“Compadezco al niño y a la niña, al hombre y a la mujer que jamás han oído las voces de esa misteriosa vida sensorial, con toda su irracionalidad, más también con su vigilancia y con su felicidad suprema”. Esta frase del filósofo estadounidense William James (1842-1910) encabeza el epígrafe del libro de Simon Critchley En qué pensamos cuando pensamos en fútbol (Sexto piso, 2018).
Critchley es un filósofo británico preocupado, desde una perspectiva fenomenológica, por la ética cotidiana y la cultura popular a quien conocí por el blog The Stone, anclado digitalmente al diario The New York Times. En su libro explora el carácter sensorial y extático de la experiencia futbolística, una experiencia en la que el espectador, el hincha, cumple una función esencial, por no decir central, así aparezca en los márgenes de la acción.
Critchley no le da mucha importancia a la primera parte de la frase de James, pero es inevitable pensar en ella cuando se vive —con medio mundo de por medio— un campeonato del mundo. Compadecer, sí, a todo aquel que no entiende el éxtasis sensorial del fútbol. Más aún, tratar de entender, si es que es posible, al hombre y a la mujer que no han oído la voz de ese misterio. No creo que este aspecto sea menor de cara a seguir develando aquello que nos une y nos separa como especie.
El carácter festivo de cada partido de fútbol se incrementa de manera prodigiosa alrededor del carnaval cuatrienal del campeonato mundial. Ese espíritu de carnaval, de identificación y transfiguración de las personas, las masas y el entorno, es uno de los aspectos que más se ha ido acentuando a medida que el fútbol ha ganado arraigo y alcance en el mundo humano. Esta universalización realza el enunciado de Critchley de que “el fútbol nos ofrece un acceso privilegiado a un conocimiento permanente sobre lo que significa ser humano”.
Nada de esto tiene por qué ocultar el carácter ambiguo, muchas veces contradictorio, que tiene el fútbol, cada vez con mayores dosis de farándula, industria, religión, política. Ni tampoco sus lados siniestros, a propósito de los cuales hago notar que en 1934 premiaron al fascismo de Mussolini, cuatro décadas después (1978) a la sangrienta dictadura argentina y, cuarenta años más (2018), le da lustre al régimen autoritario de Putin (espero que Rusia no haya vencido a Croacia). Ni el hecho bruto de que el mero talento no vence a la organización: Suramérica está en su sequía más prolongada de títulos mundiales en selecciones (4) y en clubes (5).
Jairo Alarcón Arteaga: que la muerte de un maestro no sea noticia pública hace parte de una normalidad engañosa. Alarcón merece el encomio del maestro (de filosofía) y así lo sentimos sus miles de estudiantes en la Universidad de Antioquia y sus colegas.
El Colombiano, 8 de julio
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