Una de las varias formas que usan los medios de comunicación para resumir un año es a través de preguntas como el personaje o el acontecimiento del año; las secciones culturales tratan de señalar el libro, el disco o la película del año; recientemente se indaga por la palabra –lo que pone de presente la importancia del lenguaje en el mundo contemporáneo. Haré este ejercicio brevemente para cerrar este 2017.
La palabra del año es corrupción. Si no nos gustan las generalidades podemos cambiarla por Odebrecht. Es la palabra más importante en Suramérica y en Colombia. En la región fue una palabra con poder que llevó a juicio a expresidentes y ministros; tiene tambaleando al gobierno peruano. En Colombia fue una palabra sonora, apagada en los recintos de la Fiscalía General de la Nación que tocó senadores provincianos y algunos funcionarios de segundo nivel pero que no ha llegado a los vestíbulos de la Casa de Nariño.
El acontecimiento del año en Colombia fue la desmovilización de las Farc. Uno puede obnubilarse con las noticias de la noche que desmienten las de la mañana, pero ese hecho quedará en los libros de la historia mundial como uno de los que alcanzarán el rango de “acontecimiento”, es decir, de punto de inflexión en el curso del tiempo. Gracias a él, 2017 tendrá el peso de 1953 o 1991 y no será solo un año más de desgobierno.
En el mundo, sin dudas, lo es la irrupción de Donald Trump en la Casa Blanca, con efectos disruptivos que pocos se imaginaron en sus detalles. Desde la destrucción del seguro de salud para 25 millones de estadunidenses hasta las medidas sobre clima o internet que afectarán a toda la humanidad. El historiador italiano Enzo Traverso acaba de llamarlo fascista, aclarando que no tiene tras de sí un movimiento fascista; menos aún que el régimen político en el que se inscribe lo sea (“Como europeo, no veo Cataluña como una nación oprimida”, El País, 14.12.17). No me gustan los calificativos, aunque este no desentona.
No existe una categoría para el muerto del año; solo a muertes notables alude The New York Times. El final de año debe servir siempre para recordar y agradecer a aquellos que tocaron nuestras vidas. La mente: Tzvetan Todorov, Giovanni Sartori, Daniel Herrera, Luz Gabriela Arango. El corazón: Chuck Berry, Tom Petty, Elkin Ramírez, Chris Cornell. El espíritu: Sam Shepard.
El funcionario público del año debió haber sido el Presidente de la República, pudo serlo el Fiscal General de la Nación pero –siempre en mi opinión– fue el Superintendente de Industria y Comercio. El mundo se llenó de tantos personajes grises que da lidia encontrar gente de talla; dejarán huella en sus países y regiones Angela Merkel y Xi Jinping, Emmanuel Macron es apenas una esperanza.
El Colombiano, 17 de diciembre
lunes, 18 de diciembre de 2017
lunes, 11 de diciembre de 2017
Cuatro libros para entendernos
La principal preocupación del país, es decir, de la sociedad y de los dirigentes debería ser la reconciliación, aunque lo que uno ve en la escena pública es la lucha ciega entre el miedo y el odio. La frase es de Álvaro Gómez Hurtado (1919-1995) a propósito de las elecciones de 1970; un tema sobre el que volveré cuando se acerque mayo del 2018. La reconciliación necesita reflexión, comprensión, distancia, discusión informada. Eso nos lo ofrecen cuatro libros publicados durante 2017. Será mi recomendación para vacaciones.
Empiezo por el que abarca el periodo más largo de la historia colombiana. Daniel Pécaut acaba de publicar una larga y magnífica conversación con el profesor Alberto Valencia Gutérrez de la Universidad del Valle (En busca de la nación colombiana, Debate). Pécaut recaba en su caracterización de Colombia como un país fragmentado no solo desde el punto de vista territorial, sino también social y político. El mensaje duro es que necesitamos avanzar en “la construcción de una voluntad nacional y de una visión de futuro”.
El trabajo que se remonta más atrás es de Francisco Gutiérrez Sanín, profesor de la Universidad Nacional (La destrucción de una república, Taurus - Universidad Externado). Trata del periodo de la república liberal (1930-1946) a través de la manera como se estructuraron y se condujeron los partidos tradicionales, pero hace un contraste esclarecedor sobre la llamada “hegemonía conservadora”, destrozando las caricaturas que se hacen sobre ambos periodos. La república destruida no fue solo la liberal sino la colombiana.
Eduardo Pizarro Leongómez publicó Cambiar el futuro (Debate). Se trata de la historia de los acuerdos de paz desde 1984 hasta el 2016. Una panorámica necesaria que muestra cómo este país se empecinó en buscar la paz casi desde el momento mismo en que comenzaron las guerras insurgentes. Y cómo los méritos de esta paz parcelada están muy repartidos. Puede verse que a lo largo de 35 años el país construyó instituciones, reglas y capacidades que terminan por configurar una política de Estado, sinuosa pero productiva a fin de cuentas.
En No hubo fiesta (Debate), Alonso Salazar narra una docena de historias de personajes que se fueron pa’l monte, como solía decirse. Alonso volvió a la crónica después de un largo paréntesis y lo hizo en un campo muy complicado, porque se atreve a contar historias de amigos, compañeros de estudio, familiares. La gran virtud del libro es que humaniza los personajes que detrás de una capucha o un camuflado eran vistos solo como fichas de juego de guerra o encarnaciones de la maldad.
