lunes, 19 de junio de 2017

Desarme, al fin

El grupo que dio origen a las Farc –llamado Bloque Sur– se armó en 1964; las Farc se fundaron oficialmente dos años después. Desde entonces tuvieron, de hecho, dos refundaciones militares: una a comienzos de los años ochenta y otra en 1993. Pasaron de ser una guerrilla monástica e insignificante a un feroz ejército irregular. Nunca fue una organización grande ni hegemónica, como las de El Salvador y Nicaragua, y esa fue una de las razones por las cuales su esperanza de victoria nunca resultó creíble.

Desde 1984 hasta el 2002, las Farc jugaron la carta de los diálogos como parte de una estrategia militar. Todo cambió hace seis años y por primera vez en la historia era claro, para algunos de nosotros, que esta vez la negociación era la pieza maestra de una meta política. Esta claridad de los analistas, algunos dirigentes políticos y el gobierno no contó con suficiente respaldo ciudadano. La lectura más ecuánime del plebiscito del 2 de octubre es que la mitad del país estuvo a favor del Acuerdo y la otra mitad en contra.

Simpatizando o no, la inmensa mayoría de la población ha sido escéptica respecto a los resultados de la negociación, primero, y de los efectos del Acuerdo, después. El escritor venezolano Ibsen Martínez escribió un reportaje, el día de la firma del Acuerdo de Cartagena, expresando su asombro por la ausencia de manifestaciones de alegría en Bogotá. A mí, el escepticismo siempre me pareció no solo razonable sino también benéfico. Razonable porque con las Farc las cosas siempre han sido “ver para creerles”; benéfico, porque equilibraba las cargas respecto del pacifismo ingenuo y de la campaña de expectativa gubernamental (¿recuerdan que con la desmovilización de las Farc dizque bajarían los asesinatos y subiría el PIB?).

Ya muchas de esas cosas han perdido importancia. Después de tanto tiempo llegó la hora de la verdad. Las Farc deberían terminar esta semana (20 de junio) la entrega de armas y se hará realidad el desarme de sus combatientes y su desmovilización como grupo militar. Como pasa con todo lo de las Farc, le van a dar largas y quedan faltando las caletas, lo que significa otro tanto de armas cuya recuperación tomará algunos meses (tres, se dice). La materia es tosca y ese hecho queda allí para la historia. Es uno de los acontecimientos importantes de nuestra vida como comunidad política.

Que haya incertidumbre y riesgos, es una trivialidad. Los interrogantes de la paz, así sea parcial, siempre serán mejores que los acertijos de la guerra. Que hay más obstáculos de los que se suponía, es cierto, pero se trata de un proyecto para realizar con paciencia, sin convertir las 310 páginas en dogma y, ojalá, con pragmatismo.

El Colombiano, 18 de junio

lunes, 12 de junio de 2017

Optimismo y pesimismo

En tiempos nublados brota la discusión sobre la manera como la gente enfrenta los problemas y la tentación de definir los caracteres humanos: optimista/pesimista. Cuando las turbulencias son económicas es cuando más se nota que la economía es apenas una rama de la sicología: gobierno, empresarios y analistas se dedican a hablar de clima y expectativas; los ministros de hacienda no presentan balances, empiezan a hablar como consejeros sentimentales.

La principal equivocación de todos parece ser que creen que el humor de la gente puede mejorar si le embellecen los números: unas décimas más del PIB, un punto menos de inflación, un descenso de la tasa de interés, por lo regular como proyección o como meta. Pero resulta que los problemas de la economía nunca son exclusivamente económicos y casi siempre son políticos.

Un artículo reciente en The Economist (“Economic optimism is not just about the economy”, 06.06.17) intentó mostrar que las actitudes frente a la economía no están relacionadas con el entorno económico. La información provista por el Pew Research Centre muestra que las percepciones optimistas o pesimistas están directamente relacionadas con las simpatías políticas de los ciudadanos. Por ejemplo, en Venezuela la mitad de los chavistas cree que la economía venezolana va bien mientras solo el 89% de los opositores piensa lo contrario. En Estados Unidos, bajo condiciones económicas parecidas la visión de los ciudadanos cambió drásticamente debido al pesimismo de los demócratas.

