lunes, 30 de julio de 2018

Narrativas pueblerinas, Jardín, 17 al 19 de agosto

La segunda versión de Narrativas pueblerinas se llevará a cabo entre el viernes 17 (en la tarde) y el domingo 19 de agosto próximos.

El título de este año es Andágueda. Jesús Botero Restrepo y alude tanto a la obra como al escritor como a la región chocoana, situada al costado occidental de los Farallones del Citará, al otro lado de Andes y Jardín.

Los invitados de esta versión son:
Astrid Bedoya
Jesús Botero García
Efrén Giraldo
Martha Luz Gómez
Juan José Hoyos
Jairo Morales
Juan Carlos Orrego
Alonso Salazar

lunes, 23 de julio de 2018

Urbanidad, ética y modo de vida

A propósito de la bajada de pantalones de Antanas Mockus en el recinto del Senado han proliferado los comentarios en la prensa y en las redes, lo cual demuestra que no fue un acto inocuo.

La ética tiene tres niveles, propongo. El nivel superficial, importante en las relaciones sociales, que llamamos urbanidad, civismo, que llega hasta la cortesía. El nivel profundo, al que nos referimos propiamente como ética o moral, que se afilia con el cumplimento de una serie de preceptos normativos que hacen posible la vida en sociedad y que pueden incluir normas tan antiguas como los diez mandamientos o tan modernas como los derechos humanos. El tercer nivel, contextual, es el modo de vida. Un modo de vida está compuesto por “las expectativas de comportamiento impuestas de forma duradera por el sistema a los individuos y a los grupos” (Hunyadi, 2015).

Los comportamientos que se ajustan a la cortesía, la ética y el modo de vida justo pueden estar disociados. Un ejemplo típico es el delincuente de cuello blanco que, es, con frecuencia, un hombre caballeroso y de buenos modales, y a la vez un inmoral, muchas veces afincado en un modo de vida neutro.

La mayoría de los críticos de Mockus recurren a las normas de urbanidad. Lo hacen refiriéndose a la idea de decencia y disminuyen el enorme peso ético que tiene el concepto decencia. En efecto, según el filósofo Avishai Margalit, una sociedad decente “es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas” (1997), entendiendo que no se trata solo de las instituciones públicas. Ese grito en el cielo acusa de indecente un acto que, quizás, pueda ser calificado como descortés; y, haciéndolo, oculta que de los 103 senadores actuales (saco a los cinco de la Farc), uno fue destituido, 21 heredaron votos de personas condenadas, 22 heredaron votos de personas investigadas penalmente y 19 tienen investigaciones penales (La silla vacía). Es decir, hay 63 senadores con problemas éticos y, según ellos y algunos comentaristas, el que da mal ejemplo a la sociedad es Antanas que muestra las nalgas.

Parafraseando al crítico cultural Benjamin DeMott, el análisis ético serio se estropea cuando se equiparan o se anteponen las cuestiones de la urbanidad sobre las violaciones de la legalidad, la dignidad humana y los derechos (“Seduced by Civility”, 1996). Dice DeMott, que “la democracia puede coexistir con la creencia de que todos los humanos son pecadores, pero no con la creencia de que todos los pecados son iguales”. Uno de los principales problemas de la religiosidad frívola, que denunciaba Cayetano Betancur, es que le da más importancia a las buenas maneras que a los crímenes; por decirlo en el lenguaje del padre Astete, se trata de un puritanismo que se escandaliza por los pecados veniales y hace la vista gorda con los pecados mortales.

El Colombiano, 29 de julio.

La ley contra la legalidad

Aunque en Colombia nadie rechaza la idea de que uno de los fundamentos del Estado es el imperio de la ley, son muy pocos los que le prestan real atención. En las pasadas elecciones, el candidato que levantó la bandera de la cultura de la legalidad fue señalado por tirios y troyanos de “no decir nada”, mientras gran parte de las campañas se basaban en la práctica del “todo vale”. En manos del presidente Santos las cosas, en materia de imperio de la ley, empeoraron. Al menos eso dicen los Worldwide Governance Indicators. En el ítem rule of law —uno de los seis indicadores— Colombia bajó seis puntos entre 2011 y 2016. Tenemos un índice más bajo que Brasil y Panamá, superamos a Ecuador y Perú pero allá subió el puntaje. Mirando nuestros vecinos terrestres solo queda el triste consuelo de superar a Venezuela donde, según el WGI, el imperio de la ley es cero.

La historia y la teoría política han expuesto las distintas formas que impiden que la legalidad estatal cubra a todos los miembros de una comunidad política. Aún no he visto una descripción contundente de una de las maneras más paradójicas de socavar el imperio de la ley: la de expedir leyes. Una manera típica en Colombia.