Estas lecturas nos llaman a cambiar el futuro, frase de Carlos Pizarro. El riesgo de los colombianos es quedarnos pegados del pasado, dándole de comer al miedo y al odio, en lugar de ocuparnos de lo que viene para nosotros y los que nos seguirán.
El Colombiano, 10 de diciembre
Empiezo por el que abarca el periodo más largo de la historia colombiana. Daniel Pécaut acaba de publicar una larga y magnífica conversación con el profesor Alberto Valencia Gutérrez de la Universidad del Valle (En busca de la nación colombiana, Debate). Pécaut recaba en su caracterización de Colombia como un país fragmentado no solo desde el punto de vista territorial, sino también social y político. El mensaje duro es que necesitamos avanzar en “la construcción de una voluntad nacional y de una visión de futuro”.
El trabajo que se remonta más atrás es de Francisco Gutiérrez Sanín, profesor de la Universidad Nacional (La destrucción de una república, Taurus - Universidad Externado). Trata del periodo de la república liberal (1930-1946) a través de la manera como se estructuraron y se condujeron los partidos tradicionales, pero hace un contraste esclarecedor sobre la llamada “hegemonía conservadora”, destrozando las caricaturas que se hacen sobre ambos periodos. La república destruida no fue solo la liberal sino la colombiana.
Eduardo Pizarro Leongómez publicó Cambiar el futuro (Debate). Se trata de la historia de los acuerdos de paz desde 1984 hasta el 2016. Una panorámica necesaria que muestra cómo este país se empecinó en buscar la paz casi desde el momento mismo en que comenzaron las guerras insurgentes. Y cómo los méritos de esta paz parcelada están muy repartidos. Puede verse que a lo largo de 35 años el país construyó instituciones, reglas y capacidades que terminan por configurar una política de Estado, sinuosa pero productiva a fin de cuentas.
En No hubo fiesta (Debate), Alonso Salazar narra una docena de historias de personajes que se fueron pa’l monte, como solía decirse. Alonso volvió a la crónica después de un largo paréntesis y lo hizo en un campo muy complicado, porque se atreve a contar historias de amigos, compañeros de estudio, familiares. La gran virtud del libro es que humaniza los personajes que detrás de una capucha o un camuflado eran vistos solo como fichas de juego de guerra o encarnaciones de la maldad.
Estas lecturas nos llaman a cambiar el futuro, frase de Carlos Pizarro. El riesgo de los colombianos es quedarnos pegados del pasado, dándole de comer al miedo y al odio, en lugar de ocuparnos de lo que viene para nosotros y los que nos seguirán.
El Colombiano, 10 de diciembre
lunes, 4 de diciembre de 2017
Zombie rojo
Hace dos semanas se efectuó la consulta interna del Partido Liberal en medio de la apatía general de la ciudadanía y de la opinión pública. Solo hubo ruido en los medios de comunicación y entre muchos columnistas, lo que da a entender que el Partido está sobrerrepresentado en esas esferas. Un partido que es como un espectro; como algunos de esos santos a los que la Iglesia bajó hace tiempos de los altares pero que todavía tienen devotos despistados que gastan plata en veladoras y tiempo en oraciones.
Tristes los argumentos del debate sobre la consulta. Que el problema era la plata –los benditos 40 mil millones–, que se agravará cuando nos cuenten que la dirección liberal se embolsillará 3 mil millones por reposición de votos. Otra letanía fue que la consulta era democrática porque hubo urnas: es una concepción estrecha de la democracia, por parte de opinadores que no me molestaré en citar. Urnas hubo en Cuba esta semana y hay en Venezuela cada seis meses. Los votos, por otra parte, fueron tan poquitos que no suman ni siquiera la cantidad que se le exige a un candidato que se postule mediante firmas. Es decir, el Partido Liberal se ha deslegitimado a sí mismo.
La consulta acabó con la tradición pluralista del partido pues empezó por descabezar a todos aquellos candidatos que no adhirieron a un llamado “Manifiesto liberal”, redactado para sacar a las senadoras Vivian Morales y Sofía Gaviria, y afinó su tradición oportunista sacando a Juan Manuel Galán, ya no por motivos ideológicos sino de interés inmediato. César Gaviria y los otros le pusieron una mortaja a eso que se supone era el liberalismo y que el politólogo Francisco Gutiérrez llama “partido ancho” (La destrucción de una república, 2017), el partido de matices con el que se llenaban la boca Lleras y López, los de los billetes nuevos.
Sirvió, eso sí, para comprobar el hecho de que el liberalismo ya no existe como gran partido y, menos aún, como partido de las mayorías. Fueron 735.957 participantes en esta consulta, el equivalente a un tercio de los que participaron en el 2006 (2.227.484) y a una sexta parte de los que votaron en la consulta de 1990 ( Jorge Bustamante, “La antidemocrática consulta del Partido Liberal”, Razón Pública, 21.11.17). Incluso, a uno le queda la duda de si hay partido propiamente dicho. Esta columna no la titulé “mortaja roja” porque aquí los partidos no se acaban, se vuelven zombies.
