Paz y reconciliación, palabras comunes en el lenguaje colombiano de los últimos 30 años. Muy comunes, incluso, durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez, promotor de la Ley de Justicia y Paz y de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. El tiempo de esas palabras es el futuro. Paz y reconciliación se predican como tareas, como proyectos. No repetición —término que aparece 98 veces en el Acuerdo del Teatro Colón— también remite al futuro. Pero los colombianos estamos enfocados en el pasado, quién hizo qué, cuándo y por qué.
Siempre creí que, ante las ocurrencias humanitarias, no había nada mejor que recuperar la tradición nacional en materia de paz. Esa tradición se define por el recurso a la amnistía amplia a los participantes en las guerras, desde hace dos siglos, y la negociación política, desde hace uno. El afán justiciero, alimentado desde izquierda y derecha, me parecía nocivo. (Escribí mucho sobre el asunto en su momento.)
Sin salirse del marco que invocaba justicia, algunos expertos le aconsejaron al país aplicarla en dosis pequeñas. Un fiscal de la Corte Penal Internacional recomendó, en el caso de los paramilitares, juzgar una docena de casos ejemplares. El estado se metió a la tarea de juzgar a miles, mientras algunas ONG pedían que se enjuiciaran a varias decenas de miles.
Teníamos otra posibilidad. Usar la justicia transicional solo para resolver los casos abiertos por la jurisdicción ordinaria. En Uruguay se presentó un proceso que le dio prioridad a la política sobre el derecho y a la reconciliación sobre la justicia. Ellos empezaron por una amnistía amplia y sin condiciones, conocida brevemente como Ley de Caducidad, y poco a poco fueron permitiendo el juzgamiento de cierto tipo de responsables. Con mucha prudencia y visión los uruguayos han hecho, quizás, la transición a la democracia más tranquila de Iberoamérica.
Hace poco The Economist se hizo la pregunta de si acaso las amnistías eran una mala idea (“Are amnesties in Latin America always a bad idea?”, 29.06.19). El articulista recurre al equilibrismo tradicional de quien se preocupa más por la objetividad que por el argumento. Pero dice dos cosas con las que concuerdo por completo: “La justicia retroactiva es más problemática si se percibe que es unilateral”; “el debate político en América Latina se enfoca demasiado en el pasado. Una región rezagada del resto del mundo, económica y tecnológicamente, no puede permitirse ese lujo”.
Pues bien, ese es el lujo, el derroche, que nos estamos dando los colombianos; Jesús Santrich y general Mario Montoya de por medio. Seguiré abusando de la figura bíblica: nuestro modelo es la mujer de Lot. Los hermeneutas judíos dicen que se llamaba Yrit, o sea Edith. Queremos salir de Sodoma, pero una mezcla de venganza y estupidez nos hace mirar atrás, y nos paraliza. Clones de Edith somos.
El Colombiano, 14 de julio
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