lunes, 27 de julio de 2020

Todos los ojos, todos los brazos

Llevamos siete meses de las nuevas administraciones regionales y el panorama político y administrativo de la región luce preocupante.

Medellín llegó al 2020 con tres problemas importantes que son el fortalecimiento de las estructuras criminales, el rezago fiscal y la acumulación de dificultades en Empresas Públicas de Medellín. La llegada de Daniel Quintero a la alcaldía ha empeorado las cosas; su opacidad de propósitos e indelicadeza en los métodos ya lo ha llevado a numerosas polémicas y salidas en falso. A los concejales Alfredo Ramos y Daniel Duque, los dejaron solo sus colegas y copartidarios en la votación de un plan de desarrollo antitécnico y desfasado. Nadie puede dormir tranquilo con este alcalde. Todos los ojos deben estar atentos con cualquier movimiento que ocurra en La Alpujarra.

Antioquia llegó al 2020 con el lastre de la administración de Luis Pérez: el enorme robo en Indeportes, la corrupción en la Contraloría, el abandono de los proyectos de sus antecesores, la ineficacia en la Fábrica de Licores y el capricho de la pista en Bello. La elección de Aníbal Gaviria fue una parada en piedra, es decir, certidumbre y experiencia, pero el fallo reciente de la Corte Suprema deja al Departamento en una interinidad que introduce una fricción nueva en los mecanismos administrativos y políticos. La salida altanera y carente de fundamento de Quintero contra el gobernador encargado Luis Fernando Suárez, es un trueno que anuncia tempestades. Entre paréntesis, debo decir, que en el caso en disputa Suárez tiene la razón, ya que después de cuatro meses hay que afinar las medidas. Concuerdo por completo en esto con el columnista Ramiro Velásquez (“No más cuarentenas”, El Colombiano, 24.07.07).

Más que los siete meses que van, lo malo son los 41 que faltan. El gran riesgo de la región es perder lo ganado, con altibajos, desde que empezó la elección popular de alcaldes en 1988 y se fortalecieron la administración y las finanzas a comienzos de siglo.

En las últimas semanas el sector privado antioqueño hizo tres pronunciamientos que, a mi manera de ver, fueron certeros. Primero, apoyó al gobernador electo; después, impidió que Quintero hiciera una toma autoritaria de EPM; y, por último, pidiendo medidas específicas e inteligentes para enfrentar el virus, en lugar de la primitiva cuarentena total.

No obstante, me temo que esto no bastará. Llegó la hora de poner en marcha un mecanismo de coordinación de la sociedad civil donde estén las organizaciones de segundo nivel del empresariado, los organismos no gubernamentales, los centros de pensamiento y algunas individualidades, con el objeto de examinar día a día los temas regionales y emprender acciones autónomas más otras de apoyo al sector oficial.

Como en 1990, hay que arremangarse y poner todos los brazos cívicos en acción. El departamento necesita ese apoyo, el municipio necesita ese control.

El Colombiano, 26 de julio

lunes, 20 de julio de 2020

Sobre la prudencia

De todas las virtudes clásicas la prudencia es, quizás, la más olvidada, malentendida y necesaria en los tiempos que corren. Para entenderla es indispensable repasar el esquema básico de las actividades humanas, al menos en la perspectiva aristotélica, que es la mía. Distinguimos el campo de la teoría, el de la práctica y el de la producción. La teoría busca la verdad, la práctica el saber actuar recto y la producción un resultado previsible y concreto. De la teoría se ocupa la ciencia o el conocimiento en general, de la práctica se ocupa la prudencia, de la producción se ocupa la técnica.

Esta primera distinción permite arrojar luz sobre algunos equívocos que dominan la sociedad contemporánea. Cuando hoy se dice “seamos prácticos” no se habla de prudencia ni de saber actuar; se habla de hacer, ejecutar. La mayoría de nuestros dirigentes no son prácticos, son técnicos; no son prudentes, son habilidosos (en el mejor de los casos). La ciencia puede auxiliar a la prudencia, no la puede remplazar, así que la idea que hemos escuchado en estos días de “seguir a los expertos” sería una falacia —según Aristóteles. Una argumentación más extensa, en la que me apoyo, la dio Moisés Wasserman hace unos meses (“Expertos y políticos”, El Tiempo, 30.04.20).