Lo deplorable, casi cómico, es que los dirigentes liberales pretendan que una coalición de centro para las elecciones presidenciales gire alrededor del candidato elegido en tal consulta. Como si estuviéramos en 1930 o en 1958. Como si los demás aspirantes y movimientos fueran pequeños satélites que tuvieran que girar alrededor de la supuesta estrella liberal.
El Colombiano, 3 de diciembre
Tristes los argumentos del debate sobre la consulta. Que el problema era la plata –los benditos 40 mil millones–, que se agravará cuando nos cuenten que la dirección liberal se embolsillará 3 mil millones por reposición de votos. Otra letanía fue que la consulta era democrática porque hubo urnas: es una concepción estrecha de la democracia, por parte de opinadores que no me molestaré en citar. Urnas hubo en Cuba esta semana y hay en Venezuela cada seis meses. Los votos, por otra parte, fueron tan poquitos que no suman ni siquiera la cantidad que se le exige a un candidato que se postule mediante firmas. Es decir, el Partido Liberal se ha deslegitimado a sí mismo.
La consulta acabó con la tradición pluralista del partido pues empezó por descabezar a todos aquellos candidatos que no adhirieron a un llamado “Manifiesto liberal”, redactado para sacar a las senadoras Vivian Morales y Sofía Gaviria, y afinó su tradición oportunista sacando a Juan Manuel Galán, ya no por motivos ideológicos sino de interés inmediato. César Gaviria y los otros le pusieron una mortaja a eso que se supone era el liberalismo y que el politólogo Francisco Gutiérrez llama “partido ancho” (La destrucción de una república, 2017), el partido de matices con el que se llenaban la boca Lleras y López, los de los billetes nuevos.
Sirvió, eso sí, para comprobar el hecho de que el liberalismo ya no existe como gran partido y, menos aún, como partido de las mayorías. Fueron 735.957 participantes en esta consulta, el equivalente a un tercio de los que participaron en el 2006 (2.227.484) y a una sexta parte de los que votaron en la consulta de 1990 ( Jorge Bustamante, “La antidemocrática consulta del Partido Liberal”, Razón Pública, 21.11.17). Incluso, a uno le queda la duda de si hay partido propiamente dicho. Esta columna no la titulé “mortaja roja” porque aquí los partidos no se acaban, se vuelven zombies.
Lo deplorable, casi cómico, es que los dirigentes liberales pretendan que una coalición de centro para las elecciones presidenciales gire alrededor del candidato elegido en tal consulta. Como si estuviéramos en 1930 o en 1958. Como si los demás aspirantes y movimientos fueran pequeños satélites que tuvieran que girar alrededor de la supuesta estrella liberal.
El Colombiano, 3 de diciembre
lunes, 27 de noviembre de 2017
El año más famoso del mundo
“El año más famoso del mundo” es el título de la síntesis periodística que Gabriel García Márquez hiciera de 1957 en la revista venezolana Momento. Recuerdo haberlo leído hace montones de años en un volumen de La oveja negra bajo el título, en fuente negra tal vez, “Cuando era feliz e indocumentado” sobre una pasta roja, casi seguro. Ahora hace parte del tercer volumen de la “Obra periodística”.
La crónica va desde la dimisión del primer ministro británico hasta el fracaso estadounidense de poner un satélite en órbita después de que los soviéticos lanzaran dos Sputnik, a falta de uno. El ojo del periodista está puesto en la Guerra Fría y los demás acontecimientos internacionales de Europa y Norteamérica, con un seguimiento a asuntos tercermundistas como la guerrilla cubana y la caída del régimen de Rojas Pinilla en Colombia. Sin asomo de ironía anota el triunfo electoral del dictador polaco Gomulka. Da cuenta generosa de la muerte de Christian Dior y de los funerales de Humprey Bogart –el inmortal Rick de “Casablanca”.
Nada de lo relatado nos convence de que 1957 haya sido el año más famoso del mundo. Ni siquiera la separación de Ingrid Bergman que debería verse como el triunfo pírrico de los millones de enamorados, nacidos y por nacer, de Ilsa Lund. García Márquez estuvo atento al avance en el escote de Brigitte Bardot y al parto de Gina Lollobrigida pero, de modo enigmático, se le pasaron algunos eventos importantes.
El primero de diciembre de 1957 fue el plebiscito que ratificó la paz entre los partidos liberal y conservador, que habían llevado al país a una guerra civil desde hacía una década. A raíz de esa votación, además, se creó el Frente Nacional. Ha sido el acto electoral más concurrido de la historia colombiana y fue la primera vez que las mujeres pudieron votar. El silencio del escritor presagió la injusta subestimación de la paz, el plebiscito y el nuevo arreglo institucional que vinieron después, hasta hoy. Déjà vu.
El diez de diciembre Albert Camus pronunció su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura siendo ya una celebridad mundial, no como aquellos anónimos con los que los suecos a veces intentan descrestar. Si tenemos en cuenta que –según contó Juan Gabriel Vásquez en la presentación del pregrado de Literatura de la Universidad Eafit– la influencia de Camus es evidente en la obra garciamarquiana, el silencio respecto al enaltecimiento del escritor francés deja interrogantes. Motivos ideológicos, supongo.
Me queda más fácil comprender por qué no mencionó el triunfo del Medellín en el campeonato colombiano a pesar de que la revista Crónica, en la que participó en Barranquilla, se distinguía por incluir un postre futbolístico en medio de poemas y cuentos. Al cabo, luce más famoso 1967 cuando se publicó “Cien años de soledad”.
