas.
El Colombiano, 14 de agosto.
lunes, 8 de agosto de 2016
Viejos caracteres paisas
Los caracteres sociales tienen un lugar especial en el habla regional. Como en todas, la riqueza es mayor cuando se refiere a caracteres negativos que permiten ampliar la descripción y la crítica de conductas que se apartan de un tipo ideal.
Ya es un tópico hablar del empuje paisa, por lo cual no extrañan los regionalismos para señalar a quien no trabaja como mantenido, muy cercano al flojo y al pegao. La pujanza también conlleva ingenio y los opuestos son el atembao, menso o pendejo; de la vivacidad carecen el sonso y el pachocho. Aunque, sin duda, se creó una cultura del vivo –del que no respeta las reglas– algunas viejas palabras castigan el exceso sindicándolo de atravesao, ventajoso, conchudo, tramista o tumbador. El faltón y el torcido son más nuevos, pero tienen en el mismo sentido.
Del mismo modo, aunque por acá la bobada es pecado mortal tampoco son bien vistos el alzao, el sobrador y menos el atarbán. Ahora, la bobada no tiene que ver con el conocimiento. Alguien podía tener la oportunidad de aprender pero si era tapao, bruto, no había nada que hacer. Tampoco se puede confundir al tapao, con el cerrao porque este es un simple testarudo, cabeciduro. La confusión se puede originar en que ambos, el tapao y el cerrao son “como una mula”. El bobo tampoco es el manso o asentao, de hecho el peleador era mal visto, no solo como puro malo, si no también como cositero, problemático, perecoso, cismático, iriático.
En el pasado, antes de la cultura narco y consumista, la austeridad era una virtud pero se elogiaban al amplio y al desprendido –que no llega a botaratas– y se despreciaban al amarrao, cicatero, angurrioso, agalludo, goterero, incluso al pedigüeño. Eso sí, no se admitía la ostentación. Malos caracteres eran el fulero, el chicanero, el lucido, todo aquel que enviara el mensaje de que era dediparao. Como la franqueza propia del frentero, a veces brutal, es de signo positivo nos enervan los solapaos, lambones, intrigantes y morrongos.
A pesar de que los paisas tenemos fama de ser casi honrados, la verdad es que también se estigmatizaba al ladrón como sisero, manilargo, aprovechao o apenas malapaga. Amigos del éxito, se señala al mal perdedor como rabón, al experto como baquiano y al torpe como chambón, al atrevido como entrador pero si se pasa es un metido.
A las nuevas generaciones es bueno decirles que aquí se apreciaba la sencillez, pero que no nos tragábamos al ordinario y menos al guache, y nos chocaban los empalagosos y alesbrestaos, todos ellos tan comunes hoy. Los padres jóvenes no aprendieron que la sobreprotección es mala porque de ahí solo resultan muchachos contemplaos, moñones, sentidos, chisparosos, en una palabra malcriaos. Vía expedita para tener adultos atenidos, pechugones, descaraos, que se comportan como merecidos.
El Colombiano, 7 de agosto.
Ya es un tópico hablar del empuje paisa, por lo cual no extrañan los regionalismos para señalar a quien no trabaja como mantenido, muy cercano al flojo y al pegao. La pujanza también conlleva ingenio y los opuestos son el atembao, menso o pendejo; de la vivacidad carecen el sonso y el pachocho. Aunque, sin duda, se creó una cultura del vivo –del que no respeta las reglas– algunas viejas palabras castigan el exceso sindicándolo de atravesao, ventajoso, conchudo, tramista o tumbador. El faltón y el torcido son más nuevos, pero tienen en el mismo sentido.
Del mismo modo, aunque por acá la bobada es pecado mortal tampoco son bien vistos el alzao, el sobrador y menos el atarbán. Ahora, la bobada no tiene que ver con el conocimiento. Alguien podía tener la oportunidad de aprender pero si era tapao, bruto, no había nada que hacer. Tampoco se puede confundir al tapao, con el cerrao porque este es un simple testarudo, cabeciduro. La confusión se puede originar en que ambos, el tapao y el cerrao son “como una mula”. El bobo tampoco es el manso o asentao, de hecho el peleador era mal visto, no solo como puro malo, si no también como cositero, problemático, perecoso, cismático, iriático.
En el pasado, antes de la cultura narco y consumista, la austeridad era una virtud pero se elogiaban al amplio y al desprendido –que no llega a botaratas– y se despreciaban al amarrao, cicatero, angurrioso, agalludo, goterero, incluso al pedigüeño. Eso sí, no se admitía la ostentación. Malos caracteres eran el fulero, el chicanero, el lucido, todo aquel que enviara el mensaje de que era dediparao. Como la franqueza propia del frentero, a veces brutal, es de signo positivo nos enervan los solapaos, lambones, intrigantes y morrongos.
A pesar de que los paisas tenemos fama de ser casi honrados, la verdad es que también se estigmatizaba al ladrón como sisero, manilargo, aprovechao o apenas malapaga. Amigos del éxito, se señala al mal perdedor como rabón, al experto como baquiano y al torpe como chambón, al atrevido como entrador pero si se pasa es un metido.
A las nuevas generaciones es bueno decirles que aquí se apreciaba la sencillez, pero que no nos tragábamos al ordinario y menos al guache, y nos chocaban los empalagosos y alesbrestaos, todos ellos tan comunes hoy. Los padres jóvenes no aprendieron que la sobreprotección es mala porque de ahí solo resultan muchachos contemplaos, moñones, sentidos, chisparosos, en una palabra malcriaos. Vía expedita para tener adultos atenidos, pechugones, descaraos, que se comportan como merecidos.
El Colombiano, 7 de agosto.
miércoles, 3 de agosto de 2016
Las ideas en la guerra: Julder Gómez
GIRALDO RAMÍREZ, Jorge. Las Ideas en la Guerra. Bogotá: Penguin Random House, 2015.
Julder Gómez
Universidad Eafit
jgomezp5@eafit.edu.co
El tema del libro, Las ideas en la guerra, es la acción política revolucionaria de las guerrillas colombianas enfrentadas al Estado en las últimas décadas. Sus propósitos teóricos son explicativos y críticos, es decir, se propone contestar preguntas de los siguientes tipos: por un lado ¿por qué se han realizado estas acciones, por qué del modo en que lo han hecho, para qué y con qué estatus? Por otro lado ¿son aceptables estas acciones, es decir, son razonables? El libro, sin embargo, tiene también un propósito práctico: contribuir a que no se repitan en Colombia acciones del tipo que explica.
Los propósitos teóricos del libro, explicar y criticar, están articulados por los conceptos de acción y razón. En este sentido, el estudio acepta, entre otros, los siguientes presupuestos filosóficos: las acciones son realizadas por agentes, las acciones son realizadas por razones, una manera de explicar las acciones consiste en hacer explícitas las razones del agente para actuar y, por último, las acciones son criticables cuando sus razones son criticables.
Desde cierto punto de vista, podría decirse que el libro se desarrolla simultáneamente en diferentes dominios: en un dominio filosófico articula los conceptos de acción, política, revolución, ocasión, situación, intención y estrategia; en el dominio teórico de la política explica y critica acciones políticas a partir de razones; en el dominio empírico narra la historia de la justificación y de la crítica de las acciones de las guerrillas colombianas en las últimas décadas; y, por último, en el dominio práctico presenta ejemplares y estrategias alternativas para la construcción de una paz duradera en Colombia.
Leer la reseña completa en: http://publicaciones.eafit.edu.co/index.php/co-herencia/article/view/3586
Julder Gómez
Universidad Eafit
jgomezp5@eafit.edu.co
El tema del libro, Las ideas en la guerra, es la acción política revolucionaria de las guerrillas colombianas enfrentadas al Estado en las últimas décadas. Sus propósitos teóricos son explicativos y críticos, es decir, se propone contestar preguntas de los siguientes tipos: por un lado ¿por qué se han realizado estas acciones, por qué del modo en que lo han hecho, para qué y con qué estatus? Por otro lado ¿son aceptables estas acciones, es decir, son razonables? El libro, sin embargo, tiene también un propósito práctico: contribuir a que no se repitan en Colombia acciones del tipo que explica.
