lunes, 21 de septiembre de 2020

Amores que matan

Colombia goza de un enorme prestigio por su tradición civilista, medida por el bajo número de golpes militares en su historia, y, a la vez de un desprestigio significativo por su trayectoria en violaciones de los derechos humanos por parte de la fuerza pública. Una explicación de esta incongruencia fue ofrecida hace 35 años por el entonces procurador Carlos Jiménez Gómez, en la época en la que todavía los presidentes tenían la decencia de asegurar que los órganos de control quedaran en manos distintas a las de sus amigos y copartidarios. Dijo Jiménez Gómez que en el país los civiles eran más militaristas que los militares.

A lo largo de mi vida profesional he podido comprobar la validez de esa afirmación hasta hoy. Participé como instructor en el programa de transformación cultural de la policía a mediados de los años noventa y en los últimos años como docente en los programas de ascenso a general en la misma institución. A raíz del proceso de negociación con las Farc en La Habana pude dialogar con altos mandos militares, incluyendo varios generales. En todos los casos pude percibir una sensibilidad verosímil hacia la ciudadanía y hacia las normas básicas que nos identifican como una sociedad democrática liberal, muy imperfecta. No es gratuito que a nivel internacional tanto las Fuerzas Militares como la Policía sean reconocidas, entre los expertos en seguridad, por su profesionalismo.

La tesis de Jiménez Gómez devela unos rasgos culturales que pueden simplificarse bruscamente como una cultura de apego institucional en la fuerza pública y una cultura autoritaria en la sociedad civil. Esto quedó demostrado esta semana después de los horribles hechos ocurridos en Bogotá la semana pasada. El director de la policía pidió perdón mientras que el presidente de la república no lo hizo; la policía reconocía que cerca de medio centenar de armas oficiales fueron disparadas, mientras gran parte de los opinadores se concentraban en los vándalos y en barruntar teorías conspirativas.

Después del heroico esfuerzo de la policía en la lucha contra el narcotráfico y su participación en la exitosa lucha contra las Farc, la institución entró en un marasmo cuya principal responsabilidad corresponde al poder ejecutivo. En la última década ningún gobierno quiso meterle el diente a una reforma policial que incluyera el control externo por parte de las autoridades. El cambio dramático en el panorama de seguridad del país después del 2016, así lo exigía y hubo muchos foros y propuestas de expertos y organismos cívicos.

La timidez de la crítica interna y el inmovilismo gubernamental han hecho que la fuerza pública se mueva al son de la presión internacional, especialmente de Estados Unidos. Como sabe todo buen administrador, siempre son más constructivos los apoyos críticos que los comités de aplausos. Sirve más el análisis doloroso que las melosas declaraciones de amor.

El Colombiano, 20 de septiembre.

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