Si hacemos conciencia de que el 80% o más del mundo físico y el mundo social es materia oscura, algo que no conocemos, entenderemos porqué es tan importante la prudencia. La prudencia en el actuar exige algo que la ciencia no puede dar: autoconocimiento y conocimiento particular del prójimo con el que interactuamos y el caso que tenemos entre manos. Más aún, cada que nos encontramos ante una situación determinada, el azar, la contingencia, lo imprevisible, emergen. Ante ese tipo de cosas —que son las que enfrenta todos los días la persona común, el empresario y el político— las verdades de la ciencia y las recetas de la técnica no bastan, y muchas veces ni siquiera sirven.

San Isidoro de Sevilla relacionó la prudencia con el “ver a los lejos”, pero ¿cómo se puede ver sin ver? Cuando domina la incertidumbre, cuando las cosas se han vuelto caprichosas, el mundo se llena de duendes traviesos y no sabemos qué puede ocurrir, es cuando se necesita la prudencia. Ahí, cuando estamos caminando en la oscuridad, lo único que permite “ver a los lejos” son los valores y los bienes comunes. La ciencia no nos puede decir nada sobre esto y la técnica mucho menos; la técnica tiene que callar cuando los asuntos dejan de ser instrumentales o funcionales.

Las compañías necesarias de la prudencia son el consejo, la deliberación, la diligencia, la constancia y la misericordia. Este es el planteamiento de Tomás de Aquino. La prudencia es enemiga de la temeridad y también lo es de la pasividad y del conformismo.

El Colombiano, 19 de julio

lunes, 13 de julio de 2020

Graves

En los análisis de coyuntura basados en cifras se suelen utilizar dos tipos de indicadores: objetivos, que resultan de las mediciones establecidas en distintas disciplinas sociales, y subjetivos, que resultan de las mediciones sobre la percepción de las personas. Ambos tipos de indicadores son técnicos. En contra de cierto pensamiento tradicional, los indicadores objetivos no son más importantes que los subjetivos, al fin y al cabo, los ricos también lloran o no solo de pan vive el hombre (la que escojan). Y en contra de cierta respuesta refleja e ingenua, la percepción no se resuelve con propaganda ni con “happycracia”.

Los indicadores objetivos sobre Colombia son negros. Hablen el Fondo Monetario Internacional o la Cepal, el Dane o los expertos en los renglones específicos, el porvenir luce áspero. Dos años duros, al menos, y más duros, como siempre, para los pobres y los vulnerables. No es la primera ni será la última vez que nos toca algo así. Al menos mi generación —la del Frente Nacional— vivió saltando matones.

Los indicadores subjetivos del país están empeorando a pasos agigantados. Al menos eso se deduce de los resultados de Gallup Poll publicados el pasado 2 de julio. El pesimismo general de los colombianos es igual al máximo histórico desde que se efectúa la medición, es decir, a El Caguán y la crisis asiática. La preocupación sobre temas específicos, incluyendo seguridad y salud ha caído, en medio de la consigna falaz de que todo lo que se hace es por la vida de los colombianos.

Los resultados más escandalosos, aunque nada nuevos, tienen que ver con la corrupción y la confianza pública. La corrupción ha pasado a ser el problema más importante para los colombianos, desplazando a la seguridad y al empleo. Al respecto, me basta remitir a los lectores a la columna de don Alberto Velásquez en este diario (“Lo increíble”, 08.07.20). No se podía esperar más cuando el hecho de que el director de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres compre mercados con sobrecostos del 40% no produce sanciones, según denuncia hecha por La W Radio. Esa oficina depende de la Presidencia de la República.

El tema que leo como confianza pública se deriva de la percepción de que la gente solo encuentra consuelo en su familia y en sus redes sociales cercanas; nada reciben y poco esperan de las instituciones públicas y privadas. Esa ha sido una fortaleza oculta del país, pero en una circunstancia como la que vivimos puede conducir a un “sálvese quien pueda”.

El desgaste del régimen político y su confluencia en un momento en el que carecemos de liderazgo y unidad nacional, con un gobierno insensible e inmaduro, las cosas tenderán a empeorar. Taparse la boca puede ayudar con el virus, pero no le servirá de nada al país.