Los propósitos teóricos del libro, explicar y criticar, están articulados por los conceptos de acción y razón. En este sentido, el estudio acepta, entre otros, los siguientes presupuestos filosóficos: las acciones son realizadas por agentes, las acciones son realizadas por razones, una manera de explicar las acciones consiste en hacer explícitas las razones del agente para actuar y, por último, las acciones son criticables cuando sus razones son criticables.
Desde cierto punto de vista, podría decirse que el libro se desarrolla simultáneamente en diferentes dominios: en un dominio filosófico articula los conceptos de acción, política, revolución, ocasión, situación, intención y estrategia; en el dominio teórico de la política explica y critica acciones políticas a partir de razones; en el dominio empírico narra la historia de la justificación y de la crítica de las acciones de las guerrillas colombianas en las últimas décadas; y, por último, en el dominio práctico presenta ejemplares y estrategias alternativas para la construcción de una paz duradera en Colombia.
Leer la reseña completa en: http://publicaciones.eafit.edu.co/index.php/co-herencia/article/view/3586
lunes, 1 de agosto de 2016
Solo la política da garantías
Al fin la Corte Constitucional se pronunció sobre el proyecto de ley estatutaria que regula el llamado “Plebiscito para la paz”. Lo hizo el pasado 18 de junio a través de un comunicado que da cuenta de lo resuelto en la sentencia C-379 de 2016. Y lo hizo siguiendo la tradición del tribunal, esto es, sin entorpecer los propósitos expresos que materializan la voluntad política en un momento dado. Como cuando le dio paso a la reelección de Álvaro Uribe.
Para hacerlo, la Corte ignoró las normas constitucionales que dicen que el Presidente es Jefe del Estado y que le asigna las decisiones sobre la guerra y la paz. Si las hubiera atendido el plebiscito habría muerto o se habría reducido a una consulta no vinculante, despojándolo de todo interés y toda tensión, y condenándolo a ser un ejercicio inocuo. Prefirió resaltar el principio de la división de poderes y con ello les dio espacio y tiempo a los partidos políticos, y se los dio a sí misma, para seguir interviniendo en el futuro sobre el curso de la implementación de los acuerdos.
Concentró toda la responsabilidad por el acuerdo en el Ejecutivo, no solo en el presidente Santos sino en sus sucesores: “El Gobierno Nacional, con independencia de quien sea el mandatario, ejerce un poder cuyo único titular es el pueblo; por tanto, debe atenerse a lo resuelto en la consulta plebiscitaria”, dijo la Presidente de la Corte (“Sea cual sea el gobierno, debe acatar mandato del plebiscito”, El Tiempo, 24.07.16). Un enredo, pues los ciudadanos también elegirán al próximo presidente y, probablemente, con más votos que el que puede obtener el “Sí”.
El país terminó metido en este vericueto porque las Farc tienen una desconfianza absoluta en el sistema político –algo contradictorio con su decisión de reincorporarse a la vida civil– y porque los funcionarios del gobierno consideraron necesario abundar en previsiones frente a las dudas de la comunidad justiciera internacional. Lo único cierto es que no existen blindajes jurídicos y que tal idea proviene del talante barroco y legalista que perdura entre nosotros. (Nadie ha caído en cuenta que la palabra blindaje muestra cómo el léxico militar sigue impregnando nuestra vida.)
Las únicas garantías ciertas provienen del ejercicio de la política. Para empezar, es importante un acuerdo con la oposición. Santos le mandó una carta a Uribe el pasado 10 de julio que no tiene respaldo en una línea de conducta y Uribe se ha olvidado del largo plazo, en contra de consejos como el de Plinio Mendoza de que se concentre en el 2018 (“Hay que doblar la página”, El Tiempo, 30.06.16). Pero lo crucial es que el próximo presidente, y la sociedad toda, muestren un compromiso serio con las implicaciones del acuerdo de La Habana.
El Colombiano, 31 de julio
Para hacerlo, la Corte ignoró las normas constitucionales que dicen que el Presidente es Jefe del Estado y que le asigna las decisiones sobre la guerra y la paz. Si las hubiera atendido el plebiscito habría muerto o se habría reducido a una consulta no vinculante, despojándolo de todo interés y toda tensión, y condenándolo a ser un ejercicio inocuo. Prefirió resaltar el principio de la división de poderes y con ello les dio espacio y tiempo a los partidos políticos, y se los dio a sí misma, para seguir interviniendo en el futuro sobre el curso de la implementación de los acuerdos.
Concentró toda la responsabilidad por el acuerdo en el Ejecutivo, no solo en el presidente Santos sino en sus sucesores: “El Gobierno Nacional, con independencia de quien sea el mandatario, ejerce un poder cuyo único titular es el pueblo; por tanto, debe atenerse a lo resuelto en la consulta plebiscitaria”, dijo la Presidente de la Corte (“Sea cual sea el gobierno, debe acatar mandato del plebiscito”, El Tiempo, 24.07.16). Un enredo, pues los ciudadanos también elegirán al próximo presidente y, probablemente, con más votos que el que puede obtener el “Sí”.
El país terminó metido en este vericueto porque las Farc tienen una desconfianza absoluta en el sistema político –algo contradictorio con su decisión de reincorporarse a la vida civil– y porque los funcionarios del gobierno consideraron necesario abundar en previsiones frente a las dudas de la comunidad justiciera internacional. Lo único cierto es que no existen blindajes jurídicos y que tal idea proviene del talante barroco y legalista que perdura entre nosotros. (Nadie ha caído en cuenta que la palabra blindaje muestra cómo el léxico militar sigue impregnando nuestra vida.)
Las únicas garantías ciertas provienen del ejercicio de la política. Para empezar, es importante un acuerdo con la oposición. Santos le mandó una carta a Uribe el pasado 10 de julio que no tiene respaldo en una línea de conducta y Uribe se ha olvidado del largo plazo, en contra de consejos como el de Plinio Mendoza de que se concentre en el 2018 (“Hay que doblar la página”, El Tiempo, 30.06.16). Pero lo crucial es que el próximo presidente, y la sociedad toda, muestren un compromiso serio con las implicaciones del acuerdo de La Habana.
El Colombiano, 31 de julio
miércoles, 27 de julio de 2016
El Tiempo no sabe donde queda Marquetalia
El periódico El Tiempo lanzó hoy (27.07.16) un desafío a los lectores: "¿Cuáles de estas reconocidas regiones podría ubicar?". Se tomaron su tiempo; se trata de un mapa interactivo que describe someramente seis regiones del país, todas vinculadas con el conflicto armado y con las Farc. Y cometieron un error muy común, confundir a Marquetalia (el municipio de Caldas) con Marquetalia (el lugar fundacional de las Farc).
El caso es que la Marquetalia de las Farc no existe ni en la cartografía del Agustín Codazzi ni en Google Maps; no la puede encontrar ningún explorador de la National Geographic. Las crónicas guerrilleras y las leyendas de los testamentarios del comunismo armado, como Arturo Álape, la ubican en alguna finca de Gaitania, un corregimiento del municipio de Planadas, Tolima, cerca del río Atá.
La Marquetalia de las Farc no tiene realidad geográfica; es un mito fundacional. Tal y como son la figura de Manuel Marulanda Vélez (que tampoco se llamaba así) y gran parte de la historia de esa guerrilla. El juego didáctico de El Tiempo desnuda un fallo en la matrix colombiana: que los mediadores de ideas en Colombia han adoptado -sin crítica ni digestión- los relatos guerrilleros.
El caso es que la Marquetalia de las Farc no existe ni en la cartografía del Agustín Codazzi ni en Google Maps; no la puede encontrar ningún explorador de la National Geographic. Las crónicas guerrilleras y las leyendas de los testamentarios del comunismo armado, como Arturo Álape, la ubican en alguna finca de Gaitania, un corregimiento del municipio de Planadas, Tolima, cerca del río Atá.
