En Colombia diversas circunstancias –entre ellas la desunión de la izquierda armada y el narcotráfico– hicieron que tuviéramos una paz por cuotas. Visto en retrospectiva, el acuerdo que se firmó el pasado 24 de agosto para el desarme y desmovilización de las Farc es el décimo que tenemos en el país desde 1990 para combatientes ilegales. Su peso específico radica en que se trata de uno de los grupos más antiguos, grandes y dañinos que ha soportado la sociedad colombiana, y de ahí su importancia.
Es el décimo proceso con organizaciones que tenían motivaciones políticas –incluyendo las paramilitares– pero no el último. Efectuados el desarme y la reinserción de las Farc, habríamos resuelto, digamos el 70% del problema nacional y el total en algunas regiones del país. Queda el Eln. Es muy difícil predecir qué va a pasar con ese grupo. Hay signos de que la mesa de conversaciones puede abrirse después del plebiscito, pero los términos de la agenda, la conducta y el discurso de sus jefes no dan pábulo para el optimismo.
La paz ha sido por cuotas y también por porciones territoriales. Esta no será diferente. Podemos esperar cambios importantes en regiones donde las Farc han sido hegemónicas, siempre y cuando que allí el volumen de desmovilizados se acerque al cien por ciento. Por desgracia, ya sabemos que algunas regiones del país se mantendrán en el desorden y la violencia. Con certeza, el Catatumbo, el piedemonte araucano, porciones de Chocó y la costa nariñense, seguirán como están, con el aditamento de fuertes amenazas sobre la militancia de las Farc. En esas regiones las Farc no son ni el único ni el principal contendor violento del Estado ni predador de rentas. Yendo tras las fuerzas militares, el Estado se verá forzado a llegar a las fronteras. En Antioquia, el enigma es la conducta de algunos mandos medios de los frentes 18 y 36.
Si el Estado y la sociedad colombianos hacen bien las tareas que implican las 297 páginas del “Acuerdo final”, podremos lograr articular –económica, social y políticamente– al país moderno el norte de Antioquia, sur del Meta, Tolima y Huila, oriente caucano y nariñense, Caquetá y Putumayo. No es poca cosa. La fuerza pública liberaría enormes recursos para concentrarse en las áreas conflictivas y aplicarse a garantizar el control estatal de todo el territorio nacional. El Estado fortalecería sus capacidades en estas periferias, pudiendo conocer, medir y gestionar gran parte del campo colombiano.
No se trata del abuso que ha hecho el presidente de la República sobreestimando demagógicamente los beneficios e ignorando los riesgos, ni se trata tampoco del escenario apocalíptico que dibuja el senador Álvaro Uribe. No es un acuerdo perfecto. Se trata de una oportunidad como pocas recordamos (1957, 1991). Esa es la decisión que tomaremos el 2 de octubre.
El Colombiano, 28 de agosto
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