El Colombiano, 12 de julio

miércoles, 8 de julio de 2020

Una carta sobre la justicia y el debate abierto

Nuestras instituciones culturales se enfrentan a un momento de prueba. Las potentes protestas por la justicia racial y social están derivando a otras exigencias atrasadas de reforma del sistema policial, junto con llamamientos más amplios por una mayor igualdad e inclusión en nuestra sociedad, especialmente en lo que se refiere a la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero este necesario ajuste de cuentas también ha hecho que se intensifique un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las diferencias en favor de una conformidad ideológica. Al mismo tiempo que aplaudimos el primer paso adelante, también alzamos nuestras voces contra el segundo. Las fuerzas del iliberalismo están ganando terreno en el mundo y tienen a un poderoso aliado en Donald Trump, quien representa una verdadera amenaza a la democracia. No se puede permitir que la resistencia imponga su propio estilo de dogma y coerción, algo que los demagogos de la derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos solo se puede lograr si nos expresamos en contra del clima intolerante que se ha establecido por doquier.

El libre intercambio de información e ideas, la savia de una sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era esperable de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en nuestra cultura: hay una intolerancia a los puntos de vista contrarios, un gusto por avergonzar públicamente y condenar al ostracismo, y una tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral cegadora. Defendemos el valor de la réplica contundente e incluso corrosiva desde todos los sectores. Ahora, sin embargo, resulta demasiado común escuchar los llamamientos a los castigos rápidos y severos en respuesta a lo que se percibe como transgresiones del habla y el pensamiento. Más preocupante aún, los responsables de instituciones, en una actitud de pánico y control de riesgos, están aplicando castigos raudos y desproporcionados en lugar de reformas pensadas. Hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos de literatura; investigadores despedidos por difundir un estudio académico revisado por otros profesionales; jefes de organizaciones expulsados por lo que a veces son simples torpezas. Cualesquiera que sean los argumentos que rodean a cada incidente en particular, el resultado ha consistido en estrechar constantemente los límites de lo que se puede decir sin amenaza de represalias. Ya estamos pagando el precio con una mayor aversión al riesgo por parte de escritores, artistas y periodistas, que temen por sus medios de vida si se apartan del consenso, o incluso si no están de acuerdo con el suficiente celo.

Esta atmósfera agobiante afectará en última instancia a las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, la lleve a cabo un Gobierno represivo o una sociedad intolerante, perjudica a aquellos sin poder y merma la capacidad para la participación democrática de todos. La manera de derrotar las malas ideas es la exposición, el argumento y la persuasión, no tratar de silenciarlas o desear expulsarlas. Rechazamos la disyuntiva falaz entre justicia y libertad, que no pueden existir la una sin la otra. Como escritores necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso los errores. Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas. Si no defendemos aquello de lo que depende nuestro propio trabajo, no deberíamos esperar que el público o el estado lo defiendan por nosotros.

Francis Fukuyama, Michael Ignatieff, Deirdre McCloskey y otros intelectuales que admiro; Margaret Atwood, Gary Kasparov, Wynton Marsalis y otros artistas que admiro.

lunes, 6 de julio de 2020

Rubén Sierra Mejía

Se murió Rubén Sierra Mejía durante el tiempo en el que los gobernantes decidieron prohibir el culto religioso público y, además, las obras de misericordia. Los gobiernos no dan de comer al hambriento e impiden que visitemos a los enfermos. Los difuntos solo cuentan en la estadística pandémica; no hay espacio para personalizarlos pues todos están ocupados hablando sobre un virus del que casi nadie sabe nada y los que saben algo saben poco. No es impostura mía, lo dicen 22 especialistas en Nature (“Five ways to ensure that models serve society: a manifesto”, 25.06.20).

El filósofo Rubén Sierra Mejía murió en Bogotá el pasado 28 de junio. Había nacido en Salamina, Caldas, en 1937. Su vida estuvo consagrada al estudio y difusión del pensamiento colombiano, especialmente del trabajo filosófico, y a actividades culturales como la orientación y edición de revistas especializadas, dirección de bibliotecas e institutos, amén de las actividades más cotidianas de los profesores universitarios.

Muchos supimos de Sierra cuando Procultura decidió publicar, en 1985, el volumen La filosofía en Colombia (siglo XX) en el que, fungiendo como compilador, seleccionó textos de la mayoría de los principales representantes de la disciplina en el país. Como todo buen trabajo de ese tipo, no sobró nadie y faltaron algunos (González, Torres, Sanín). En lo personal, nos acercamos en la membresía de la Sociedad Colombiana de Filosofía y a propósito de mi trabajo sobre Cayetano Betancur (1910-1982).