La Marquetalia de las Farc no tiene realidad geográfica; es un mito fundacional. Tal y como son la figura de Manuel Marulanda Vélez (que tampoco se llamaba así) y gran parte de la historia de esa guerrilla. El juego didáctico de El Tiempo desnuda un fallo en la matrix colombiana: que los mediadores de ideas en Colombia han adoptado -sin crítica ni digestión- los relatos guerrilleros.
domingo, 24 de julio de 2016
Los gritos del silencio
En 1985 se proyectó en las salas de cine “Los gritos del silencio”, película que relata el genocidio que el gobierno camboyano de Pol Pot produjo en sus primeros tres años contra su pueblo. Cuando la vimos, ya Vietnam había invadido a Kampuchea, había cambiado el régimen y estaba reconstruyendo su frontera norte devastada tras una incursión china. Una guerra a tres bandas entre Estados comunistas. La película la dirigió Roland Joffé y se basaba en un reportaje del periodista estadunidense Sydney Schanberg, quien acaba de morir.
En Camboya fueron asesinados 1.4 millones de personas, lo que representaba el 20% de la población. En este caso la palabra genocidio no es un abuso. Por los mismos años, el régimen chino admitió los excesos de la revolución cultural de finales de la década de 1960 con más tibieza de la que suponía la gran reforma de “las cuatro modernizaciones”. La cortina de bambú se estremeció con menos ruido que la de hierro. El sindicato Solidaridad planteó un reto insoluble para los comunistas polacos y las denuncias de Alexander Solzhenitsyn en “Archipiélago Gulag” (1974) se habían esparcido por todo Occidente. Aun así, muchos políticos e intelectuales desestimaron estos hechos y se sintieron sorprendidos con la caída del Muro de Berlín (1989).
Latinoamérica marchó a contrapelo del mundo y vivió una oleada guerrillera que pretendía alcanzar lo que los europeos del Este y los habitantes del Extremo Oriente estaban repudiando. La gran mayoría de la izquierda latinoamericana, y en ella gentes como Cortázar y García Márquez, pensaba y actuaba como si el socialismo fueran los bellos textos escritos en el siglo XIX y no los crímenes masivos y continuos cometidos en el XX. Y aquí pasaban cosas: el M-19 asaltó el Palacio de Justicia y las Farc se lanzaron al secuestro masivo y se anudaron a la empresa del narcotráfico.
Todo el mundo sabe las consecuencias de estos cambios. Fueron tan dramáticos que el historiador Eric Hobsbawm declaró que con ellos podía darse por terminada la centuria. Esta vez, América Latina se alineó con el mundo: nicaragüenses, salvadoreños, guatemaltecos, peruanos, de distintos modos hicieron un viraje. Casi todos los colombianos, con los procesos de paz de 1989-1994 y el acto constituyente que acaba de cumplir un cuarto de siglo. Casi todos, menos las Farc y el Eln. Casi todos, menos importantes sectores civiles que conservan sus muros mentales y con ellos amenazan con perpetuar, aún más, el derramamiento de sangre en el país.
La justicia transicional que viene permitirá oír el silencio sobre las atrocidades de las Farc, solo ellos pueden perder en ese trance. Los militares y muchos civiles ya han abonado mucho. Cuando se escuche ese silencio, será factible la desmovilización espiritual de los excombatientes y de quienes –entre insensatez y arrogancia– preservan los esquemas mentales del fratricidio.
El Colombiano, 24 de julio
En Camboya fueron asesinados 1.4 millones de personas, lo que representaba el 20% de la población. En este caso la palabra genocidio no es un abuso. Por los mismos años, el régimen chino admitió los excesos de la revolución cultural de finales de la década de 1960 con más tibieza de la que suponía la gran reforma de “las cuatro modernizaciones”. La cortina de bambú se estremeció con menos ruido que la de hierro. El sindicato Solidaridad planteó un reto insoluble para los comunistas polacos y las denuncias de Alexander Solzhenitsyn en “Archipiélago Gulag” (1974) se habían esparcido por todo Occidente. Aun así, muchos políticos e intelectuales desestimaron estos hechos y se sintieron sorprendidos con la caída del Muro de Berlín (1989).
Latinoamérica marchó a contrapelo del mundo y vivió una oleada guerrillera que pretendía alcanzar lo que los europeos del Este y los habitantes del Extremo Oriente estaban repudiando. La gran mayoría de la izquierda latinoamericana, y en ella gentes como Cortázar y García Márquez, pensaba y actuaba como si el socialismo fueran los bellos textos escritos en el siglo XIX y no los crímenes masivos y continuos cometidos en el XX. Y aquí pasaban cosas: el M-19 asaltó el Palacio de Justicia y las Farc se lanzaron al secuestro masivo y se anudaron a la empresa del narcotráfico.
Todo el mundo sabe las consecuencias de estos cambios. Fueron tan dramáticos que el historiador Eric Hobsbawm declaró que con ellos podía darse por terminada la centuria. Esta vez, América Latina se alineó con el mundo: nicaragüenses, salvadoreños, guatemaltecos, peruanos, de distintos modos hicieron un viraje. Casi todos los colombianos, con los procesos de paz de 1989-1994 y el acto constituyente que acaba de cumplir un cuarto de siglo. Casi todos, menos las Farc y el Eln. Casi todos, menos importantes sectores civiles que conservan sus muros mentales y con ellos amenazan con perpetuar, aún más, el derramamiento de sangre en el país.
La justicia transicional que viene permitirá oír el silencio sobre las atrocidades de las Farc, solo ellos pueden perder en ese trance. Los militares y muchos civiles ya han abonado mucho. Cuando se escuche ese silencio, será factible la desmovilización espiritual de los excombatientes y de quienes –entre insensatez y arrogancia– preservan los esquemas mentales del fratricidio.
El Colombiano, 24 de julio
lunes, 18 de julio de 2016
Un paro
En el país de las confusiones, los empresarios del trasporte de carga se asumen como movimiento social y el sabotaje en las carreteras como protesta o paro. Dan lo mismo los indígenas que bloquean la carretera panamericana por un problema de tierras con palos y piedras, que los señores que atraviesan fierros que cuestan varias decenas de millones de pesos para evitar que circulen las mercancías por las carreteras colombianas. Los resentidos de gran ciudad creen que los únicos perjudicados son los industriales y, por ello, se desentienden del asunto o le simpatizan en secreto.
Hace más de tres décadas Jesús Antonio Bejarano (1946-1999) –quien sigue haciendo falta después de haber sido asesinado por las Farc– intentó introducir en Colombia el debate sobre los grupos de presión, mostrando las diferencias entre estos y los sindicatos. El tema, que yo sepa, sigue casi virgen. Los estudios sobre movimientos sociales son marginales en el país y, en cualquier caso, carecemos de una teorización que nos permita analizar, tipificar y clasificar las distintas formas de organización social y desobediencia a la autoridad. Se trata de un daño colateral del ocaso de la sociología en Colombia. Y eso que Andrés Oppenheimer vino a proponernos acabar con las humanidades y las artes (“América Latina necesita menos poetas y más técnicos y científicos”, El Tiempo, 03.07.16).
No creo que se necesite mucha tinta ni mucho seso para entender las diferencias entre una organización social y un gremio. Los gremios son asociaciones de empresarios y a esa categoría pertenece la Asociación Colombiana de Camioneros, en cuya razón social debe entenderse que no es camionero el conductor sino el dueño que lo es, usualmente, de varios vehículos. También hay que ver qué es un paro. Siempre la literatura clásica sobre movimientos sociales entendió que los ceses de actividades eran acciones voluntarias. Pero lo que vemos en las carreteras colombianas tiene poco de eso, pues gran parte del paro es forzoso. Se parece más a una actividad de sabotaje.
La última confusión es evaluativa. En el país pasamos del extremo de considerar que toda protesta era subversiva y lesiva para el Estado de derecho a creer que toda protesta es legítima. Se trata de un sofisma. No toda protesta es legítima. Hay que evaluar sus propósitos y motivaciones, los medios a través de los cuales se desarrolla y las consecuencias que tiene respecto del interés público, que por definición es superior a cualquier interés sectorial. Sin mirar los objetivos de los trasportadores, está claro que los medios que están usando son violentos y que están afectando a la población de los municipios más pobres que se están quedando sin provisiones.