El Colombiano, 26 de noviembre
La crónica va desde la dimisión del primer ministro británico hasta el fracaso estadounidense de poner un satélite en órbita después de que los soviéticos lanzaran dos Sputnik, a falta de uno. El ojo del periodista está puesto en la Guerra Fría y los demás acontecimientos internacionales de Europa y Norteamérica, con un seguimiento a asuntos tercermundistas como la guerrilla cubana y la caída del régimen de Rojas Pinilla en Colombia. Sin asomo de ironía anota el triunfo electoral del dictador polaco Gomulka. Da cuenta generosa de la muerte de Christian Dior y de los funerales de Humprey Bogart –el inmortal Rick de “Casablanca”.
Nada de lo relatado nos convence de que 1957 haya sido el año más famoso del mundo. Ni siquiera la separación de Ingrid Bergman que debería verse como el triunfo pírrico de los millones de enamorados, nacidos y por nacer, de Ilsa Lund. García Márquez estuvo atento al avance en el escote de Brigitte Bardot y al parto de Gina Lollobrigida pero, de modo enigmático, se le pasaron algunos eventos importantes.
El primero de diciembre de 1957 fue el plebiscito que ratificó la paz entre los partidos liberal y conservador, que habían llevado al país a una guerra civil desde hacía una década. A raíz de esa votación, además, se creó el Frente Nacional. Ha sido el acto electoral más concurrido de la historia colombiana y fue la primera vez que las mujeres pudieron votar. El silencio del escritor presagió la injusta subestimación de la paz, el plebiscito y el nuevo arreglo institucional que vinieron después, hasta hoy. Déjà vu.
El diez de diciembre Albert Camus pronunció su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura siendo ya una celebridad mundial, no como aquellos anónimos con los que los suecos a veces intentan descrestar. Si tenemos en cuenta que –según contó Juan Gabriel Vásquez en la presentación del pregrado de Literatura de la Universidad Eafit– la influencia de Camus es evidente en la obra garciamarquiana, el silencio respecto al enaltecimiento del escritor francés deja interrogantes. Motivos ideológicos, supongo.
Me queda más fácil comprender por qué no mencionó el triunfo del Medellín en el campeonato colombiano a pesar de que la revista Crónica, en la que participó en Barranquilla, se distinguía por incluir un postre futbolístico en medio de poemas y cuentos. Al cabo, luce más famoso 1967 cuando se publicó “Cien años de soledad”.
El Colombiano, 26 de noviembre
viernes, 24 de noviembre de 2017
Repertorio de Van Morrison, Salle Pleyel
Salle Pleyel, París, 17.11.17
Repertorio
1. Baby Please Don't Don't Go
2. Moondance/So What/Look Beyond The Hill
3. Automobile Blues (Lightnin’ Hopkins cover)
4. Baby Please Don't Go /
Parchman Farm /
Don't Start Cryin' Now/
Custard Pie (Big Joe Williams cover)
5. The Way Young Lovers Do
6. Ancient Highway
7. Little Village
8. I Believe to My Soul (Ray Charles cover)
9. Magic Time
10. I Get a Kick Out of You (Cole Porter cover)
11. Vanlose Stairway
12. Brown Eyed Girl
Repertorio
1. Baby Please Don't Don't Go
2. Moondance/So What/Look Beyond The Hill
3. Automobile Blues (Lightnin’ Hopkins cover)
4. Baby Please Don't Go /
Parchman Farm /
Don't Start Cryin' Now/
Custard Pie (Big Joe Williams cover)
5. The Way Young Lovers Do
6. Ancient Highway
7. Little Village
8. I Believe to My Soul (Ray Charles cover)
9. Magic Time
10. I Get a Kick Out of You (Cole Porter cover)
11. Vanlose Stairway
12. Brown Eyed Girl
martes, 21 de noviembre de 2017
lunes, 20 de noviembre de 2017
Valió la pena
Muchas personas cercanas –algunas desinformadas, otras informadas pero dubitativas– me hacen esta pregunta: ¿valió la pena el acuerdo con las Farc? La formulan también con diversas variantes: ¿valió la pena a pesar de que el Gobierno ha resultado tan ineficiente o negligente en la implementación?, ¿valió la pena a pesar de la soberbia ofensiva de la dirigencia de la Farc?
Para ilustrar un balance grueso, un año después de la firma del Teatro Colón (24 de noviembre), contaré dos anécdotas recientes que ilustran la misma reacción frente a cuestiones semejantes. Dos anécdotas con dos mujeres de perfiles muy distintos.
En octubre pasado nos visitó en la Universidad Eafit la profesora de la London School of Economics Mary Kaldor. Mary es una mujer mayor (71) que escribió hace dos décadas uno de los libros más claros sobre las guerras civiles contemporáneas. Conoce muy bien los casos recientes en el mundo y sabe lo resistentes que pueden ser los conflictos armados internos. Vino a Colombia y pasó por Medellín porque quería conocer de primera mano estos dos casos tan llamativos en Europa. Cuando le presentamos el desarme de las Farc como la expresión más tangible del acuerdo, con expresión sonriente solo dijo “amazing” (asombroso).
