lunes, 28 de septiembre de 2020

Errar

“Fue un error, sí, un error”, eso dijo Romano Prodi al periódico español El Confidencial, el pasado 18 de septiembre. Hablaba del Covid-19 —“pensaba en posibles tensiones, problemas, caídas en la productividad, incluso inundaciones, sequías, pero no se me ocurrió pensar en una pandemia”. Es la actitud que uno esperaría de un político ilustrado y decente. El detalle más importante es que Prodi dejó de ser presidente de Italia el 24 de enero de 2008. Está bien escrito, frótese sus ojos, ¡2008! ¡Y Prodi admite que cometió un error por no ocuparse del virus!

Los seres humanos nos equivocamos. Cometemos errores a diario y por montones, por el simple hecho de que somos seres falibles. Tenemos, aunque no lo creamos, serios problemas cognitivos; nuestros sentidos no son tan desarrollados como los de los animales; y, además, vivimos en un ambiente en el que hay muchas interferencias que entorpecen, aún más, nuestros actos. Estas interferencias, técnicamente llamadas ruido, nos abruman en esta época. Así que, el error es muy común. Menos generalizados, pero abundantes, son los errores por incuria o por negligencia.

Tenemos en nuestra cultura, al menos, tres problemas con el error.

El primero es que nos avergonzamos de errar. Las personas, organizaciones y países que no enfrentan el error no aprenden y se abocan a males grandes y ruinosos. Por el contrario, la vieja práctica del ensayo y error es mejor consejera que la pendeja soberbia de hacer como si no nos equivocáramos. Un buen consejo en este tiempo es equivocarse pronto, en materia leve y en cantidades suficientes para adquirir información. La deliberación pública, la cooperación social y el mercado, ayudan a controlar los errores.

El segundo problema es que confundimos el error con el crimen. La inmensa mayoría de los errores que cometemos los seres humanos no son fallas morales y, por tanto, no deben estar sujetos a sanción moral o penal. Esto nos lleva a la paradoja de que, como criminalizamos el error, dejamos sin evaluar, reconocer o reprochar las faltas que no son crímenes, que son la inmensa mayoría. Otro problema, adjunto, es que, en medio de estos imaginarios, los oportunistas aprovechan para sindicar de criminal o pecador a quien simplemente se ha equivocado.

El tercero es que banalizamos el error de los poderosos. Errar es humano, pero el jefe de una organización o un país, no se puede permitir ciertos errores. Cuenta con una arquitectura institucional y normativa, y enormes recursos para evitar cometer errores mayúsculos. Mientras más poder tiene una persona, más responsabilidad le cabe. De gente en esas posiciones uno debe esperar que reconozcan públicamente sus errores, que pidan disculpas según el caso, que pidan perdón, eventualmente; en casos extremos, que sufran sanción social o sanciones administrativas y penales.

Distinto al error es el delito, que es intencional, consciente.

El Colombiano, 27 de septiembre

lunes, 21 de septiembre de 2020

Amores que matan

Colombia goza de un enorme prestigio por su tradición civilista, medida por el bajo número de golpes militares en su historia, y, a la vez de un desprestigio significativo por su trayectoria en violaciones de los derechos humanos por parte de la fuerza pública. Una explicación de esta incongruencia fue ofrecida hace 35 años por el entonces procurador Carlos Jiménez Gómez, en la época en la que todavía los presidentes tenían la decencia de asegurar que los órganos de control quedaran en manos distintas a las de sus amigos y copartidarios. Dijo Jiménez Gómez que en el país los civiles eran más militaristas que los militares.

A lo largo de mi vida profesional he podido comprobar la validez de esa afirmación hasta hoy. Participé como instructor en el programa de transformación cultural de la policía a mediados de los años noventa y en los últimos años como docente en los programas de ascenso a general en la misma institución. A raíz del proceso de negociación con las Farc en La Habana pude dialogar con altos mandos militares, incluyendo varios generales. En todos los casos pude percibir una sensibilidad verosímil hacia la ciudadanía y hacia las normas básicas que nos identifican como una sociedad democrática liberal, muy imperfecta. No es gratuito que a nivel internacional tanto las Fuerzas Militares como la Policía sean reconocidas, entre los expertos en seguridad, por su profesionalismo.