Queda el gobierno que instauró la idea de que todas las relaciones y los conflictos sociales del país se resuelven con plata o con promesas de plata. ¡Mercader!
El Colombiano, 17 de julio.
Hace más de tres décadas Jesús Antonio Bejarano (1946-1999) –quien sigue haciendo falta después de haber sido asesinado por las Farc– intentó introducir en Colombia el debate sobre los grupos de presión, mostrando las diferencias entre estos y los sindicatos. El tema, que yo sepa, sigue casi virgen. Los estudios sobre movimientos sociales son marginales en el país y, en cualquier caso, carecemos de una teorización que nos permita analizar, tipificar y clasificar las distintas formas de organización social y desobediencia a la autoridad. Se trata de un daño colateral del ocaso de la sociología en Colombia. Y eso que Andrés Oppenheimer vino a proponernos acabar con las humanidades y las artes (“América Latina necesita menos poetas y más técnicos y científicos”, El Tiempo, 03.07.16).
No creo que se necesite mucha tinta ni mucho seso para entender las diferencias entre una organización social y un gremio. Los gremios son asociaciones de empresarios y a esa categoría pertenece la Asociación Colombiana de Camioneros, en cuya razón social debe entenderse que no es camionero el conductor sino el dueño que lo es, usualmente, de varios vehículos. También hay que ver qué es un paro. Siempre la literatura clásica sobre movimientos sociales entendió que los ceses de actividades eran acciones voluntarias. Pero lo que vemos en las carreteras colombianas tiene poco de eso, pues gran parte del paro es forzoso. Se parece más a una actividad de sabotaje.
La última confusión es evaluativa. En el país pasamos del extremo de considerar que toda protesta era subversiva y lesiva para el Estado de derecho a creer que toda protesta es legítima. Se trata de un sofisma. No toda protesta es legítima. Hay que evaluar sus propósitos y motivaciones, los medios a través de los cuales se desarrolla y las consecuencias que tiene respecto del interés público, que por definición es superior a cualquier interés sectorial. Sin mirar los objetivos de los trasportadores, está claro que los medios que están usando son violentos y que están afectando a la población de los municipios más pobres que se están quedando sin provisiones.
Queda el gobierno que instauró la idea de que todas las relaciones y los conflictos sociales del país se resuelven con plata o con promesas de plata. ¡Mercader!
El Colombiano, 17 de julio.
miércoles, 13 de julio de 2016
Steiner sobre Ali
El señor Mohammed Ali era también un fenómeno estético. Era como un dios griego. Homero habría entendido a la perfección a Mohammed Ali.
George Steiner
En George Steiner: “Estamos matando los sueños de nuestros niños”, El País, 1 de julio de 2016
George Steiner
En George Steiner: “Estamos matando los sueños de nuestros niños”, El País, 1 de julio de 2016
lunes, 11 de julio de 2016
Matar al mensajero
Dijo Sófocles, en Antígona, que “nadie ama al mensajero que trae malas noticias”. Mi experiencia en la Colombia del tercer milenio es casi por completo la contraria: nadie ama al portador de buenas noticias. Uno de mis maestros –el padre Carlos Alberto Calderón– solía hablar de realismo esperanzado. Una calificación afortunada para una ubicación en el mundo como la que pensaran Hume o Kant.
De este modo, el analista social puede encontrar en la realidad las preguntas y las dificultades, pero también las posibilidades y las palancas para moverla. Tal consejo ayuda a mantener la ponderación, a mostrar matices y apartarse de los peligros que suscita la certeza. En palabras bastas, ayuda a ver siempre el vaso medio lleno, que es como suele estar con las excepciones muy raras de calamidades o bendiciones. No siempre cae maná del cielo pero tampoco hay un diluvio universal.
Sin embargo, una de las reacciones más comunes en mis auditorios es de incomodidad y molestia. En mis temas de investigación, por ejemplo, cuando sostengo que Medellín vive su mejor situación de seguridad en 30 años o que todos los procesos de desmovilización en Colombia tuvieron resultados positivos –incluyendo el de los paramilitares. Al tipo de gente que acude a los auditorios académicos le disgusta que le digan que hay cosas que funcionan bien. Parece que la supersticiosa costumbre antigua de matar al mensajero de malas nuevas hubiera sido sustituida por la de detestar a quien muestra el lado amable del mundo. No es raro que en los campus se confunda la crítica con el denuesto.
Ello tal vez devele uno de los rasgos sociales más pronunciados de la sociedad colombiana, el de la desconfianza, la suspicacia que lleva a ver a cada congénere como amenaza y cada acto como velo de segundas intenciones. Pocas conductas hay tan irracionales y perjudiciales para la vida social. No hay cooperación posible si no se confía mínimamente en el otro, ni conversación viable cuando se presumen razones distintas a las que se escuchan.
Dice uno de los protagonistas de la última novela de Amos Oz: “El recelo, al igual, que el ácido, corroe el recipiente que lo contiene y devora al receloso mismo: protegerse día y noche de todo el género humano, estar tramando sin cesar cómo escapar de las intrigas y cómo evitar las conspiraciones y qué treta utilizar para olisquear de lejos una red tendida a sus pies, todo eso causa por fuerza daños irreparables, y esas cosas son las que dejan al hombre fuera del mundo” (Judas, Siruela, 2015).
El receloso, suspicaz, desconfiado, no ayuda y tampoco se ayuda. Causa daños irreparables, dice el escritor israelí, a los demás y a sí mismo. No tiene nada que ver con el escéptico, ni con el crítico, ni con el irónico.
El Colombiano, 10 de julio
De este modo, el analista social puede encontrar en la realidad las preguntas y las dificultades, pero también las posibilidades y las palancas para moverla. Tal consejo ayuda a mantener la ponderación, a mostrar matices y apartarse de los peligros que suscita la certeza. En palabras bastas, ayuda a ver siempre el vaso medio lleno, que es como suele estar con las excepciones muy raras de calamidades o bendiciones. No siempre cae maná del cielo pero tampoco hay un diluvio universal.
Sin embargo, una de las reacciones más comunes en mis auditorios es de incomodidad y molestia. En mis temas de investigación, por ejemplo, cuando sostengo que Medellín vive su mejor situación de seguridad en 30 años o que todos los procesos de desmovilización en Colombia tuvieron resultados positivos –incluyendo el de los paramilitares. Al tipo de gente que acude a los auditorios académicos le disgusta que le digan que hay cosas que funcionan bien. Parece que la supersticiosa costumbre antigua de matar al mensajero de malas nuevas hubiera sido sustituida por la de detestar a quien muestra el lado amable del mundo. No es raro que en los campus se confunda la crítica con el denuesto.
Ello tal vez devele uno de los rasgos sociales más pronunciados de la sociedad colombiana, el de la desconfianza, la suspicacia que lleva a ver a cada congénere como amenaza y cada acto como velo de segundas intenciones. Pocas conductas hay tan irracionales y perjudiciales para la vida social. No hay cooperación posible si no se confía mínimamente en el otro, ni conversación viable cuando se presumen razones distintas a las que se escuchan.
Dice uno de los protagonistas de la última novela de Amos Oz: “El recelo, al igual, que el ácido, corroe el recipiente que lo contiene y devora al receloso mismo: protegerse día y noche de todo el género humano, estar tramando sin cesar cómo escapar de las intrigas y cómo evitar las conspiraciones y qué treta utilizar para olisquear de lejos una red tendida a sus pies, todo eso causa por fuerza daños irreparables, y esas cosas son las que dejan al hombre fuera del mundo” (Judas, Siruela, 2015).
El receloso, suspicaz, desconfiado, no ayuda y tampoco se ayuda. Causa daños irreparables, dice el escritor israelí, a los demás y a sí mismo. No tiene nada que ver con el escéptico, ni con el crítico, ni con el irónico.
