El referendo para decidir la permanencia o no de Gran Bretaña en la Unión Europea ha puesto de presente varias cosas. Que un puñado de demagogos puede obnubilar a una mayoría de la población. Que en un ambiente de alta emocionalidad, mucha gente –como en las fiestas– puede hacer lo que en el resto de sus días no haría. Que Aristóteles sigue teniendo razón al temerles a las mayorías ocasionales que pueden borrar de un plumazo la obra de las mayorías estables del pasado. Que las aventuras son costosas.
Por esa razón hace varios años (“Consejos al margen de la mesa”, El Colombiano, 12.09.12) me opuse a que hubiera injerencias externas en una negociación en la que el gobierno era el representante de la sociedad colombiana. El argumento era elemental: el Presidente de la República goza de una investidura legítima y –aquí y en Cafarnaúm– los jefes de estado deciden sobre la guerra y la paz. ¿Necesitó Álvaro Uribe un referendo para establecer la seguridad democrática, tan necesaria y costosa como este acuerdo?
La desconfianza de las Farc en el resto del país nos ha llevado a un esquema kafkiano de supuestos blindajes que incluyen el referendo. De allí el pulso inaudito que se viene entre el sí y el no. Inaudito porque, como dijo san Agustín, nadie está en contra de la paz. Nadie con dos dedos de frente y un gramo de conciencia. Por eso, los despuntes de un partido del no se tienen que hacer con sofismas, prejuicios y rabias. Pero, aun así, eso no basta. Porque en la vida pública no es suficiente con decir que no.
Los filósofos españoles Victoria Camps y Salvador Giner afirman que decir no es una virtud cívica (Manual de civismo, Ariel, 2014), pero ese decir no siempre debe entrañar una propuesta. En Gandhi, la independencia del país; en King, los derechos civiles de los negros. Pero en el caso colombiano no hay propuesta, ni –creo yo– probabilidades de una. Y para un líder y un partido políticos, salir a la escena pública sin alternativas viables de acción es una irresponsabilidad.
Los acuerdos de La Habana no se pueden congelar con un no. A estas alturas, es bueno que se tenga en mente que los acuerdos no son solo esas 140 páginas que han torturado los negociadores. Alrededor de ellos se han venido tejiendo redes de relaciones, discusiones, consensos, instituciones, en el país y en el mundo. La única oferta es volver al pasado, cosa imposible, y barajar de nuevo puede ser muy costoso. Desbaratar esto puede ser tan complejo como para Reino Unido salirse de la Unión Europea. No sé si Boris Johnson se dará cuenta de lo estúpido que suena cuando pretende que no ha pasado nada (mientras la economía tambalea y el Estado amenaza colapsar).
El Colombiano, 3 de julio
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