La tesis de Jiménez Gómez devela unos rasgos culturales que pueden simplificarse bruscamente como una cultura de apego institucional en la fuerza pública y una cultura autoritaria en la sociedad civil. Esto quedó demostrado esta semana después de los horribles hechos ocurridos en Bogotá la semana pasada. El director de la policía pidió perdón mientras que el presidente de la república no lo hizo; la policía reconocía que cerca de medio centenar de armas oficiales fueron disparadas, mientras gran parte de los opinadores se concentraban en los vándalos y en barruntar teorías conspirativas.

Después del heroico esfuerzo de la policía en la lucha contra el narcotráfico y su participación en la exitosa lucha contra las Farc, la institución entró en un marasmo cuya principal responsabilidad corresponde al poder ejecutivo. En la última década ningún gobierno quiso meterle el diente a una reforma policial que incluyera el control externo por parte de las autoridades. El cambio dramático en el panorama de seguridad del país después del 2016, así lo exigía y hubo muchos foros y propuestas de expertos y organismos cívicos.

La timidez de la crítica interna y el inmovilismo gubernamental han hecho que la fuerza pública se mueva al son de la presión internacional, especialmente de Estados Unidos. Como sabe todo buen administrador, siempre son más constructivos los apoyos críticos que los comités de aplausos. Sirve más el análisis doloroso que las melosas declaraciones de amor.

El Colombiano, 20 de septiembre.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Apaciguar la furia

Más de 15 años trabajando en temas de seguridad me permiten afirmar que la policía colombiana no es asesina, como la brasileña o la estadounidense. Baste comparar las cifras de homicidios a manos de la policía en Rio de Janeiro y Medellín durante un año cualquiera, digamos 2017: más de 1.100 en Rio, 6 en Medellín. El problema de la policía colombiana es otro, una crisis institucional desatendida desde hace varios años. ¿Cómo se explican los asesinatos de Bogotá?

Por la coyuntura. El gobierno de Iván Duque usó la pandemia para elevar actos cotidianos al nivel de delitos. Los policías veteranos —lo vivimos todos— capearon la situación conversando con los infractores y haciendo la pedagogía que no hicieron los administradores públicos. Los policías corruptos hicieron su agosto desde marzo: pague y siga. Pero también hubo los machistas y violentos que aprovecharon la patente que les dieron con los decretos abusivos de la cuarentena para desahogarse. Periodistas y columnistas reportaron innumerables casos de ancianos zarandeados, vendedores ambulantes detenidos, jóvenes heridos o asesinados por el “delito” de salir a la calle.

El gobierno nacional no detuvo esta pendiente resbaladiza. Sigue considerando que el consumo de licor en sitios públicos es un delito. Una noche, un ciudadano normal sale, con unos tragos en la cabeza, a comprar otra botella y se encuentra con dos policías con ganas de pegar que se extralimitan en el uso de la fuerza y lo matan. Todo esto puede ser anecdótico, como la historia que se narra en la película Un día de furia (Joel Schumacher, 1993). Un gobierno decente hubiera cortado por lo sano haciéndole un reproche a la fuerza pública y mostrando empatía por la víctima. Ni Duque ni su ministro de defensa hicieron eso.

Lo que no es anecdótico es que, después, la policía metropolitana de Bogotá matara a otros siete ciudadanos que participaban en las protestas (“¿Quiénes son las víctimas fatales durante la noche de caos en Bogotá?”, El Tiempo, 10.09.20). No lo es porque en estos casos la policía actuó con premeditación, en contra de todos los protocolos disponibles. El director administrativo de la Presidencia, Diego Molano le pidió a la alcaldesa que garantizara el orden público. ¿No conoce la constitución? ¿No sabe que por el artículo 189 es competencia del presidente y que los alcaldes intervienen siguiendo órdenes presidenciales (art. 315)?

Pero el asunto no es nuevo. Veníamos con una gran insatisfacción con el régimen político, mostrada por todas las encuestadoras y visible en las manifestaciones callejeras de 2019.  Súmesele a esto el desastre social y económico al que este gobierno ha llevado al país. La calle reaparecerá y puede ser con furia. La sociedad debe preparar una respuesta proactiva y sensata. Contra toda evidencia, uno esperaría que el gobierno cambiara su forma de encarar la protesta.

El Colombiano, 13 de septiembre

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Avianca

El Colombiano, 1 de septiembre, “Préstamo a Avianca, vuelo que aún no aterriza”. 