El Colombiano, 10 de julio
jueves, 7 de julio de 2016
Carta de docentes universitarios sobre el proceso de paz
Quienes firmamos esta carta apoyamos los esfuerzos realizados para encontrar una solución negociada al conflicto armado. Creemos que continuar la confrontación a cualquier precio causará muchas más heridas y ahondará las que ya han causado los intervinientes. Además, impedirá que la sociedad colombiana desarrolle las habilidades necesarias para enfrentar los desafíos asociados a los cambios del entorno global y al gravísimo deterioro del medio ambiente natural.
Dicho esto, no creemos que la paz deba procurarse comprometiendo otros valores fundamentales como la justicia y la democracia. Antes bien, estamos convencidos de que es posible alcanzar una solución pacífica del conflicto armado que realice, en la medida de lo posible, esos valores fundamentales. Cualquier otra actitud conduciría a la negación del valor de la vida misma, como parece ser la disposición de quienes se apegan al viejo adagio latino Fiat justitia, et pereat mundus (Que se haga justicia, aunque el mundo perezca).
En este orden de ideas, en primer lugar, exhortamos al ELN para que le ponga fin a la realización de secuestros y para que libere a todos los rehenes que tenga en su poder. Los secuestros son una violación al derecho internacional humanitario (DIH) y un obstáculo al inicio de las negociaciones de paz con el Gobierno nacional. Esperamos que esta organización guerrillera dé muestras de buena voluntad, que motiven a la sociedad colombiana a apoyar esas negociaciones.
En segundo lugar, exhortamos a las FARC a que le pongan fin a la extorsión y a la intimidación que continúan ejerciendo en muchos lugares del país. Actos de ese tipo también son una violación al DIH, que erosionan la confianza en el proceso de paz. Deploramos, además, su actitud reticente en lo que concierne al reconocimiento del enorme sufrimiento que esta organización ha causado en la sociedad colombiana. Con esa actitud, las FARC añaden insulto a la herida que sigue abierta en el corazón de muchísimos colombianos. Cuanto antes, queremos ver de su parte gestos claros de admisión de responsabilidad por hechos que no se pueden excusar alegando la violencia ejercida por los demás intervinientes en el conflicto armado. Los miembros de las FARC, así como todos los demás victimarios, tienen el deber histórico de asumir la responsabilidad individual que les corresponda, pedir perdón a sus víctimas y contribuir a la reparación del daño causado por sus acciones.
En tercer lugar, consideramos equivocado equiparar los acuerdos de paz a un acuerdo humanitario especial y postular que dicho acuerdo hace parte del bloque de constitucionalidad. Somos conscientes de que la confianza entre las partes se solidificará mediante la garantía de que lo firmado no podrá ser modificado unilateralmente. Sin embargo, ese objetivo no se logrará mediante fórmulas jurídicas cuya idoneidad ha sido puesta en duda por varios expertos. De lo que no tenemos duda es de que la fórmula jurídica debe expresar una política de Estado, que no esté sujeta a los cambios de gobierno.
En cuarto lugar, requerimos del Estado colombiano diligencia para proteger a las personas que hoy reclaman la restitución de sus tierras y le pedimos que aclare cuanto antes la muerte de los líderes sociales asesinados durante el tiempo en que se han desarrollado las conversaciones de paz. Dado que la política agraria es uno de los ejes de los acuerdos de La Habana, proteger a los campesinos que fueron despojados de sus propiedades y que quieren regresar a ellas es crucial para que la paz sea una realidad.
La materialización de la paz es una tarea que, somos conscientes, desborda el ámbito de las negociaciones con los actores armados. Para que esa materialización sea efectiva, es necesario que el Gobierno nacional y la clase política le den una clara respuesta a clamores de la ciudadanía en temas tales como la inseguridad urbana, el pésimo servicio de salud, la desigualdad económica y el deterioro del medio ambiente. Por tanto, esperamos que Gobierno y Congreso logren formular una estrategia clara contra las nuevas formas de criminalidad en las ciudades, realizar una reforma a la salud que le ponga punto final a los abusos de los operadores privados, sacar adelante una reforma tributaria que castigue no a la clase media sino a los sectores que han expatriado sus capitales a paraísos fiscales, y también abandonar una particular idea de progreso, que hoy alimenta la destrucción de nuestras riquezas naturales.
En quinto lugar, vemos con enorme preocupación el llamado que ha hecho el expresidente Uribe a ejercer “resistencia civil” contra los acuerdos que el Gobierno nacional y las FARC negocian en La Habana. En el contexto de la retirada de los miembros del Centro Democrático de las sesiones del Congreso, ese término evoca formas de oposición extrainstitucionales, que van en contravía del compromiso que tienen todos los partidos políticos de actuar dentro del marco de la Constitución y de la ley. Por tanto, instamos a los miembros del Centro Democrático a que regresen al Congreso. A éste y a todos los demás partidos les demandamos apelar a la razón y no a emociones primarias cuando debatan sus tesis en el foro parlamentario, así como en todos los demás espacios de discusión. A los medios de comunicación les pedimos que ejerzan su función de manera imparcial y responsable, de forma que la disputa de las ideas no se convierta en la ocasión de un enfrentamiento cruento entre los colombianos.
Finalmente, le hacemos un llamado a todos los ciudadanos a que pongan su grano de arena en la construcción de un país diferente, con paz, justicia y democracia. Cada uno de nosotros tiene una gran responsabilidad en este proceso de construcción. Esa responsabilidad comienza con la renuncia al ejercicio de la violencia y la superación de la intolerancia, y precisa de la disposición para dialogar, especialmente con aquellos con quienes tenemos desacuerdos. Honrando el cumplimiento de esta responsabilidad, podremos construir un país donde quepamos todos.
Santiago Arango Muñoz, Universidad de Antioquia - Olga Arcila Villa, Universidad del Rosario - Luz Stella Cadavid Rodriguez, Universidad Nacional - Melba Libia Cárdenas Beltrán, Universidad Nacional - Vicente Duran Casas S.J., Universidad Javeriana - Francisco Cortés Rodas, Universidad de Antioquia - Irma Alicia Flores Hinojos, Universidad de los Andes - Iván Garzón Vallejo, Universidad de la Sabana - Jorge Giraldo Ramírez, Universidad EAFIT - Juan Gabriel Gómez Albarello, Universidad Nacional - Luis Francisco Guerra Garcia, Universidad Santo Tomás - Carola Hernandez Hernandez, Universidad de los Andes -
David Andres Jiménez, Universidad Santo Tomás - Edna Patricia López Pérez, Universidad Pedagógica Nacional - Alexander Emilio Madrigal Garzón, Universidad Nacional - David Santiago Mesa Díez, Universidad de Antioquia - Giovanni Molano Cruz, Universidad Nacional - Ana Maria Ospina Bozzi, Universidad Nacional - Carlos Alberto Patiño Villa, Universidad Nacional - Isaías Peña Gutiérrez, Universidad Central - Jairo Alexis Rodríguez Lopez, Universidad Nacional - Sonia Marsela Rojas Campos, Universidad Central - Nydia Milena Saavedra Mesa, Universidad Nacional - Ruben Ignacio Sanchez David, Universidad del Rosario - Doris Adriana Santos Caicedo, Universidad Nacional - Mauricio Uribe López, Universidad EAFIT - Diego Alejandro Torres Galindo, Universidad Nacional
Dicho esto, no creemos que la paz deba procurarse comprometiendo otros valores fundamentales como la justicia y la democracia. Antes bien, estamos convencidos de que es posible alcanzar una solución pacífica del conflicto armado que realice, en la medida de lo posible, esos valores fundamentales. Cualquier otra actitud conduciría a la negación del valor de la vida misma, como parece ser la disposición de quienes se apegan al viejo adagio latino Fiat justitia, et pereat mundus (Que se haga justicia, aunque el mundo perezca).
En este orden de ideas, en primer lugar, exhortamos al ELN para que le ponga fin a la realización de secuestros y para que libere a todos los rehenes que tenga en su poder. Los secuestros son una violación al derecho internacional humanitario (DIH) y un obstáculo al inicio de las negociaciones de paz con el Gobierno nacional. Esperamos que esta organización guerrillera dé muestras de buena voluntad, que motiven a la sociedad colombiana a apoyar esas negociaciones.