Altivo, como buen paisa, pero contenido en el verbo, como pocos coterráneos, Sierra destacaba por su modestia. El mero hecho de dedicarle su vida a divulgar la obra de sus predecesores y colegas lo dice todo. En 2015, cuando publicó sus entrevistas con Danilo Cruz Vélez, dijo que su trabajo había sido “solo el de un amanuense escrupuloso”. Su trabajo sobre el pensamiento colombiano buscó concitar el esfuerzo colectivo de colegas y estudiantes, y era, como los buenos profesores, asiduo escucha en los foros y seminarios.

La entrevista a Cruz Vélez la tituló La época de la crisis. Allí dice que la clase media ilustrada había sido el interlocutor de los intelectuales pero que ella “ha sido absorbida por la masa, y debido a la acción de técnica, desaparece en esa especie de tendencia de lo moderno a convertirlo todo en superfluo”. En otro lugar, dejó claro que en el campo intelectual colombiano todavía no es notable la presencia de los filósofos. Estos no salen de la universidad y no se han lanzado a la controversia.

Después de las muertes de Guillermo Hoyos, Beatriz Restrepo, Daniel Herrera, Germán Marquínez, Adolfo León Gómez, Danilo Cruz, ahora Sierra, es evidente la desaparición de una generación de filósofos, educadores, y, como en el caso de los dos primeros, de intelectuales que contribuyeron a la formación de una opinión más moderna, crítica y situada.

El Colombiano, 5 de julio

viernes, 3 de julio de 2020

Libro: Pensar la crisis


De repente, el COVID-19 nos ha puesto en un nuevo lugar en el que incertidumbre y complejidad coinciden para desafiarnos entonces la necesidad de cuestionar, pensar y proponer. De allí nace esta iniciativa de la Universidad EAFIT. La motivación surge porque para muchos de nosotros la escritura es remedio para lidiar con las sensaciones de estos días y el objetivo es aportar reflexiones breves y libres, divulgativas y propositivas. Perplejidad como reacción inmediata, emergencia de decisiones y acciones, y un nuevo nosotros como eventual consenso es la síntesis de acontecimientos que configura el punto de partida de las consideraciones que se presentan en este libro.

Pensar la crisis: perplejidad, emergencia y un nuevo nosotros.
Adolfo Eslava Gómez y Jorge Giraldo Ramírez, coordinadores.
Medellín, Editorial EAFIT, 2020


Contribuciones de:
Lorena Avilés Romero.
Alberto Buela.
Alfonso Buitrago Londoño.
Jonathan Echeverri Álvarez.
Adolfo Eslava Gómez.
Jorge Giraldo Ramírez.
Iván Garzón Vallejo.
Juan Gabriel Gómez-Albarello.
Mateo Navia Hoyos.
Daniel Jaramillo Arroyave.
Mariantonia Lemos.
Jonny Orejuela.
Olga Lucia Quintero Montoya.
Alejandra Ríos Ramírez.
Carlos Andrés Salazar Martínez.
Víctor Manuel Sierra Naranjo.
Santiago Silva Jaramillo.
María Teresa Uribe Jaramillo.
Mauricio Vásquez Arias.
Omar Mauricio Velásquez.
José Luis Villacañas Berlanga.
Javier Asdrúbal Vinasco Guzmán.

miércoles, 1 de julio de 2020

Una llamada para defender la democracia

COVID-19 Y DEMOCRACIA

25 Junio 2020

La pandemia de COVID-19 amenaza algo más que la vida y el sustento de pueblos de todo el mundo. Es también una crisis política que amenaza el futuro de la democracia liberal.

Los regímenes autoritarios, lo cual no es sorprendente, están usando la crisis para silenciar a sus críticos y endurecer su control político. Por otro lado, algunos gobiernos democráticamente electos vienen combatiendo la pandemia concentrando poderes de emergencia que restringen los derechos humanos y reforzando el Estado de vigilancia sin consideración alguna por las restricciones legales, la supervisión parlamentaria o los marcos temporales para la restauración del orden constitucional. Los parlamentos vienen siendo ignorados, los periodistas están siendo arrestados y acosados, las minorías convertidas en chivos expiatorios y los sectores más vulnerables de la población enfrentan nuevos y alarmantes peligros a medida que el cierre de emergencia de la economía asola por doquier el tejido mismo de las sociedades.

La represión no ayudará a controlar la pandemia. Acallar la libertad de expresión, encarcelar a los disidentes pacíficos, suprimir la supervisión parlamentaria y posponer las elecciones indefinidamente no harán nada por proteger la salud pública. Muy por el contrario, estos ataques a la libertad, la transparencia y la democracia harán que para las sociedades resulte más difícil responder rápida y eficazmente a la crisis mediante la acción tanto gubernamental como cívica.

