De todas las virtudes clásicas la prudencia es, quizás, la más olvidada, malentendida y necesaria en los tiempos que corren. Para entenderla es indispensable repasar el esquema básico de las actividades humanas, al menos en la perspectiva aristotélica, que es la mía. Distinguimos el campo de la teoría, el de la práctica y el de la producción. La teoría busca la verdad, la práctica el saber actuar recto y la producción un resultado previsible y concreto. De la teoría se ocupa la ciencia o el conocimiento en general, de la práctica se ocupa la prudencia, de la producción se ocupa la técnica.
Esta primera distinción permite arrojar luz sobre algunos equívocos que dominan la sociedad contemporánea. Cuando hoy se dice “seamos prácticos” no se habla de prudencia ni de saber actuar; se habla de hacer, ejecutar. La mayoría de nuestros dirigentes no son prácticos, son técnicos; no son prudentes, son habilidosos (en el mejor de los casos). La ciencia puede auxiliar a la prudencia, no la puede remplazar, así que la idea que hemos escuchado en estos días de “seguir a los expertos” sería una falacia —según Aristóteles. Una argumentación más extensa, en la que me apoyo, la dio Moisés Wasserman hace unos meses (“Expertos y políticos”, El Tiempo, 30.04.20).
Si hacemos conciencia de que el 80% o más del mundo físico y el mundo social es materia oscura, algo que no conocemos, entenderemos porqué es tan importante la prudencia. La prudencia en el actuar exige algo que la ciencia no puede dar: autoconocimiento y conocimiento particular del prójimo con el que interactuamos y el caso que tenemos entre manos. Más aún, cada que nos encontramos ante una situación determinada, el azar, la contingencia, lo imprevisible, emergen. Ante ese tipo de cosas —que son las que enfrenta todos los días la persona común, el empresario y el político— las verdades de la ciencia y las recetas de la técnica no bastan, y muchas veces ni siquiera sirven.
San Isidoro de Sevilla relacionó la prudencia con el “ver a los lejos”, pero ¿cómo se puede ver sin ver? Cuando domina la incertidumbre, cuando las cosas se han vuelto caprichosas, el mundo se llena de duendes traviesos y no sabemos qué puede ocurrir, es cuando se necesita la prudencia. Ahí, cuando estamos caminando en la oscuridad, lo único que permite “ver a los lejos” son los valores y los bienes comunes. La ciencia no nos puede decir nada sobre esto y la técnica mucho menos; la técnica tiene que callar cuando los asuntos dejan de ser instrumentales o funcionales.
Las compañías necesarias de la prudencia son el consejo, la deliberación, la diligencia, la constancia y la misericordia. Este es el planteamiento de Tomás de Aquino. La prudencia es enemiga de la temeridad y también lo es de la pasividad y del conformismo.
El Colombiano, 19 de julio
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