En segundo lugar, exhortamos a las FARC a que le pongan fin a la extorsión y a la intimidación que continúan ejerciendo en muchos lugares del país. Actos de ese tipo también son una violación al DIH, que erosionan la confianza en el proceso de paz. Deploramos, además, su actitud reticente en lo que concierne al reconocimiento del enorme sufrimiento que esta organización ha causado en la sociedad colombiana. Con esa actitud, las FARC añaden insulto a la herida que sigue abierta en el corazón de muchísimos colombianos. Cuanto antes, queremos ver de su parte gestos claros de admisión de responsabilidad por hechos que no se pueden excusar alegando la violencia ejercida por los demás intervinientes en el conflicto armado. Los miembros de las FARC, así como todos los demás victimarios, tienen el deber histórico de asumir la responsabilidad individual que les corresponda, pedir perdón a sus víctimas y contribuir a la reparación del daño causado por sus acciones.
En tercer lugar, consideramos equivocado equiparar los acuerdos de paz a un acuerdo humanitario especial y postular que dicho acuerdo hace parte del bloque de constitucionalidad. Somos conscientes de que la confianza entre las partes se solidificará mediante la garantía de que lo firmado no podrá ser modificado unilateralmente. Sin embargo, ese objetivo no se logrará mediante fórmulas jurídicas cuya idoneidad ha sido puesta en duda por varios expertos. De lo que no tenemos duda es de que la fórmula jurídica debe expresar una política de Estado, que no esté sujeta a los cambios de gobierno.
En cuarto lugar, requerimos del Estado colombiano diligencia para proteger a las personas que hoy reclaman la restitución de sus tierras y le pedimos que aclare cuanto antes la muerte de los líderes sociales asesinados durante el tiempo en que se han desarrollado las conversaciones de paz. Dado que la política agraria es uno de los ejes de los acuerdos de La Habana, proteger a los campesinos que fueron despojados de sus propiedades y que quieren regresar a ellas es crucial para que la paz sea una realidad.
La materialización de la paz es una tarea que, somos conscientes, desborda el ámbito de las negociaciones con los actores armados. Para que esa materialización sea efectiva, es necesario que el Gobierno nacional y la clase política le den una clara respuesta a clamores de la ciudadanía en temas tales como la inseguridad urbana, el pésimo servicio de salud, la desigualdad económica y el deterioro del medio ambiente. Por tanto, esperamos que Gobierno y Congreso logren formular una estrategia clara contra las nuevas formas de criminalidad en las ciudades, realizar una reforma a la salud que le ponga punto final a los abusos de los operadores privados, sacar adelante una reforma tributaria que castigue no a la clase media sino a los sectores que han expatriado sus capitales a paraísos fiscales, y también abandonar una particular idea de progreso, que hoy alimenta la destrucción de nuestras riquezas naturales.
En quinto lugar, vemos con enorme preocupación el llamado que ha hecho el expresidente Uribe a ejercer “resistencia civil” contra los acuerdos que el Gobierno nacional y las FARC negocian en La Habana. En el contexto de la retirada de los miembros del Centro Democrático de las sesiones del Congreso, ese término evoca formas de oposición extrainstitucionales, que van en contravía del compromiso que tienen todos los partidos políticos de actuar dentro del marco de la Constitución y de la ley. Por tanto, instamos a los miembros del Centro Democrático a que regresen al Congreso. A éste y a todos los demás partidos les demandamos apelar a la razón y no a emociones primarias cuando debatan sus tesis en el foro parlamentario, así como en todos los demás espacios de discusión. A los medios de comunicación les pedimos que ejerzan su función de manera imparcial y responsable, de forma que la disputa de las ideas no se convierta en la ocasión de un enfrentamiento cruento entre los colombianos.
Finalmente, le hacemos un llamado a todos los ciudadanos a que pongan su grano de arena en la construcción de un país diferente, con paz, justicia y democracia. Cada uno de nosotros tiene una gran responsabilidad en este proceso de construcción. Esa responsabilidad comienza con la renuncia al ejercicio de la violencia y la superación de la intolerancia, y precisa de la disposición para dialogar, especialmente con aquellos con quienes tenemos desacuerdos. Honrando el cumplimiento de esta responsabilidad, podremos construir un país donde quepamos todos.
Santiago Arango Muñoz, Universidad de Antioquia - Olga Arcila Villa, Universidad del Rosario - Luz Stella Cadavid Rodriguez, Universidad Nacional - Melba Libia Cárdenas Beltrán, Universidad Nacional - Vicente Duran Casas S.J., Universidad Javeriana - Francisco Cortés Rodas, Universidad de Antioquia - Irma Alicia Flores Hinojos, Universidad de los Andes - Iván Garzón Vallejo, Universidad de la Sabana - Jorge Giraldo Ramírez, Universidad EAFIT - Juan Gabriel Gómez Albarello, Universidad Nacional - Luis Francisco Guerra Garcia, Universidad Santo Tomás - Carola Hernandez Hernandez, Universidad de los Andes -
David Andres Jiménez, Universidad Santo Tomás - Edna Patricia López Pérez, Universidad Pedagógica Nacional - Alexander Emilio Madrigal Garzón, Universidad Nacional - David Santiago Mesa Díez, Universidad de Antioquia - Giovanni Molano Cruz, Universidad Nacional - Ana Maria Ospina Bozzi, Universidad Nacional - Carlos Alberto Patiño Villa, Universidad Nacional - Isaías Peña Gutiérrez, Universidad Central - Jairo Alexis Rodríguez Lopez, Universidad Nacional - Sonia Marsela Rojas Campos, Universidad Central - Nydia Milena Saavedra Mesa, Universidad Nacional - Ruben Ignacio Sanchez David, Universidad del Rosario - Doris Adriana Santos Caicedo, Universidad Nacional - Mauricio Uribe López, Universidad EAFIT - Diego Alejandro Torres Galindo, Universidad Nacional
lunes, 4 de julio de 2016
No y qué
El referendo para decidir la permanencia o no de Gran Bretaña en la Unión Europea ha puesto de presente varias cosas. Que un puñado de demagogos puede obnubilar a una mayoría de la población. Que en un ambiente de alta emocionalidad, mucha gente –como en las fiestas– puede hacer lo que en el resto de sus días no haría. Que Aristóteles sigue teniendo razón al temerles a las mayorías ocasionales que pueden borrar de un plumazo la obra de las mayorías estables del pasado. Que las aventuras son costosas.
Por esa razón hace varios años (“Consejos al margen de la mesa”, El Colombiano, 12.09.12) me opuse a que hubiera injerencias externas en una negociación en la que el gobierno era el representante de la sociedad colombiana. El argumento era elemental: el Presidente de la República goza de una investidura legítima y –aquí y en Cafarnaúm– los jefes de estado deciden sobre la guerra y la paz. ¿Necesitó Álvaro Uribe un referendo para establecer la seguridad democrática, tan necesaria y costosa como este acuerdo?
La desconfianza de las Farc en el resto del país nos ha llevado a un esquema kafkiano de supuestos blindajes que incluyen el referendo. De allí el pulso inaudito que se viene entre el sí y el no. Inaudito porque, como dijo san Agustín, nadie está en contra de la paz. Nadie con dos dedos de frente y un gramo de conciencia. Por eso, los despuntes de un partido del no se tienen que hacer con sofismas, prejuicios y rabias. Pero, aun así, eso no basta. Porque en la vida pública no es suficiente con decir que no.
Los filósofos españoles Victoria Camps y Salvador Giner afirman que decir no es una virtud cívica (Manual de civismo, Ariel, 2014), pero ese decir no siempre debe entrañar una propuesta. En Gandhi, la independencia del país; en King, los derechos civiles de los negros. Pero en el caso colombiano no hay propuesta, ni –creo yo– probabilidades de una. Y para un líder y un partido políticos, salir a la escena pública sin alternativas viables de acción es una irresponsabilidad.
