Creo que la muerte de Beatriz Restrepo Gallego cierra una época en Medellín. Beatriz hizo parte de una generación que le puso rostro al clima intelectual que vivió Medellín entre fines de los años ochenta y principios de este siglo. Me refiero a una generación nacida en la década de 1940 y de la que formaron parte María Teresa Uribe, Nicanor Restrepo, Jorge Orlando Melo, Carlos Alberto Calderón, entre otros.
¿Cuál fue ese clima intelectual? El de un severo juicio sobre los procesos sociales y culturales que dieron lugar a la irrupción del narcotráfico, su influencia y su violencia. Esas personas —y otras menos notorias— entendieron que el narcotráfico no era solo Pablo Escobar, que la crisis tenía expresiones más diversas y complejas que la violencia y que la respuesta tenía que ser más profunda que montar un bloque de búsqueda encargado del simple y engañoso “busque y destruya”.
En los ochenta el problema del día era la supervivencia. Violencia, quiebra manufacturera, desempleo, desorden financiero, pobreza, incapacidad estatal. En un país convulso, Medellín era el centro del gran desorden. Estas figuras se refugiaban en sus empeños domésticos: academia, empresa, iglesia. El cambio mundial de 1989 también fue un cambio colombiano: acuerdos de paz, nueva constitución, sometimiento y muerte de Escobar, Consejería Presidencial. La Consejería fue el foro y el escenario en el que esta generación proyectó sus reflexiones, su narrativa y su liderazgo. Los sobrevivientes ya podían pensar la reconstrucción de la ciudad.
Hay pocas dudas de que el énfasis distintivo de ese clima intelectual estuvo en la formación cívica, política, básica, instrumental. Y en que el eje de ese énfasis —al menos el que trataron de imprimir estas personas— fue la ética. Recuerdo grandes foros para promover la discusión ética convocados por la Cámara de Comercio, El Colombiano, las cooperativas, las ONG, la iglesia católica, las universidades. Ética aplicada, educación para la democracia, ciudad educadora, resolución de conflictos, ética económica, se volvieron términos comunes. En particular, se hizo un esfuerzo deliberado por establecer un consenso contra la justificación de la violencia y la connivencia con el narcotráfico.
Esa época terminó. La masa crítica de dirigentes e intelectuales que lideró ese cambio ha desaparecido. Quedan individualidades. En la sociedad predomina el conformismo, la formación fue sustituida por el afán instruccional, la reflexión por la publicidad. El discurso ético se anatemiza como signo de superioridad moral y el comportamiento personal correcto se banaliza, cuando no se trata con cinismo. No hay bien público, solo empresas particulares. Los antioqueños hemos vuelto a las viejas prácticas de “tapen, tapen” y “hagámonos pasito”. Nos embriagamos con los éxitos de los últimos quince años y nos volvimos autocomplacientes. Estamos como en 1970, felicitándonos, y no vemos las sombras que nos rodean. Que nadie hable de ellas; que nos dejen dormir tranquilos.
El Colombiano, 28 de julio
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