lunes, 11 de julio de 2016

Matar al mensajero

Dijo Sófocles, en Antígona, que “nadie ama al mensajero que trae malas noticias”. Mi experiencia en la Colombia del tercer milenio es casi por completo la contraria: nadie ama al portador de buenas noticias. Uno de mis maestros –el padre Carlos Alberto Calderón– solía hablar de realismo esperanzado. Una calificación afortunada para una ubicación en el mundo como la que pensaran Hume o Kant.

De este modo, el analista social puede encontrar en la realidad las preguntas y las dificultades, pero también las posibilidades y las palancas para moverla. Tal consejo ayuda a mantener la ponderación, a mostrar matices y apartarse de los peligros que suscita la certeza. En palabras bastas, ayuda a ver siempre el vaso medio lleno, que es como suele estar con las excepciones muy raras de calamidades o bendiciones. No siempre cae maná del cielo pero tampoco hay un diluvio universal.

Sin embargo, una de las reacciones más comunes en mis auditorios es de incomodidad y molestia. En mis temas de investigación, por ejemplo, cuando sostengo que Medellín vive su mejor situación de seguridad en 30 años o que todos los procesos de desmovilización en Colombia tuvieron resultados positivos –incluyendo el de los paramilitares. Al tipo de gente que acude a los auditorios académicos le disgusta que le digan que hay cosas que funcionan bien. Parece que la supersticiosa costumbre antigua de matar al mensajero de malas nuevas hubiera sido sustituida por la de detestar a quien muestra el lado amable del mundo. No es raro que en los campus se confunda la crítica con el denuesto.

Ello tal vez devele uno de los rasgos sociales más pronunciados de la sociedad colombiana, el de la desconfianza, la suspicacia que lleva a ver a cada congénere como amenaza y cada acto como velo de segundas intenciones. Pocas conductas hay tan irracionales y perjudiciales para la vida social. No hay cooperación posible si no se confía mínimamente en el otro, ni conversación viable cuando se presumen razones distintas a las que se escuchan.

Dice uno de los protagonistas de la última novela de Amos Oz: “El recelo, al igual, que el ácido, corroe el recipiente que lo contiene y devora al receloso mismo: protegerse día y noche de todo el género humano, estar tramando sin cesar cómo escapar de las intrigas y cómo evitar las conspiraciones y qué treta utilizar para olisquear de lejos una red tendida a sus pies, todo eso causa por fuerza daños irreparables, y esas cosas son las que dejan al hombre fuera del mundo” (Judas, Siruela, 2015).

El receloso, suspicaz, desconfiado, no ayuda y tampoco se ayuda. Causa daños irreparables, dice el escritor israelí, a los demás y a sí mismo. No tiene nada que ver con el escéptico, ni con el crítico, ni con el irónico.

El Colombiano
, 10 de julio

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