Más recientemente –hace diez días– viví una escena especial. Estaba comiendo con mi nieta de nueve años y de modo intempestivo, después de una pequeña pausa, me preguntó si en Colombia todavía había guerra. Como los académicos casi nunca damos respuestas rotundas (simpliciter, diría Tomás de Aquino) le digo que podría decirse que ya no hay guerra en el país. Ella simplemente cerró los ojos y levantó su brazo derecho, empuñado, como hace Mariana Pajón cuando gana una carrera. También sonrió, tranquila, y siguió comiendo.
Soy consciente de que estas anécdotas no representan un argumento distinto al de la autoridad. Pero no son autoridades menores. Se trata de la autoridad de la experiencia y la de la inocencia, la autoridad de la forastera y la de la originaria, la autoridad de la razón y la del corazón.
Pero amén de este hay otros argumentos poderosos. Colombia dejó de figurar entre los países más violentos de América Latina. Desde 2002 este indicador no ha dejado de descender y lo va a seguir haciendo. Algunos millones de colombianos están conociendo, tras décadas, la tranquilidad. En Meta, sur del Huila y del Tolima, la parte norte de la costa Caribe, Córdoba, el norte de Antioquia y de Caldas. Otros, infortunadamente, no.
El desarme y la desmovilización de las Farc representan una oportunidad enorme para la sociedad colombiana. Cumplir razonablemente el acuerdo, enfocarse en los nuevos problemas que salen a la luz después de la violencia, elegir un gobierno moderado y moderno dirigido por mentes del siglo XXI; todo eso dependerá de la ciudadanía y de las élites.
El Colombiano, 19 de noviembre
Para ilustrar un balance grueso, un año después de la firma del Teatro Colón (24 de noviembre), contaré dos anécdotas recientes que ilustran la misma reacción frente a cuestiones semejantes. Dos anécdotas con dos mujeres de perfiles muy distintos.
En octubre pasado nos visitó en la Universidad Eafit la profesora de la London School of Economics Mary Kaldor. Mary es una mujer mayor (71) que escribió hace dos décadas uno de los libros más claros sobre las guerras civiles contemporáneas. Conoce muy bien los casos recientes en el mundo y sabe lo resistentes que pueden ser los conflictos armados internos. Vino a Colombia y pasó por Medellín porque quería conocer de primera mano estos dos casos tan llamativos en Europa. Cuando le presentamos el desarme de las Farc como la expresión más tangible del acuerdo, con expresión sonriente solo dijo “amazing” (asombroso).
Más recientemente –hace diez días– viví una escena especial. Estaba comiendo con mi nieta de nueve años y de modo intempestivo, después de una pequeña pausa, me preguntó si en Colombia todavía había guerra. Como los académicos casi nunca damos respuestas rotundas (simpliciter, diría Tomás de Aquino) le digo que podría decirse que ya no hay guerra en el país. Ella simplemente cerró los ojos y levantó su brazo derecho, empuñado, como hace Mariana Pajón cuando gana una carrera. También sonrió, tranquila, y siguió comiendo.
Soy consciente de que estas anécdotas no representan un argumento distinto al de la autoridad. Pero no son autoridades menores. Se trata de la autoridad de la experiencia y la de la inocencia, la autoridad de la forastera y la de la originaria, la autoridad de la razón y la del corazón.
Pero amén de este hay otros argumentos poderosos. Colombia dejó de figurar entre los países más violentos de América Latina. Desde 2002 este indicador no ha dejado de descender y lo va a seguir haciendo. Algunos millones de colombianos están conociendo, tras décadas, la tranquilidad. En Meta, sur del Huila y del Tolima, la parte norte de la costa Caribe, Córdoba, el norte de Antioquia y de Caldas. Otros, infortunadamente, no.
El desarme y la desmovilización de las Farc representan una oportunidad enorme para la sociedad colombiana. Cumplir razonablemente el acuerdo, enfocarse en los nuevos problemas que salen a la luz después de la violencia, elegir un gobierno moderado y moderno dirigido por mentes del siglo XXI; todo eso dependerá de la ciudadanía y de las élites.
El Colombiano, 19 de noviembre
lunes, 13 de noviembre de 2017
Expectativas de ciudad
El mejor instrumento de percepción que tiene Medellín es la encuesta que, para el proyecto Medellín cómo vamos, realiza Ipsos hace más de una década. Ninguna otra encuesta tiene la representatividad por zonas, estratos socioeconómicos y género, ni ofrece la comparabilidad tanto a lo largo de los años como con otras ciudades del país. Desde 2010, la presentación de los datos ha estado acompañada de un ejercicio estadístico que permite identificar los puntos fuertes de la ciudad y los temas en los que la ciudadanía estima que hay que mejorar.
Si se cotejan los resultados del 2010 con los del 2017 podemos encontrar cambios significativos. El primero es que la cabeza de los medellinenses en el 2010 estaba concentrada en el problema de la seguridad y en un grado muy menor en temas tradicionales como vivienda y espacio público. Este año la agenda se ha hecho más compleja y las prioridades son distintas. El tema urgente ha pasado a ser el empleo de calidad; el tema emergente es la preocupación por el ambiente, no solo en calidad del aire y el ruido sino en un asunto impensable antes en “la tacita de plata”, el de las basuras. Preocupaciones menores que requieren atención son la salud, el estado de las vías, la gestión de las secretarías y del concejo municipal.