No es ninguna coincidencia que la actual pandemia haya estallado en un país en donde el libre flujo de información está sofocado y en donde el gobierno castigó a quienes advirtieron del peligro del virus: advertencias consideradas como rumores dañinos para el prestigio del Estado. Los resultados pueden ser letales cuando se acallan las voces de los ciudadanos responsables, no solo para el país sino para todo el mundo.

La democracia no es solo un ideal valioso. Ella es el sistema de gobierno más idóneo con que enfrentar una crisis de la magnitud y la complejidad de la COVID-19. A diferencia de lo que sostienen las declaraciones interesadas de la propaganda autoritaria, los flujos creíbles y libres de información, el debate en torno a las opciones de política con base en los hechos, la autoorganización voluntaria de la sociedad civil y la libre interacción entre el gobierno y la sociedad son todos activos vitales con los cuales luchar contra la pandemia. Y son todos elementos claves de la democracia liberal.

Es solo a través de la democracia que las sociedades pueden construir la confianza mutua que les permite perseverar en una crisis, conservar la resiliencia nacional ante la adversidad, sanar las profundas divisiones sociales mediante la participación inclusiva y el diálogo, y conservar la confianza en que los sacrificios serán compartidos y que los derechos de todos los ciudadanos serán respetados.

Es solo a través de la democracia que la sociedad civil independiente, mujeres y jóvenes inclusive, puede empoderarse para que se asocie con las instituciones públicas y asista en el suministro de servicios, ayude a mantener a la ciudadanía informada e involucrada, y apuntale el estado de ánimo social y una idea de objetivo común.

Es solo a través de la democracia que los medios de comunicación libres pueden desempeñar su papel de informar a la gente para que puedan tomar decisiones personales y familiares sólidas, escrutar a las instituciones gubernamentales y públicas, y contrapesar la desinformación que busca dividir a las sociedades.

Es solo a través de la democracia que una sociedad puede alcanzar un equilibrio sostenible entre necesidades y prioridades rivales: entre luchar contra la propagación del virus y la protección de la seguridad económica, y entre la implementación de una respuesta eficaz a la crisis y la protección de los derechos cívicos y políticos del pueblo, en conformidad con las normas y garantías constitucionales.

Es solo en las democracias que el estado de derecho puede proteger las libertades individuales de la intrusión y las restricciones impuestas por el Estado y que van bastante más allá de lo necesario para la contención de una pandemia.

Es solo en las democracias que los sistemas de rendición de cuentas públicas pueden monitorear y limitar los poderes de emergencia del gobierno, y ponerles fin cuando ya no se les necesita.

Es solo en las democracias que podemos creer en los datos gubernamentales acerca del ámbito de la pandemia y su impacto sobre la salud.

La democracia no garantiza un liderazgo competente y una gobernanza eficaz. Si bien las democracias predominan entre los países que han actuado con mayor eficacia para contener al virus, otras actuaron deficientemente en su respuesta a la pandemia y han pagado un precio muy alto en vidas humanas y seguridad económica. Las democracias que tienen un desempeño deficiente debilitan aún más a la sociedad y crean vías de entrada para los regímenes autoritarios.

Sin embargo, la mayor fortaleza de la democracia es su capacidad para corregirse a sí misma. La crisis de la COVID-19 es una alarmante llamada de atención, una advertencia urgente de que las libertades que valoramos se encuentran en riesgo y que no debemos darlas por sentado. Es a través de la democracia que los ciudadanos y sus líderes electos pueden aprender y crecer. Nunca fue más importante hacerlo.

La pandemia actual constituye un reto global sin precedentes a la democracia. Los regímenes autoritarios de todo el mundo ven en la crisis de la COVID-19 un nuevo campo de batalla político, en su lucha por estigmatizar la democracia como débil y revertir su avance en las últimas décadas. La democracia se encuentra amenazada y quienes se preocupan por ella deben acopiar la voluntad, la disciplina y la solidaridad necesarias para defenderla. Están en juego la libertad, la salud y la dignidad de los pueblos en todas partes.

[Carta firmada, en principio, por más de 500 líderes políticos y sociales, premios Nobel y grupos de derechos humanos han advertido que algunos gobiernos están utilizando la pandemia para socavar la democracia y las libertades civiles.]