Primero fue Entrevista con la historia, después Un hombre, al final su trilogía sobre la presencia hostil del islamismo en Occidente. Etapas fijadas desde las irregularidades de cualquier bibliografía que requiere salvar los peajes de traducciones, decisiones de publicación y azares de la distribución hasta llegar a un destino como Colombia. La obra de Oriana Fallaci (1929-2006) marcó a grupos de jóvenes urbanos que sospechaban del poder en los años setenta, admiraban la resistencia a las tiranías en los ochenta y no entendían qué pasaba en el siglo XXI.
Asombra el silencio alrededor de su figura. De ella, insuperable entre las entrevistadoras; la que le plantó cara al ayatolá Jomeini y a Kissinger, la que supo leer el nido viperino de Andreotti, la que no se dejó engañar por Arafat ni por el Vietcong. De ella, la reportera que contó la situación de las mujeres en Oriente, la que ametrallaron en Tlatelolco, la que se coló en una misión militar a Beirut. De ella, quien estuvo en la primera fila de todo acontecimiento significativo entre la segunda guerra mundial y la caída del muro.
Sus colegas periodistas están birlando el décimo aniversario de su muerte (16 de septiembre). Los escritores callan. Las editoriales no creen que suenen las cajas registradoras. No veremos pulular las fotos (que se arrepintió de haberse dejado tomar) con el rostro pétreo, desencantado, de la mujer que de niña se escabullía entre las tropas de ocupación para apoyar las acciones de la resistencia italiana, que era la línea de fuego de su familia, de su país y de la cultura de la ilustración toda.
Fallaci –la llamo por su apellido porque su nombre ya ha sido ocupado en mi vida– nunca dio rodeos para hablar, escribir, opinar, y lo hizo en circunstancias muy peligrosas y sobre personas muy poderosas. Su última obra tiene una apostilla que se llama El Apocalipsis, siguiendo la idea de Juan Evangelista, pero sin adivinanzas, circunloquios, ni sobreentendidos, dijo. Esa claridad, esa pulsión de transparencia obsesiva y, tal vez, imposible, pudo haber contribuido a la soledad de esta primera fase de su inmortalidad. Anarquista, pacifista, feminista, liberal, no es amada ni vindicada por los anarquistas, los pacifistas, las feministas ni los liberales.
Sus causas fueron la libertad, la no dominación, la autonomía individual, pero su saber dormido sobre el mundo musulmán despertó con la violencia del once de septiembre. Entonces se describió como una atea cristiana. Una personalidad individualizada con radicalidad que sabe que vive en una sociedad cristiana, ilustrada, abierta. Y ella, una de las más descarnadas críticas de las lacras del mundo occidental se sintió obligada a adoptar su causa y su defensa. En su ostracismo, ella, la más sola, solo pudo ser entrevistada por ella, la mejor reportera. ¿Por qué? “Porque tengo la muerte encima”.
El Colombiano, 18 de septiembre
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