lunes, 29 de julio de 2019

Fin de una época

Creo que la muerte de Beatriz Restrepo Gallego cierra una época en Medellín. Beatriz hizo parte de una generación que le puso rostro al clima intelectual que vivió Medellín entre fines de los años ochenta y principios de este siglo. Me refiero a una generación nacida en la década de 1940 y de la que formaron parte María Teresa Uribe, Nicanor Restrepo, Jorge Orlando Melo, Carlos Alberto Calderón, entre otros.

¿Cuál fue ese clima intelectual? El de un severo juicio sobre los procesos sociales y culturales que dieron lugar a la irrupción del narcotráfico, su influencia y su violencia. Esas personas —y otras menos notorias— entendieron que el narcotráfico no era solo Pablo Escobar, que la crisis tenía expresiones más diversas y complejas que la violencia y que la respuesta tenía que ser más profunda que montar un bloque de búsqueda encargado del simple y engañoso “busque y destruya”.

En los ochenta el problema del día era la supervivencia. Violencia, quiebra manufacturera, desempleo, desorden financiero, pobreza, incapacidad estatal. En un país convulso, Medellín era el centro del gran desorden. Estas figuras se refugiaban en sus empeños domésticos: academia, empresa, iglesia. El cambio mundial de 1989 también fue un cambio colombiano: acuerdos de paz, nueva constitución, sometimiento y muerte de Escobar, Consejería Presidencial. La Consejería fue el foro y el escenario en el que esta generación proyectó sus reflexiones, su narrativa y su liderazgo. Los sobrevivientes ya podían pensar la reconstrucción de la ciudad.

Hay pocas dudas de que el énfasis distintivo de ese clima intelectual estuvo en la formación cívica, política, básica, instrumental. Y en que el eje de ese énfasis —al menos el que trataron de imprimir estas personas— fue la ética. Recuerdo grandes foros para promover la discusión ética convocados por la Cámara de Comercio, El Colombiano, las cooperativas, las ONG, la iglesia católica, las universidades. Ética aplicada, educación para la democracia, ciudad educadora, resolución de conflictos, ética económica, se volvieron términos comunes. En particular, se hizo un esfuerzo deliberado por establecer un consenso contra la justificación de la violencia y la connivencia con el narcotráfico.

Esa época terminó. La masa crítica de dirigentes e intelectuales que lideró ese cambio ha desaparecido. Quedan individualidades. En la sociedad predomina el conformismo, la formación fue sustituida por el afán instruccional, la reflexión por la publicidad. El discurso ético se anatemiza como signo de superioridad moral y el comportamiento personal correcto se banaliza, cuando no se trata con cinismo. No hay bien público, solo empresas particulares. Los antioqueños hemos vuelto a las viejas prácticas de “tapen, tapen” y “hagámonos pasito”. Nos embriagamos con los éxitos de los últimos quince años y nos volvimos autocomplacientes. Estamos como en 1970, felicitándonos, y no vemos las sombras que nos rodean. Que nadie hable de ellas; que nos dejen dormir tranquilos.

El Colombiano, 28 de julio

lunes, 22 de julio de 2019

Desinflados

“Tengo la sensación que eso que llaman fútbol es otra cosa”, dijo hace algunos años César Luis Menotti, el famoso técnico argentino. Afirmaciones parecidas se han escuchado en estos días. Jorge Valdano —futbolista, técnico, gerente—, por ejemplo, lanzó la sugerencia de que hay “una sensación de hastío en los hinchas más civilizados”. El escritor español Enrique Vila-Matas habló de “desafecto”. Menotti se refería al juego, Valdano a la dirección corporativa de la Fifa y sus afiliados, Vila-Matas a la gestión en su amado Barcelona. Tres aspectos distintos pero inseparables del más global de los deportes. Se puede hacer un manifiesto con esas opiniones.

El fútbol es otra cosa como práctica, claro está, y es comprensible. Lo que pasa es que dejó de ser solo un deporte. Está a punto de convertirse en un ramo de la farándula. Cuando el depilado de las cejas de James Rodríguez aparece en la misma página del triunfo colombiano en Wimbledon, el desajuste es evidente. El fútbol es otra cosa en el nivel asociativo porque patrocinadores y televisión están saturando los calendarios, exprimiendo a los jugadores y desorientando a los aficionados. El fútbol es otra cosa porque la proporción entre juego y negocio se ha cargado descaradamente al segundo factor. Y el negocio en América Latina y otros lugares está marcado por prácticas mafiosas y corruptas que dejan muy pocos ganadores económicos.

Además, aún dentro de estos límites estrechos, existe mucha desigualdad. Geográfica, factor en el que Europa es ganadora. Suramérica pasa por su peor momento futbolístico de la historia, puesto que nunca antes pasó tanto tiempo sin triunfos mundiales en selecciones o en clubes. El fútbol de mujeres ocupa un escalón muy bajo pese a que, como se vio en el campeonato mundial de Francia, es tan entretenido como el que juegan los hombres. Entre los clubes de los países, porque el fútbol carece de reglas que ayudan a promover la competencia y evitar las hegemonías, como las que existen en el básquetbol de la NBA, por ejemplo.

