En pleno siglo XXI presenciamos un auge de la superstición, las teorías conspirativas y la credibilidad en las mentiras. Una de las expresiones de este auge está en el ataque directo a las conclusiones de la ciencia. Desde conclusiones tan elementales como que la tierra es redonda o las tesis de la teoría de la evolución, hasta suposiciones infundadas sobre los efectos de las vacunas o los alimentos derivados de productos transgénicos. En el medio hay ideas ridículas sobre la ingesta de café, sal o grasas animales.
Si esa controversia con los hallazgos científicos luce descabellada, los debates sobre temas sociales parecen más sensatos, a pesar de que muchos de ellos están conectados de forma directa con la labor que hacen los científicos. Por ejemplo, que la homosexualidad no es una enfermedad, que las adicciones de diverso tipo lo son en gran medida, o la valoración de los usos masivos de determinados tipos de energía. En el caso de los debates políticos —aunque contamos con un avance enorme de las ciencias sociales— no podemos esperar el gobierno del científico (aunque algunos, sobre todo entre economistas y administradores parecen desearlo).
Sin embargo, en las discusiones sociales uno debería esperar que alguna gente respete las reglas básicas de la conversación. (A propósito, recomiendo el libro Conversación del profesor británico Theodore Zeldin.) No me detendré en ellas, solo en un aspecto que tiene que ver con la presentación de argumentos y razones, hechos y datos. Uno de los aspectos más fastidiosos de la conversación cotidiana es que muchas personas consideran que todas las opiniones son iguales de válidas y que, por tanto, todas deben ser respetables. Esto constituye una violación del mínimo principio de rigor.
Una opinión es, en efecto, una apreciación que carece de cualquier fundamento objetivo y que no depende de las calidades del que la emite. Encontramos auténticas opiniones referidas a puntos enteramente subjetivos cómo cuál fue el mejor jugador del mundial, pero en asuntos sujetos a contraste empírico —como cuál fue el líder de goleo— cualquier opinión carece de sentido.
Otra cosa es la formulación de conjeturas o hipótesis. Los intelectuales públicos serios suelen presentar información pertinente e indicar un marco interpretativo preciso para ofrecer su punto de vista personal. Esa forma de presentar las cosas puede dar lugar a precisiones, modificaciones y visiones alternativas. Da lugar a conversaciones argumentadas. Uno de los males del debate público es que mucha gente se limita a sentar posición sin molestarse en ofrecer un dato o una razón.
La nivelación de la opinión conduce al subjetivismo puro (toda opinión es respetable) o al silencio dañino (no hablar de política). Ante la polarización que tenemos, y que continuará este cuatrienio, será bueno seguir hablando sobre la necesidad de dar razones, cómo darlas, cómo escucharlas y cómo usarlas para tomar decisiones.
El Colombiano, 15 de julio
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