En tiempos idos una expresión habitual de crítica personal era “usted es la contraria del pueblo”; una forma de decir, usted piensa distinto a la mayoría, va en contra del saber convencional, no comparte los lugares comunes que conforman las creencias dominantes. La filosofía siempre ha sospechado de la opinión, doxa, le decimos en la jerga. Se le oponía a la ciencia. Pensadores como Frederick Hayek predicaron la promoción de la idea excéntrica, novedosa y minoritaria que pusiera a prueba las verdades establecidas.
Alguien tiene que llevar la contraria (Ariel, 2016) es el reciente libro en el que Alejandro Gaviria teje textos diversos alrededor de esta idea, expresada en un coloquialismo bello que guarda una similitud inconfesada con el “vivir a la enemiga” de Fernando González. El planteamiento más novedoso que hallo allí es que “el pensamiento anticientífico sigue estando muy arraigado” en Colombia (“La guerra intelectual contra la fracasomanía”, El Espectador, 29.10.16). Lo dijo en una entrevista a propósito del ensayo “El silencio de Darwin en Colombia” pero amerita explayarse sobre él, ante todo, porque esta manera de pensar afecta sobre todo los hallazgos de las ciencias sociales.
Una de las frustraciones de los practicantes de los estudios sociales en Colombia es la precariedad de nuestra influencia sobre la opinión pública. La contradicción entre el saber establecido y las conclusiones de las investigaciones es habitual, enorme y muy persistente. Hay muchas explicaciones posibles para esa brecha, una de las cuales es la creencia ya rebatida (creo en Popper) de que ciencia es la ciencia natural o solo ella. Un físico que dice estupideces –como Hawking sobre Dios– goza de más credibilidad que un sociólogo que explica la xenofobia en Europa.
Gaviria se sumó hace tiempo a las huestes intelectuales filadas bajo la bandera de Albert Hirschmann (1951-2012) en contra del reflejo catastrofista de la intelectualidad latinoamericana que nombramos como “fracasomanía”. Por supuesto, la principal responsabilidad recae en los propios intelectuales, en nuestras veleidades, enclaustramientos, contradicciones, la incapacidad o el desgano para interactuar con los mediadores: prensa, periodistas, redes sociales, maestros, predicadores, publicistas. La ignorancia invencible siempre se puede arrinconar.
No se trata de convertir en dogmas los hallazgos de la ciencia, que siempre son provisionales. Para ello es necesario cultivar el escepticismo, uno de los temas del libro. Pero siempre, siempre, el punto de partida debería ser la conclusión más probada. Y, qué pena, deberíamos recuperar el argumento de autoridad. ¿Por qué un medio difunde, como axiomas, las posiciones políticas de un poeta y no le pregunta por medicina o astronomía?
No sé mis colegas, pero yo estoy temblando desde que se anunció la publicación de una historia de Colombia con autoría de Antonio Caballero, cuyas frecuentes afirmaciones sobre el país van a contrapelo de nuestro saber social, cada vez más sólido y riguroso.
El Colombiano, 6 de noviembre
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