Con amargura, Menotti asegura que “el fútbol se lo robaron a la gente”. No hablaba del sistema de pago por ver que tratan de imponer en Colombia la Dimayor y unos operadores de televisión, aunque también eso es un robo. Lo es porque el fútbol colombiano se juega en escenarios públicos y gracias, en buena medida, a recursos públicos (de licoreras, alcaldías y gobernaciones, por ejemplo). Hablaba de la pertenencia. No hay afiliación con jugadores o símbolos. Cada semestre los jugadores cambian de equipo y los equipos cambian de camiseta. Incluso hay equipos que cada dos años cambian de nombre y de sede. A eso hemos llegado.

Y eso que el fútbol no nos da un décimo de lo que nos dan el ciclismo, el boxeo, el atletismo y, ahora, el tenis.

El Colombiano, 21 de julio

miércoles, 17 de julio de 2019

El bosque

The Woods

The White Buffalo

Hace tanto que salí del bosque.
Me malinterpretaron, pero teniendo todo en cuenta
Me siento y reviso su disfraz.
Sus ojos oscuros y superficiales se perdieron en la bruma de la luz.

Así que me siento y miro
Veo que pronto aparecen todas sus máscaras.
Anhelante del bosque,
De este lugar voy a desaparecer.

Aquí cada uno se esfuerza por salirse de la norma,
Pero se funde en muchedumbre para ser todos iguales.
Para alterar la imagen se llevan prótesis,
Sus formas plásticas se funden con el calor de la luz.

Entonces salgo a la luz
Y veo aparecer pronto todas sus máscaras.
Añoro los bosques.
De este lugar voy a desaparecer.

Del álbum Hogtied Revisited (2017).

lunes, 15 de julio de 2019

Clones de Edith

Paz y reconciliación, palabras comunes en el lenguaje colombiano de los últimos 30 años. Muy comunes, incluso, durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez, promotor de la Ley de Justicia y Paz y de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. El tiempo de esas palabras es el futuro. Paz y reconciliación se predican como tareas, como proyectos. No repetición —término que aparece 98 veces en el Acuerdo del Teatro Colón— también remite al futuro. Pero los colombianos estamos enfocados en el pasado, quién hizo qué, cuándo y por qué.

Siempre creí que, ante las ocurrencias humanitarias, no había nada mejor que recuperar la tradición nacional en materia de paz. Esa tradición se define por el recurso a la amnistía amplia a los participantes en las guerras, desde hace dos siglos, y la negociación política, desde hace uno. El afán justiciero, alimentado desde izquierda y derecha, me parecía nocivo. (Escribí mucho sobre el asunto en su momento.)

Sin salirse del marco que invocaba justicia, algunos expertos le aconsejaron al país aplicarla en dosis pequeñas. Un fiscal de la Corte Penal Internacional recomendó, en el caso de los paramilitares, juzgar una docena de casos ejemplares. El estado se metió a la tarea de juzgar a miles, mientras algunas ONG pedían que se enjuiciaran a varias decenas de miles.

Teníamos otra posibilidad. Usar la justicia transicional solo para resolver los casos abiertos por la jurisdicción ordinaria. En Uruguay se presentó un proceso que le dio prioridad a la política sobre el derecho y a la reconciliación sobre la justicia. Ellos empezaron por una amnistía amplia y sin condiciones, conocida brevemente como Ley de Caducidad, y poco a poco fueron permitiendo el juzgamiento de cierto tipo de responsables. Con mucha prudencia y visión los uruguayos han hecho, quizás, la transición a la democracia más tranquila de Iberoamérica.

Hace poco The Economist se hizo la pregunta de si acaso las amnistías eran una mala idea (“Are amnesties in Latin America always a bad idea?”, 29.06.19). El articulista recurre al equilibrismo tradicional de quien se preocupa más por la objetividad que por el argumento. Pero dice dos cosas con las que concuerdo por completo: “La justicia retroactiva es más problemática si se percibe que es unilateral”; “el debate político en América Latina se enfoca demasiado en el pasado. Una región rezagada del resto del mundo, económica y tecnológicamente, no puede permitirse ese lujo”.

Pues bien, ese es el lujo, el derroche, que nos estamos dando los colombianos; Jesús Santrich y general Mario Montoya de por medio. Seguiré abusando de la figura bíblica: nuestro modelo es la mujer de Lot. Los hermeneutas judíos dicen que se llamaba Yrit, o sea Edith. Queremos salir de Sodoma, pero una mezcla de venganza y estupidez nos hace mirar atrás, y nos paraliza. Clones de Edith somos.

El Colombiano, 14 de julio

lunes, 8 de julio de 2019

Empresarios y política

La intervención de los empresarios en la política es tan necesaria como compleja. Su demanda social crece en tanto se haga notorio que la dirigencia política está enredada y que la situación general del país luzca precaria. Ambas condiciones aplican hoy y por ello no extraña que el tema se esté moviendo en reuniones privadas y medios de comunicación.

Bajo las premisas de que la actividad empresarial formal exige un estado de derecho y un entorno estable en el largo plazo, y de que la función de los gremios es de representación frente al estado, diré algunas generalidades.