Pero el contagio no siempre va de la política a la economía, muchas veces es al revés. De hecho, muchos politólogos creen que las crisis económicas son predictores de cambios de gobierno. Las cautelas y previsiones que suelen acompañar algunas visiones pesimistas más que simples reacciones al estado de cosas presente pueden ser el resultado de la manera como se está percibiendo el futuro (Seligman & Tierney, “We Aren’t Built to Live in the Moment”, The New York Times, 19.05.17).

En todo caso, el estado de la opinión pública, o el temperamento de un individuo, no está sujeto únicamente a los titulares de prensa o a los extractos bancarios. Quedan la visión de conjunto y el mensaje que reciban de sus líderes; si es que tienen. Porque ser líder no es ocupar un cargo: presidente, gerente, director técnico. Los líderes se caracterizan por tener una visión, un discurso aspiracional y un camino. En condiciones normales bastan las instituciones y las burocracias, pero en las situaciones excepcionales se requieren, además, líderes. Quizá el modelo por excelencia del líder sea Moisés.

El líder tiene el optimismo como deber. A él le compete mostrar perspectivas y alimentar la esperanza. Otra cosa pasa con los académicos o los observadores; a nosotros nos toca criticar, poner a prueba los consensos sociales, lanzar alertas, demostrar la capacidad de pergeñar razones que pueden cuestionar nuestras convicciones; y dudar.

El Colombiano, 11 de junio.

miércoles, 7 de junio de 2017

Sin símbolos de paz

Ninguna teoría del poder político está basada exclusivamente en la fuerza, así la fuerza sea lo que distingue al político de otros poderes como el económico o el ideológico. El poder siempre ha de tener un elemento intangible que algunos llaman poder simbólico, otros poder blando, unos más poder inmaterial. Tanto los teóricos realistas como los idealistas aceptan que son componentes de este tipo de poder el “honor, prestigio, autoridad moral, normas, credibilidad, legitimidad” (Ylva Blondel, The Power of Symbolic Power, 2004). La canalización de las emociones sociales hace parte de esos recursos.

El gran ejemplo de nuestra época es Nelson Mandela, su persona y sus actos, durante la transición surafricana. Después de leer a John Carlin o de ver Invictus no parece exagerado decir que la actitud de Mandela ante el equipo de rugby durante el torneo mundial jugó un papel definitivo en la deposición de la hostilidad entre blancos y negros. Más que el acuerdo mismo y los apretones de manos con Frederick de Klerk. El mérito de la gestión de Belisario Betancur durante el malogrado proceso que empezó en 1984 fue la atención prestada al elemento simbólico: volando o clavada en bayonetas, la paloma entró al lenguaje común. Todavía recuerdo el majestuoso concierto de Mikis Theodorakis en Bogotá interpretando su versión del Canto General; un guiño a la izquierda.

Cuando se haga el balance del proceso entre el Gobierno y las Farc quizá el más deficitario de los elementos sea el simbólico. Era previsible dado el prosaísmo de las Farc, caracterización de Daniel Pécaut, y el del presidente Santos, responsabilidad mía. Dice el Real Diccionario de prosaico: “falta de cualidades poéticas”, “insulso”. Incapacidad para inspirar y motivar, resumo.

La dirigencia de las Farc todavía hace gala de la declaración de que no se desmovilizan sino de que se transforman (El Colombiano, 29.05.17). Son incapaces de comprender los gestos, pongamos, de Carlos Pizarro que entendió que la foto de la entrega de armas era un acto honorable con la sociedad, envolvió su pistola en una bandera de Colombia y cambió su boina de comandante papito por un sombrero de iraca. A los pocos meses el M-19 obtenía el mayor porcentaje de votos para la izquierda en unas elecciones en toda la historia.

Ciertamente Santos ha demostrado que carece de las cualidades básicas para el manejo de las emociones políticas. Más grave aún, creo que no tiene conciencia de la importancia del poder simbólico. La paz se gana en los corazones y las mentes de la gente de manera más decisiva que en las votaciones en el congreso o en las sentencias de la Corte Constitucional o con plata (¿se acuerdan de toda la que se botó en la campaña “Soy capaz”?). Incluso una ciudadanía saludablemente escéptica habría respetado el entusiasmo que nunca tuvo lugar.

El Colombiano, 4 de junio