Los acuerdos de La Habana no se pueden congelar con un no. A estas alturas, es bueno que se tenga en mente que los acuerdos no son solo esas 140 páginas que han torturado los negociadores. Alrededor de ellos se han venido tejiendo redes de relaciones, discusiones, consensos, instituciones, en el país y en el mundo. La única oferta es volver al pasado, cosa imposible, y barajar de nuevo puede ser muy costoso. Desbaratar esto puede ser tan complejo como para Reino Unido salirse de la Unión Europea. No sé si Boris Johnson se dará cuenta de lo estúpido que suena cuando pretende que no ha pasado nada (mientras la economía tambalea y el Estado amenaza colapsar).
El Colombiano, 3 de julio
Por esa razón hace varios años (“Consejos al margen de la mesa”, El Colombiano, 12.09.12) me opuse a que hubiera injerencias externas en una negociación en la que el gobierno era el representante de la sociedad colombiana. El argumento era elemental: el Presidente de la República goza de una investidura legítima y –aquí y en Cafarnaúm– los jefes de estado deciden sobre la guerra y la paz. ¿Necesitó Álvaro Uribe un referendo para establecer la seguridad democrática, tan necesaria y costosa como este acuerdo?
La desconfianza de las Farc en el resto del país nos ha llevado a un esquema kafkiano de supuestos blindajes que incluyen el referendo. De allí el pulso inaudito que se viene entre el sí y el no. Inaudito porque, como dijo san Agustín, nadie está en contra de la paz. Nadie con dos dedos de frente y un gramo de conciencia. Por eso, los despuntes de un partido del no se tienen que hacer con sofismas, prejuicios y rabias. Pero, aun así, eso no basta. Porque en la vida pública no es suficiente con decir que no.
Los filósofos españoles Victoria Camps y Salvador Giner afirman que decir no es una virtud cívica (Manual de civismo, Ariel, 2014), pero ese decir no siempre debe entrañar una propuesta. En Gandhi, la independencia del país; en King, los derechos civiles de los negros. Pero en el caso colombiano no hay propuesta, ni –creo yo– probabilidades de una. Y para un líder y un partido políticos, salir a la escena pública sin alternativas viables de acción es una irresponsabilidad.
Los acuerdos de La Habana no se pueden congelar con un no. A estas alturas, es bueno que se tenga en mente que los acuerdos no son solo esas 140 páginas que han torturado los negociadores. Alrededor de ellos se han venido tejiendo redes de relaciones, discusiones, consensos, instituciones, en el país y en el mundo. La única oferta es volver al pasado, cosa imposible, y barajar de nuevo puede ser muy costoso. Desbaratar esto puede ser tan complejo como para Reino Unido salirse de la Unión Europea. No sé si Boris Johnson se dará cuenta de lo estúpido que suena cuando pretende que no ha pasado nada (mientras la economía tambalea y el Estado amenaza colapsar).
El Colombiano, 3 de julio
lunes, 27 de junio de 2016
Sexta bixiexta
Puesto que la parca anda haciendo ochas con las figuras del rock y se acaba de llevar al Más Grande de Todos los Tiempos, y el Real Madrid volvió a ganar la Champions, hay desastres en Ecuador y Canadá, masacres en Bruselas y Orlando, y vemos a los británicos cortarse una mano, a uno empieza a rondarlo la superstición del año bisiesto. Pero cuando se le baja a la adrenalina se descubren los triunfos pequeños, que son los decisivos en la evolución de la humanidad.
Los alemanes completaron un millón de refugiados recibidos, la investigación espacial y la genética mostraron enormes signos de avance, Obama fue a Cuba y a Vietnam y el acuerdo del Estado colombiano con las Farc entró en la recta final. En el lado delicioso de la vida, Radiohead sacó disco después de cinco años, renovamos la admiración por El Bosco a medio milenio de su muerte, el Leicester ganó la Premier y Cleveland la NBA… y nosotros.
No hay duda que en el ambiente había ansias de título, cosa muy rara en una afición que tiene por himno una pieza que dice “no necesito que estés arriba para quererte glorioso DIM”. Tiene dos explicaciones. La fundamental es que el Medellín fue robado y desmantelado empezando la segunda década de este milenio, y la recuperación que empezó hace tres años requería un respaldo deportivo. La menos importante, es que veníamos de dos finales perdidas en los últimos tres campeonatos.
El torneo nos hizo sufrir porque el técnico no pudo consolidar una formación hasta el final y porque le faltó paciencia con la hinchada. Al final, él, Leonel Álvarez, que desde 1984 es parte de la historia roja cumplió con la meta y renovó el cariño de la tribuna. Por supuesto, hay que hablar de jugadores que se montaron al pedestal. David González –al menos en el club– se puso a la altura de El Caimán Efraín Sánchez, y Mauricio Molina confirmó que esa camiseta es su segunda piel. Christian Marrugo, un peregrino de equipos, clavó su lanza en nuestros predios.
La hinchada es capítulo aparte. Siempre sorprende. En este caso, fue la tranquilidad. En tribunas y calles hubo una alegría calmada y sobria. La prensa registró, sorprendida, una celebración sin desorden ni violencia. Y eso que hubo pantallas gigantes en Carabobo norte, El Poblado y Laureles (punto para la alcaldía). Me quedo con la imagen de varios agentes del escuadrón antimotines en las afueras del estadios, sin casco, recostados en las paredes y bostezando del aburrimiento a las ocho y media de la noche.
Los bisiestos son como cualquier año y los acontecimientos, tristes o felices, son el resultado de procesos largos; la fecha del resultado es una contingencia. Bordaremos la sexta estrella en camisetas y banderas, y… volveremos, volveremos, volveremos otra vez.
El Colombiano, 26 de junio
Los alemanes completaron un millón de refugiados recibidos, la investigación espacial y la genética mostraron enormes signos de avance, Obama fue a Cuba y a Vietnam y el acuerdo del Estado colombiano con las Farc entró en la recta final. En el lado delicioso de la vida, Radiohead sacó disco después de cinco años, renovamos la admiración por El Bosco a medio milenio de su muerte, el Leicester ganó la Premier y Cleveland la NBA… y nosotros.
No hay duda que en el ambiente había ansias de título, cosa muy rara en una afición que tiene por himno una pieza que dice “no necesito que estés arriba para quererte glorioso DIM”. Tiene dos explicaciones. La fundamental es que el Medellín fue robado y desmantelado empezando la segunda década de este milenio, y la recuperación que empezó hace tres años requería un respaldo deportivo. La menos importante, es que veníamos de dos finales perdidas en los últimos tres campeonatos.
El torneo nos hizo sufrir porque el técnico no pudo consolidar una formación hasta el final y porque le faltó paciencia con la hinchada. Al final, él, Leonel Álvarez, que desde 1984 es parte de la historia roja cumplió con la meta y renovó el cariño de la tribuna. Por supuesto, hay que hablar de jugadores que se montaron al pedestal. David González –al menos en el club– se puso a la altura de El Caimán Efraín Sánchez, y Mauricio Molina confirmó que esa camiseta es su segunda piel. Christian Marrugo, un peregrino de equipos, clavó su lanza en nuestros predios.
La hinchada es capítulo aparte. Siempre sorprende. En este caso, fue la tranquilidad. En tribunas y calles hubo una alegría calmada y sobria. La prensa registró, sorprendida, una celebración sin desorden ni violencia. Y eso que hubo pantallas gigantes en Carabobo norte, El Poblado y Laureles (punto para la alcaldía). Me quedo con la imagen de varios agentes del escuadrón antimotines en las afueras del estadios, sin casco, recostados en las paredes y bostezando del aburrimiento a las ocho y media de la noche.
Los bisiestos son como cualquier año y los acontecimientos, tristes o felices, son el resultado de procesos largos; la fecha del resultado es una contingencia. Bordaremos la sexta estrella en camisetas y banderas, y… volveremos, volveremos, volveremos otra vez.
El Colombiano, 26 de junio
lunes, 20 de junio de 2016
Miedo a los acuerdos
El sociólogo Daniel Pécaut planteó en la Universidad Eafit (13 de mayo) que los colombianos tenemos una visión catastrofista de nuestra historia. Los mediadores intelectuales han contribuido a propalar esta historia simple y falsa. Tal vez eso explique por qué somos tierra fértil para los profetas del desastre. El planteamiento de Pécaut apareció en prensa bajo el rótulo “Reflexiones sobre el miedo a la paz” (El Tiempo, 08.06.16).