La primera lealtad del empresariado es con el régimen político, encarnado en la constitución y los poderes del estado, incluyendo a las altas cortes y a los órganos de control. Una idea tan simple como esta conllevaría una política empresarial decidida respecto a la formalización de la economía (empezando por la tierra), la lucha contra la corrupción, la imparcialidad de la justicia y la separación de poderes. Si los empresarios no muestran unidad en estas causas es porque tienen problemas serios de acción colectiva o porque carecen del tipo de organismos que permitan claridad en el propósito y la acción.

El presidencialismo exacerbado en el siglo XXI no solo ha alterado el régimen político sino que ha llevado al empresariado a una posición obsecuente con los gobiernos. No todos los presidentes son estadistas y ningún gobierno es infalible. En este tiempo ya son muchos los casos de gobiernos destructivos como para no tomar distancia. Los afanes adaptativos del empresariado a veces menoscaban la visión estratégica. Eso le sirve poco al país y no le sirve de mucho a un presidente inteligente.

En política, no hay visión estratégica silenciosa; hay que hacer presencia en la esfera pública. En ella, hacer es decir; eso necesita liderazgos, bien sea individuales o corporativos. Y decir exige pensar. Los centros de pensamiento asociados al empresariado deben hablar en voz alta, de lo contrario, solo estarían duplicando el trabajo de las universidades. Esos centros están especializados, pero la especialización es fructífera cuando se efectúa dentro de una visión general. Esa visión general es la que no se nota, por decir lo menos. Sin líderes visibles ni fundaciones que suenen (y que truenen cuando se requiera) no habrá gran política desde el sector privado.

La primera condición de la política es la lealtad con el país. Lo contrario a la lealtad es la salida. Una forma de salir de la política es quedarse callados. Otra es huir. La situación de amplia movilidad de capitales y gran empresa colombiana multinacional ofrece las condiciones para que los capitalistas grandes y medianos decidan llevarse su plata a otra parte. ¿Para dónde? Sabrán ellos. La incertidumbre tiene tanto alcance que esas decisiones se parecen más a la conducta del avestruz.

El Colombiano, 7 de julio

lunes, 1 de julio de 2019

Escena

Antioquia, 2019, restaurante de carretera. Llega una camioneta grande, aunque no deslumbrante, de aquel color que, dicen, se conoce como “gris Medellín”; como si el alma parroquial se dejara ver mejor en el automóvil que en el vestuario. Placa de Medellín. La conductora se apea, una joven, de rubio artificial y ropa casual, cara. Del asiento de atrás bajan dos hombres jóvenes muy altos, blancos, y una joven de pelo negro. No tienen cien años entre los cuatro. La puerta del copiloto cerrada.

La conductora entra al restaurante y se dirige hacia uno de los empleados. Un joven como ella; moreno, eso sí, más bajo, también. El empleado hace ese suave gesto dubitativo, que usamos a veces, de rascarse la cabeza, aquí, cerca de la corona. Dura un instante y enseguida se lanza presto hacia la camioneta, abre la puerta del copiloto, se demora, mientras yo miro la escena. Cuando vuelvo a mirarlo, trae entre sus brazos, a duras penas, a otra joven, blanca, cabello negro. Mientras los hombres jóvenes y las otras dos mujeres jóvenes, blancos, atléticos, con ese atletismo de “no lavo un plato, pero voy al gimnasio cuatro veces a la semana”, miran al joven empleado, bajo y moreno ir de la zona de parqueo a una mesa del restaurante con la amiga de ellos cargada.

Ya están los cinco en la mesa, conversan. Uno de los hombres parece ser extranjero. Piden el servicio, tranquilos. A mí la cara se me llena de indignación. ¡Es el siglo XXI! ¿Existe una psicología natural del patronazgo y la servidumbre todavía? ¿En Antioquia, la igualitaria y democrática? ¿Qué clase de mentalidad tienen estos jóvenes? ¿Cómo se comportan en su casa? Porque la actitud natural de los protagonistas de la escena es muy reveladora. Los muchachos no creyeron que eran ellos quienes debían cargar a su amiga; de hecho, ni lo intentaron; conversaron distraídamente como si no fuera asunto suyo. La conductora necesitaba que su amiga bajara a almorzar; alguien debía hacerlo. Pero no dio muestras de que se le pasara por la cabeza que lo hicieran ese par de hombres sanos, fuertes, de su misma condición social. En el restaurante hay un hombre joven, bajo, moreno, que le parece que sería el tipo ideal para el trabajo.

Pienso por un instante en increparlos, pero me contengo. Treinta años de experiencia en investigación sobre el crimen me han enseñado a desconfiar de los carros caros, la gente bien vestida y las caras bonitas. Voy a la caja a pagar mi cuenta. Me recibe el empleado que ha hecho la tarea de carguero que, tal vez, algún antepasado mío o de él haya hecho durante la Colonia. Le pregunto qué pasó y le digo que eso no estuvo bien hecho. Me dice, confundido, que sus compañeras pensaron lo mismo.

El Colombiano, 30 de junio.