Desde que empezaron las terribles medidas de choque para enfrentar el virus, muchos analistas económicos en Europa y Estados Unidos lo intuyeron. Tiana Lowe, periodista conservadora del muy conservador periódico Washington Examiner, dijo el 17 de marzo que no había “ningún argumento práctico para rescatar a la industria de las aerolíneas” (“Don't bailout the Airlines”). "Tampoco hay un argumento conservador", añadió la señora. En esa tesitura podríamos decir que, menos aun, hay un argumento liberal para hacerlo. Los argumentos pueden ser corporativistas... la otra alternativa es corrupción, que no es un argumento sino una explicación. 

Eran advertencias sobre una medida que ya había sido tomada en el pasado con amargas lecciones para los contribuyentes. Las empresas que fueron salvadas por el Estado en la crisis de 2008 se gastaron la plata en expansión, salarios de ejecutivos y -hubo casos- en comprar sus propias acciones para mantener los precios de bolsa.

El gobierno de un presidente que cree que un empleado de cafetería gana dos millones, una vicepresidente que cree que los pobres viven en casitas de 200 metros y una ministra de educación que cree que todos los hogares tienen internet y computadores por persona, ese gobierno mezquino con las ayudas a pequeños y medianos empresarios, trabajadores independientes y nuevos desempleados, ese mismo gobierno le está girando un cheque de 370 millones de dólares a una empresa foránea, propiedad de unos individuos cuestionados por la justicia.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Todos por Medellín

Como sabrán los ciudadanos informados, se constituyó hace poco en la ciudad la veeduría ciudadana “Todos por Medellín”. Su breve manifiesto expresa como intención la de “controlar y vigilar lo de todos e, igualmente, proponer alternativas de futuro, de manera participativa y constructivamente para el bien común”. Añade que “surge para acompañar la gestión pública local, conectar actores alrededor del proyecto de la ciudad, proponer caminos a seguir, señalar prioridades, observarla y orientarla, vigilarla cuando corresponda y denunciar cuando sea necesario para proteger el patrimonio público y los intereses colectivos” (todospormedellin.org).

El profesor de derecho constitucional Esteban Hoyos Ceballos explicó hace poco que las veedurías ciudadanas son “un mecanismo democrático de representación que permite a los ciudadanos y a organizaciones comunitarias, ejercer vigilancia sobre la gestión de las autoridades públicas y, en algunos casos de los particulares, en la ejecución de programas, proyectos, contratos o en lo que atañe a la prestación de los servicios públicos” (“¿Para qué una veeduría ciudadana a la Alcaldía y a EPM?”, El Colombiano, 27.08.20). Es decir, se trata de uno de los elementos de democracia participativa introducidos hace 30 años en nuestra carta política.

Cuando el periodista Luis Carlos Vélez le comentó hace poco a Daniel Quintero que se iba a conformar “un comité cívico de seguimiento para EPM”, el alcalde dijo que “me parece maravilloso e invito a la ciudadanía a sumarse” (Semana, 23.08.20).

Algunos de los amigos del alcalde han salido a atacar este proceso ciudadano. Se aducen explicaciones de todo tipo. Desde algunas tan malas como que la nueva veeduría entrará en competencia con la actual Veeduría al Plan de Desarrollo de Medellín, como si los mecanismos de participación sobraran o como si no se conociera el objeto particular de cada uno de ellos, hasta la socorrida pero no por ello falaz de que “Todos por Medellín” está siendo impulsada por el expresidente Álvaro Uribe.

La suma de la oposición a la nueva veeduría está recogida en el comunicado de “Colombia Humana”, la personería jurídica de Gustavo Petro (“Control social para la recuperación de EPM”, 29.08.20). Los diez puntos del comunicado se resumen en tres tesis. La primera es que el representante de los ciudadanos es el alcalde, razón por la cual los ciudadanos deben limitarse a apoyar sus actos (si uno sigue la idea, es un despropósito hacerle oposición a Duque). La segunda es que el ejercicio ciudadano es válido solo si está orientado por los objetivos que comparte ese jefe político. La tercera tesis es que hay unos enemigos que son el uribismo y los empresarios.

La primera tesis es autoritaria, la segunda es corporativista y la tercera una declaración de principios. Un paquete propio de los movimientos populistas.

Cualquier persona puede sumarse a la veeduría, yo —como el alcalde— los invito a hacerlo (todospormedellin.org).

El Colombiano, 6 de septiembre