Como se sabe, en Colombia el tamaño de la actividad económica y social que no se rige por la legislación positiva es cercano al 50%. A eso le llamamos informalidad. Y mientras los expertos consideran que la formalización es una prioridad para el país, el Estado se dedica a hacer más abundantes, sofisticados y onerosos los códigos. Nadie ha observado que el flamante ingreso del país a la Ocde representa un salto jurídico que hará más difícil cumplir las exigencias legales en distintas actividades y ampliará la brecha entre el sector formal y el informal. Un penthouse en medio de un asentamiento tugurial, para recordar la metáfora que usó el novelista Carlos Fuentes cuando México ingresó al Nafta.

La manía legislativa del ejecutivo y del congreso ha explotado en este siglo. Álvaro Uribe Vélez y Juan Manuel Santos expidieron cerca de cinco mil decretos, cifra que duplica el acumulado total desde Olaya Herrera en 1930 hasta Andrés Pastrana en 2002. La hiperregulación en la sociedad ha hecho que la demanda de abogados y administradores crezca desmesuradamente mientras el desarrollo precisa más ingenieros, maestros, humanistas y científicos.

Se olvida, además, que el cumplimiento individual de la ley se basa en un adiestramiento, en introyección del aprendizaje normativo, contra lo que atenta el cambio permanente de las reglas. Ahora cambiaron el pasaporte, que yo recuerde la cuarta vez en mi vida. Cifra parecida a los países de Europa del Este. Solo que allá las razones del cambio fueron una revolución, dos secesiones, un cambio de nombre del Estado.

El Colombiano, 22 de julio

lunes, 16 de julio de 2018

Desdén por la racionalidad

En pleno siglo XXI presenciamos un auge de la superstición, las teorías conspirativas y la credibilidad en las mentiras. Una de las expresiones de este auge está en el ataque directo a las conclusiones de la ciencia. Desde conclusiones tan elementales como que la tierra es redonda o las tesis de la teoría de la evolución, hasta suposiciones infundadas sobre los efectos de las vacunas o los alimentos derivados de productos transgénicos. En el medio hay ideas ridículas sobre la ingesta de café, sal o grasas animales.

Si esa controversia con los hallazgos científicos luce descabellada, los debates sobre temas sociales parecen más sensatos, a pesar de que muchos de ellos están conectados de forma directa con la labor que hacen los científicos. Por ejemplo, que la homosexualidad no es una enfermedad, que las adicciones de diverso tipo lo son en gran medida, o la valoración de los usos masivos de determinados tipos de energía. En el caso de los debates políticos —aunque contamos con un avance enorme de las ciencias sociales— no podemos esperar el gobierno del científico (aunque algunos, sobre todo entre economistas y administradores parecen desearlo).

Sin embargo, en las discusiones sociales uno debería esperar que alguna gente respete las reglas básicas de la conversación. (A propósito, recomiendo el libro Conversación del profesor británico Theodore Zeldin.) No me detendré en ellas, solo en un aspecto que tiene que ver con la presentación de argumentos y razones, hechos y datos. Uno de los aspectos más fastidiosos de la conversación cotidiana es que muchas personas consideran que todas las opiniones son iguales de válidas y que, por tanto, todas deben ser respetables. Esto constituye una violación del mínimo principio de rigor.

Una opinión es, en efecto, una apreciación que carece de cualquier fundamento objetivo y que no depende de las calidades del que la emite. Encontramos auténticas opiniones referidas a puntos enteramente subjetivos cómo cuál fue el mejor jugador del mundial, pero en asuntos sujetos a contraste empírico —como cuál fue el líder de goleo— cualquier opinión carece de sentido.

Otra cosa es la formulación de conjeturas o hipótesis. Los intelectuales públicos serios suelen presentar información pertinente e indicar un marco interpretativo preciso para ofrecer su punto de vista personal. Esa forma de presentar las cosas puede dar lugar a precisiones, modificaciones y visiones alternativas. Da lugar a conversaciones argumentadas. Uno de los males del debate público es que mucha gente se limita a sentar posición sin molestarse en ofrecer un dato o una razón.

La nivelación de la opinión conduce al subjetivismo puro (toda opinión es respetable) o al silencio dañino (no hablar de política). Ante la polarización que tenemos, y que continuará este cuatrienio, será bueno seguir hablando sobre la necesidad de dar razones, cómo darlas, cómo escucharlas y cómo usarlas para tomar decisiones.

El Colombiano, 15 de julio

lunes, 9 de julio de 2018

Carnaval mundial

“Compadezco al niño y a la niña, al hombre y a la mujer que jamás han oído las voces de esa misteriosa vida sensorial, con toda su irracionalidad, más también con su vigilancia y con su felicidad suprema”. Esta frase del filósofo estadounidense William James (1842-1910) encabeza el epígrafe del libro de Simon Critchley En qué pensamos cuando pensamos en fútbol (Sexto piso, 2018).

Critchley es un filósofo británico preocupado, desde una perspectiva fenomenológica, por la ética cotidiana y la cultura popular a quien conocí por el blog The Stone, anclado digitalmente al diario The New York Times. En su libro explora el carácter sensorial y extático de la experiencia futbolística, una experiencia en la que el espectador, el hincha, cumple una función esencial, por no decir central, así aparezca en los márgenes de la acción.