En 2010 la gente veía que la institución sobre la que descansaba la calidad de vida en la ciudad era Empresas Públicas. En menor medida la reputación del alcalde, el sistema de trasporte o las vías, se consideraban factores que podían contribuir a ella. En 2017 también se aprecia un cambio significativo a este respecto. Ahora la Alcaldía ocupa el centro del escenario en tanto institución fuerte, vista como la que tiene mayor incidencia sobre el bienestar. Y las Empresas Públicas pasan a un tercer plano detrás la oferta educativa y cultural.
El cambio más impactante se aprecia en la educación. El factor de la calidad de vida que más acrecentó su valoración fue la educación. La gente se siente más satisfecha con la educación, de manera destacable con la pública y con la educación superior. Espera que la política pública educativa ayude a reducir la desigualdad y que un mayor nivel educativo contribuya a mejorar los ingresos personales y familiares. En contra de algunos comentarios cínicos, la confianza en la estrategia educativa ha resurgido.
La mácula está en la calidad de la ciudadanía pues la participación ha bajado, el respeto a los demás tiene registros inferiores al 50% y la probabilidad de cumplimiento de la norma es apenas del 27% en el tránsito y de 40% en los servicios públicos. Este déficit de ciudadanía es una interpelación a las familias, la escuela y las empresas. La construcción de ciudad no depende solo de la iniciativa gubernamental.
El Colombiano, 12 de noviembre
Si se cotejan los resultados del 2010 con los del 2017 podemos encontrar cambios significativos. El primero es que la cabeza de los medellinenses en el 2010 estaba concentrada en el problema de la seguridad y en un grado muy menor en temas tradicionales como vivienda y espacio público. Este año la agenda se ha hecho más compleja y las prioridades son distintas. El tema urgente ha pasado a ser el empleo de calidad; el tema emergente es la preocupación por el ambiente, no solo en calidad del aire y el ruido sino en un asunto impensable antes en “la tacita de plata”, el de las basuras. Preocupaciones menores que requieren atención son la salud, el estado de las vías, la gestión de las secretarías y del concejo municipal.
En 2010 la gente veía que la institución sobre la que descansaba la calidad de vida en la ciudad era Empresas Públicas. En menor medida la reputación del alcalde, el sistema de trasporte o las vías, se consideraban factores que podían contribuir a ella. En 2017 también se aprecia un cambio significativo a este respecto. Ahora la Alcaldía ocupa el centro del escenario en tanto institución fuerte, vista como la que tiene mayor incidencia sobre el bienestar. Y las Empresas Públicas pasan a un tercer plano detrás la oferta educativa y cultural.
El cambio más impactante se aprecia en la educación. El factor de la calidad de vida que más acrecentó su valoración fue la educación. La gente se siente más satisfecha con la educación, de manera destacable con la pública y con la educación superior. Espera que la política pública educativa ayude a reducir la desigualdad y que un mayor nivel educativo contribuya a mejorar los ingresos personales y familiares. En contra de algunos comentarios cínicos, la confianza en la estrategia educativa ha resurgido.
La mácula está en la calidad de la ciudadanía pues la participación ha bajado, el respeto a los demás tiene registros inferiores al 50% y la probabilidad de cumplimiento de la norma es apenas del 27% en el tránsito y de 40% en los servicios públicos. Este déficit de ciudadanía es una interpelación a las familias, la escuela y las empresas. La construcción de ciudad no depende solo de la iniciativa gubernamental.
El Colombiano, 12 de noviembre
sábado, 11 de noviembre de 2017
lunes, 6 de noviembre de 2017
La Reforma
Que un acontecimiento sea capaz de apropiarse de toda la carga significante de una palabra, demuestra su potencia, amplitud e influencia. Eso pasa, precisamente con La Reforma. Renacimiento e ilustración tienen dimensiones similares, pero no están vinculadas a un evento sino a una vasta serie de obras y personajes, grandes como pueden ser Leonardo o Kant. Descubrimiento guarda proporción pero requiere apellido, de América en este caso. Revolución nombra varias cosas y se banalizó hasta convertirse en una muletilla o una máscara. La Reforma, no requiere apelativo; se apropió, incluso del artículo, para hacerse más singular y gira alrededor de una figura y un hecho: Martín Lutero (1483-1546) y la leyenda de las 95 tesis clavadas un 31 de octubre, hace 500 años, en un pequeño pueblo alemán.
La Reforma desató innumerables consecuencias en la cultura y en las instituciones de Occidente, que han sido ampliamente documentadas y elogiadas y de las cuales la más famosa de todas tal vez sea La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber (1864-1920). De allí surgió, a su vez, la caricatura –falsa, por supuesto– de que si un país era protestante se modernizaba con facilidad y si era católico permanecía en el atraso. Una tontería que muchos repiten con tono autoritativo. Muchos de los efectos de La Reforma fueron imprevistos e indeseados y tienen que ver, sobre todo, con la convergencia de otros procesos económicos y sociales. No hay que olvidar que Lutero fue contemporáneo de Cristóbal Colón, Fernando Magallanes, Nicolás Maquiavelo, Leonardo da Vinci, Juan Luis Vives, Johannes Gutenberg y de las familias empresariales Fugger, Médicis y Welser. Es decir, el descubrimiento de América, el humanismo renacentista, la imprenta, la política y el empresariado modernos estaban surgiendo a la par con la reforma protestante, así que no tiene sentido concentrar en esta todos los efectos virtuosos que encontramos en la modernidad occidental.