Buena parte de las razones de que el miedo exista radica en la dificultad para aclarar los factores que componen una situación personal o social y por la aversión a lo imprevisto. Parece plausible decir que el miedo es una de las barreras que impiden que sectores de la ciudadanía comprendan el sentido del acuerdo entre el Gobierno nacional y las Farc, aunque con seguridad hay otros no menos salvables, como la rabia o el odio. Por ahora, identifico tres miedos expresados.
El primero es el miedo al cambio. Este se expresa muy bien en la posición de un sector importante de los juristas colombianos, educados para pensar la normalidad y la estabilidad y muy poco sensibles a las coyunturas de cambio político. Figuras egregias del derecho rechazaron rupturas institucionales muy positivas para el país: Cayetano Betancur se opuso al pacto que dio origen al Frente Nacional y Carlos Gaviria Díaz se opuso a la convocatoria de la Constituyente de 1991. El segundo miedo es al futuro político. Finalmente alguien lo puso por escrito, es “el temor a que las Farc se conviertan en un factor de poder” (Saúl Hernández, “No es miedo a la paz”, El Tiempo, 13.06.16). El tercero es el miedo a que los “bárbaros” vengan a convivir con los “buenos”; el pánico propio de los momentos insólitos.
Los juristas que se equivocaron en los casos anteriores no tuvieron en cuenta el hallazgo de David Hume (1711-1776) de que cuando “el interés público sufre momentáneamente, a la postre se establece una amplia compensación en virtud de la firme continuidad de la ley y de la paz y el orden que se instauran en la sociedad” (Tratado sobre la naturaleza humana, III/II). A los ciudadanos que temen la reincorporación de las Farc se les olvida que Colombia ha tenido, en 25 años, nueve casos de desmovilización de grupos ilegales y que el más grande de ellos fue hace apenas diez años, con los grupos paramilitares que no eran precisamente mejores que las Farc.
El argumento del futuro político es extraño, puesto que la democracia y la libertad política presuponen la competencia por el favor ciudadano. La única manera de cerrar el futuro es con una dictadura. También resulta peculiar que la fuerza política más formidable de las últimas dos décadas –el uribismo– le tema a la rivalidad de un grupo marginal, con ideas caducas y antipáticas.
El Colombiano, 19 de junio
Buena parte de las razones de que el miedo exista radica en la dificultad para aclarar los factores que componen una situación personal o social y por la aversión a lo imprevisto. Parece plausible decir que el miedo es una de las barreras que impiden que sectores de la ciudadanía comprendan el sentido del acuerdo entre el Gobierno nacional y las Farc, aunque con seguridad hay otros no menos salvables, como la rabia o el odio. Por ahora, identifico tres miedos expresados.
El primero es el miedo al cambio. Este se expresa muy bien en la posición de un sector importante de los juristas colombianos, educados para pensar la normalidad y la estabilidad y muy poco sensibles a las coyunturas de cambio político. Figuras egregias del derecho rechazaron rupturas institucionales muy positivas para el país: Cayetano Betancur se opuso al pacto que dio origen al Frente Nacional y Carlos Gaviria Díaz se opuso a la convocatoria de la Constituyente de 1991. El segundo miedo es al futuro político. Finalmente alguien lo puso por escrito, es “el temor a que las Farc se conviertan en un factor de poder” (Saúl Hernández, “No es miedo a la paz”, El Tiempo, 13.06.16). El tercero es el miedo a que los “bárbaros” vengan a convivir con los “buenos”; el pánico propio de los momentos insólitos.
Los juristas que se equivocaron en los casos anteriores no tuvieron en cuenta el hallazgo de David Hume (1711-1776) de que cuando “el interés público sufre momentáneamente, a la postre se establece una amplia compensación en virtud de la firme continuidad de la ley y de la paz y el orden que se instauran en la sociedad” (Tratado sobre la naturaleza humana, III/II). A los ciudadanos que temen la reincorporación de las Farc se les olvida que Colombia ha tenido, en 25 años, nueve casos de desmovilización de grupos ilegales y que el más grande de ellos fue hace apenas diez años, con los grupos paramilitares que no eran precisamente mejores que las Farc.
El argumento del futuro político es extraño, puesto que la democracia y la libertad política presuponen la competencia por el favor ciudadano. La única manera de cerrar el futuro es con una dictadura. También resulta peculiar que la fuerza política más formidable de las últimas dos décadas –el uribismo– le tema a la rivalidad de un grupo marginal, con ideas caducas y antipáticas.
El Colombiano, 19 de junio
viernes, 17 de junio de 2016
Él, en cambio, era historia III
Por los días de aquella pelea en el Zaire –no sé si antes o después– entonó: “He luchado contra un aligátor, he forcejeado con una ballena, esposé el rayo y lancé el trueno a una jaula” . Su voz no siempre fue dulce. Como suele suceder fueron sus frases más ríspidas y crueles las que le dieron la vuelta al mundo y martirizaron los oídos de quienes no querían oír aquellas cosas. Que un negro fuera el más bello, el más grande, que un donnadie pudiera declararse libre de todo lazo. Todavía le dicen arrogante. Floyd Patterson, el primer boxeador de la máxima categoría que recobró el título, confesó que le costó entender que a quien le hablaba de ese modo era a sí mismo. Decir que era el más grande era una manera de convencerse de que tenía que ser el más grande. Y, si puedo hacerlo, no es jactancia, es solo la verdad, añadió Ali. Por supuesto, cuando la lengua es el músculo más poderoso del deportista más hábil de la historia se cometen errores.
Muhammad Ali se opuso a la guerra de Vietnam antes que Martin Luther King, predicó el ecumenismo con más convicción que Juan Pablo II, se anticipó dos décadas a la Unesco en el diálogo de civilizaciones. En el fragor de la rebelión global, y poco antes de morir, Bertrand Russell (1872-1970) –uno de los mayores portentos de la inteligencia del siglo XX– le escribió una carta en la que le decía: “usted es el símbolo de una fuerza que no pueden aniquilar, es decir, la conciencia de un pueblo entero resuelto a no seguir siendo diezmado y envilecido por el miedo y la opresión”. Ali nos inspiró el arte no dejarse golpear en la vida, de volar como una mariposa unas veces, soportar con estoicismo otras y picar cuando sea necesario.
La muerte íntima nos hace hiperbólicos. El periodista británico John Carlin, biógrafo de Nelson Mandela, comparó el carisma de Muhammad Ali con el de Aquiles o Napoleón . Más sencillo, aislado de cualquier conmoción, en plena madurez, Patterson –víctima de sus ataques contra el complejo de Tío Tom, de negro sumiso– sacó su conclusión: “Al final comprendí que yo no era más que un boxeador y que él, en cambio, era historia”
Muhammad Ali se opuso a la guerra de Vietnam antes que Martin Luther King, predicó el ecumenismo con más convicción que Juan Pablo II, se anticipó dos décadas a la Unesco en el diálogo de civilizaciones. En el fragor de la rebelión global, y poco antes de morir, Bertrand Russell (1872-1970) –uno de los mayores portentos de la inteligencia del siglo XX– le escribió una carta en la que le decía: “usted es el símbolo de una fuerza que no pueden aniquilar, es decir, la conciencia de un pueblo entero resuelto a no seguir siendo diezmado y envilecido por el miedo y la opresión”. Ali nos inspiró el arte no dejarse golpear en la vida, de volar como una mariposa unas veces, soportar con estoicismo otras y picar cuando sea necesario.
La muerte íntima nos hace hiperbólicos. El periodista británico John Carlin, biógrafo de Nelson Mandela, comparó el carisma de Muhammad Ali con el de Aquiles o Napoleón . Más sencillo, aislado de cualquier conmoción, en plena madurez, Patterson –víctima de sus ataques contra el complejo de Tío Tom, de negro sumiso– sacó su conclusión: “Al final comprendí que yo no era más que un boxeador y que él, en cambio, era historia”
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