Critchley no le da mucha importancia a la primera parte de la frase de James, pero es inevitable pensar en ella cuando se vive —con medio mundo de por medio— un campeonato del mundo. Compadecer, sí, a todo aquel que no entiende el éxtasis sensorial del fútbol. Más aún, tratar de entender, si es que es posible, al hombre y a la mujer que no han oído la voz de ese misterio. No creo que este aspecto sea menor de cara a seguir develando aquello que nos une y nos separa como especie.

El carácter festivo de cada partido de fútbol se incrementa de manera prodigiosa alrededor del carnaval cuatrienal del campeonato mundial. Ese espíritu de carnaval, de identificación y transfiguración de las personas, las masas y el entorno, es uno de los aspectos que más se ha ido acentuando a medida que el fútbol ha ganado arraigo y alcance en el mundo humano. Esta universalización realza el enunciado de Critchley de que “el fútbol nos ofrece un acceso privilegiado a un conocimiento permanente sobre lo que significa ser humano”.

Nada de esto tiene por qué ocultar el carácter ambiguo, muchas veces contradictorio, que tiene el fútbol, cada vez con mayores dosis de farándula, industria, religión, política. Ni tampoco sus lados siniestros, a propósito de los cuales hago notar que en 1934 premiaron al fascismo de Mussolini, cuatro décadas después (1978) a la sangrienta dictadura argentina y, cuarenta años más (2018), le da lustre al régimen autoritario de Putin (espero que Rusia no haya vencido a Croacia). Ni el hecho bruto de que el mero talento no vence a la organización: Suramérica está en su sequía más prolongada de títulos mundiales en selecciones (4) y en clubes (5).

Jairo Alarcón Arteaga: que la muerte de un maestro no sea noticia pública hace parte de una normalidad engañosa. Alarcón merece el encomio del maestro (de filosofía) y así lo sentimos sus miles de estudiantes en la Universidad de Antioquia y sus colegas.

El Colombiano, 8 de julio

martes, 3 de julio de 2018

Nubes grises

El círculo vicioso de las “transiciones turbulentas” que se viven en América —desde Estados Unidos hasta Argentina— podría ser el siguiente: (1) las democracias liberales se encuentran ante problemas de sus sociedades que no resuelven o no atienden con la diligencia necesaria; (2) en respuesta, surgen regímenes iliberales (populistas o no) que prometen la salvación y la intentan tomando atajos políticos y económicos; (3) el fracaso de esta salida devuelve el poder a los demócratas liberales, a quienes no les alcanzan ni el tiempo ni las decisiones para satisfacer a los ciudadanos; (4) lo que hace que los populistas aparezcan en la escena, de nuevo o por primera vez. De acuerdo con esta interpretación, Estados Unidos estaría en la fase 4, Argentina en la 3, México en la 2 y Colombia en la 1.

La clase política tradicional latinoamericana sufre dos disonancias cognitivas: la primera, es creer que el problema es el populismo. Falso. El populismo es el síntoma, los problemas están en el régimen político y las relaciones económicas. En mi más reciente libro (Populistas a la colombiana), planteo que en Colombia el problema es un presidencialismo excesivo, sujeto a pocos controles, y una economía dominada por el poder político y criminal. El expresidente Fernando Henrique Cardoso señala, para Brasil, la débil inserción global de la economía, el lento crecimiento per cápita y la insatisfacción ciudadana con el sistema político (“Revolutionary conditions are developing in Brazil”, The Washington Post, 09.06.18).

La segunda, es que nuestros políticos ignoran que ellos son parte del problema. Cardoso acusa a las tres últimas administraciones brasileñas de tomar decisiones económicas malas e irresponsables, e indica que el país está sufriendo “una terrible crisis moral”, refiriéndose a la corrupción, el clientelismo y los privilegios. Nada de esto es ajeno a Colombia y nada indica, excepto la mayor eficiencia del sistema judicial brasileño, que acá las cosas sean menos graves. Me llama la atención que Cardoso, un sociólogo formado en el marxismo y ya vuelto a las teorías clásicas, hable de crisis moral. Los materialistas vulgares colombianos no admiten que se hable de moralidad.

Según Cardoso, esta mezcla puede estar a punto de generar una situación revolucionaria en su país. Según mi ciclo, Brasil estaría a punto de pasar de la fase 3 a la 2, de la mano de la popularidad del exmilitar Jair Bolsonaro. Cuando esta columna sea periódico de ayer, habrá ganado Andrés López Obrador en México.

Cardoso dice que “cualquiera que aprecie la democracia y la libertad sabe que hay que hacer” y que las demandas sociales son bien conocidas. Me temo que en Colombia no bastarán el pan ni el circo (en octavos del Mundial, y Nairo en el podio). Si no hay cambios en el régimen político ni formalización económica —incluyendo el catastro rural— tendremos turbulencias.

El Colombiano, 1 de julio.