Alemania se benefició en mayor medida de la actividad del monje agustino. Lutero contribuyó decisivamente a la codificación de la lengua alemana y a la autonomía de sus príncipes, a la promoción de la alfabetización y la escolarización de la población, a perfilar el sueño de la unidad de la mayoría de los alemanes bajo un solo Estado, algo que solo alcanzarían en 1871 y, después de las vicisitudes conocidas, en 1991. Los homenajes a Lutero y a su rebelión son, también y con todo derecho, cosa del orgullo alemán. Ni que hablar de los beneficios que de la teología protestante ha obtenido la iglesia católica.
Del personaje y de la influencia que tuvo –como de cualesquiera otros– también se pueden decir cosas negativas (María Elvira Roca, “Martín Lutero: mitos y realidades”, El País, 22.07.17). Pero, después de medio milenio, la trascendencia de Lutero y el protestantismo es incontestable, y su estudio una asignatura pendiente.
El Colombiano, 5 de noviembre
La Reforma desató innumerables consecuencias en la cultura y en las instituciones de Occidente, que han sido ampliamente documentadas y elogiadas y de las cuales la más famosa de todas tal vez sea La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber (1864-1920). De allí surgió, a su vez, la caricatura –falsa, por supuesto– de que si un país era protestante se modernizaba con facilidad y si era católico permanecía en el atraso. Una tontería que muchos repiten con tono autoritativo. Muchos de los efectos de La Reforma fueron imprevistos e indeseados y tienen que ver, sobre todo, con la convergencia de otros procesos económicos y sociales. No hay que olvidar que Lutero fue contemporáneo de Cristóbal Colón, Fernando Magallanes, Nicolás Maquiavelo, Leonardo da Vinci, Juan Luis Vives, Johannes Gutenberg y de las familias empresariales Fugger, Médicis y Welser. Es decir, el descubrimiento de América, el humanismo renacentista, la imprenta, la política y el empresariado modernos estaban surgiendo a la par con la reforma protestante, así que no tiene sentido concentrar en esta todos los efectos virtuosos que encontramos en la modernidad occidental.
Alemania se benefició en mayor medida de la actividad del monje agustino. Lutero contribuyó decisivamente a la codificación de la lengua alemana y a la autonomía de sus príncipes, a la promoción de la alfabetización y la escolarización de la población, a perfilar el sueño de la unidad de la mayoría de los alemanes bajo un solo Estado, algo que solo alcanzarían en 1871 y, después de las vicisitudes conocidas, en 1991. Los homenajes a Lutero y a su rebelión son, también y con todo derecho, cosa del orgullo alemán. Ni que hablar de los beneficios que de la teología protestante ha obtenido la iglesia católica.
Del personaje y de la influencia que tuvo –como de cualesquiera otros– también se pueden decir cosas negativas (María Elvira Roca, “Martín Lutero: mitos y realidades”, El País, 22.07.17). Pero, después de medio milenio, la trascendencia de Lutero y el protestantismo es incontestable, y su estudio una asignatura pendiente.
El Colombiano, 5 de noviembre
miércoles, 1 de noviembre de 2017
Responsabilidad y reconciliación: Pascual Gaviria
Perder el juicio
Pascual Gaviria
El Espectador, 31 de octubre de 2017
Nuestra justicia más que ordinaria solo logra identificar un presunto culpable y comenzar un juicio en el 24 % de los homicidios registrados por Medicina Legal. Hace unos días el “aterrado” fiscal general soltaba la cifra con orgullo inquisidor. El porcentaje de condenas es aún menor y el de injusticias es imposible de rastrear. Nuestra extraña fisonomía moral nos ha llevado a ser un país acostumbrado a la impunidad y a los repentinos arrebatos justicieros. Esa paradoja, acompañada del populismo feroz, sirve para explicar las declaraciones absurdas del fiscal en un mismo día. Por un lado se mostró satisfecho con que uno de cada cuatro asesinatos no tuvieran siquiera un señalado a quien perseguir, y por el otro, se declaró indignado frente a una ley que impedirá llevar a la cárcel a los integrantes de 110.000 familias cocaleras que viven en las orillas del mapa y el punto ciego del Estado.
En las capitales la Fiscalía no logra construir un caso con elementos suficientes para condenar a los delincuentes que medran y mandan sobre grandes sectores. Las capturas de jíbaros y consumidores de coca y marihuana se cuentan por millones mientras los duros se aburren en los avisos de los más buscados. En Medellín, por ejemplo, es corriente que quienes dominan las comunas sean “capturados”, sería mejor decir recibidos, por la Fiscalía luego de la certeza de una justa condena por concierto para delinquir. Hace unos días Carlos Pesebre, un hombre con más de 20 años de vida criminal y una desmovilización a cuestas, fue absuelto en segunda instancia de una condena impuesta por homicidio. De nuevo todo quedó en manos del concierto para delinquir. La Fiscalía salió a pegar con babas una acusación de supuestos delitos cometidos por Pesebre desde la cárcel.
Los casos de corrupción pasan por cedazos muy parecidos. Sin el oído de la DEA seguirían pasando Bustos por inocentes. Y si no fuera por la bulla de Otto muy poco se sabría sobre los maletines de Odebrecht. La Fiscalía parece en realidad una oficina dedicada a transcribir testimonios. Ese es su gran, casi su único, medio de prueba. Y para recibirlos ofrece lo que podríamos llamar una “justicia especial por incapaz”. Dado que no logra condenas por cuenta propia, se dedica a los principios de oportunidad, a negociar, a ofrecer años a cambio de plata y pistas. Y a buscar titulares de prensa, afán en el que solo se ve superada por la Procuraduría. Lo más grave de todo es que también se ha acostumbrado a usar la ganzúa de un proceso injusto para buscar confesiones y delaciones imposibles. Las detenciones preventivas han demostrado que entre nosotros la pena puede ser el proceso.
En medio de ese panorama estamos dedicados a las minucias de la Justicia Especial para la Paz (JEP). La justicia transicional que sin un solo expediente ya ha armado un alboroto político que al parecer durará más que los diez años del propio tribunal. El mejor retrato que he leído sobre esa justicia lo publicó hace poco Jorge Giraldo, el decano de la Escuela de Humanidades de la Universidad Eafit. Son 80 páginas de historia, pragmatismo y pesimismo llamadas Responsabilidad y reconciliación ante la justicia transicional colombiana. Se señalan los riesgos de los jueces impulsados por un ánimo de heroicidad, de las sentencias y absoluciones como armas en la política por venir, de las presiones punitivas desde los organismos internacionales, de la mentira que supone la verdad recitada bajo recompensas judiciales. Todo eso acompañado del escepticismo frente a un tribunal encargado de penetrar y despejar “la niebla de la guerra”. Al final queda una pregunta de George Steiner: “¿Cuáles son las raíces profundas de ese rechazo de toda reconciliación, de ese rechazo de todo olvido?”.
Pascual Gaviria
El Espectador, 31 de octubre de 2017
Nuestra justicia más que ordinaria solo logra identificar un presunto culpable y comenzar un juicio en el 24 % de los homicidios registrados por Medicina Legal. Hace unos días el “aterrado” fiscal general soltaba la cifra con orgullo inquisidor. El porcentaje de condenas es aún menor y el de injusticias es imposible de rastrear. Nuestra extraña fisonomía moral nos ha llevado a ser un país acostumbrado a la impunidad y a los repentinos arrebatos justicieros. Esa paradoja, acompañada del populismo feroz, sirve para explicar las declaraciones absurdas del fiscal en un mismo día. Por un lado se mostró satisfecho con que uno de cada cuatro asesinatos no tuvieran siquiera un señalado a quien perseguir, y por el otro, se declaró indignado frente a una ley que impedirá llevar a la cárcel a los integrantes de 110.000 familias cocaleras que viven en las orillas del mapa y el punto ciego del Estado.
En las capitales la Fiscalía no logra construir un caso con elementos suficientes para condenar a los delincuentes que medran y mandan sobre grandes sectores. Las capturas de jíbaros y consumidores de coca y marihuana se cuentan por millones mientras los duros se aburren en los avisos de los más buscados. En Medellín, por ejemplo, es corriente que quienes dominan las comunas sean “capturados”, sería mejor decir recibidos, por la Fiscalía luego de la certeza de una justa condena por concierto para delinquir. Hace unos días Carlos Pesebre, un hombre con más de 20 años de vida criminal y una desmovilización a cuestas, fue absuelto en segunda instancia de una condena impuesta por homicidio. De nuevo todo quedó en manos del concierto para delinquir. La Fiscalía salió a pegar con babas una acusación de supuestos delitos cometidos por Pesebre desde la cárcel.
Los casos de corrupción pasan por cedazos muy parecidos. Sin el oído de la DEA seguirían pasando Bustos por inocentes. Y si no fuera por la bulla de Otto muy poco se sabría sobre los maletines de Odebrecht. La Fiscalía parece en realidad una oficina dedicada a transcribir testimonios. Ese es su gran, casi su único, medio de prueba. Y para recibirlos ofrece lo que podríamos llamar una “justicia especial por incapaz”. Dado que no logra condenas por cuenta propia, se dedica a los principios de oportunidad, a negociar, a ofrecer años a cambio de plata y pistas. Y a buscar titulares de prensa, afán en el que solo se ve superada por la Procuraduría. Lo más grave de todo es que también se ha acostumbrado a usar la ganzúa de un proceso injusto para buscar confesiones y delaciones imposibles. Las detenciones preventivas han demostrado que entre nosotros la pena puede ser el proceso.
En medio de ese panorama estamos dedicados a las minucias de la Justicia Especial para la Paz (JEP). La justicia transicional que sin un solo expediente ya ha armado un alboroto político que al parecer durará más que los diez años del propio tribunal. El mejor retrato que he leído sobre esa justicia lo publicó hace poco Jorge Giraldo, el decano de la Escuela de Humanidades de la Universidad Eafit. Son 80 páginas de historia, pragmatismo y pesimismo llamadas Responsabilidad y reconciliación ante la justicia transicional colombiana. Se señalan los riesgos de los jueces impulsados por un ánimo de heroicidad, de las sentencias y absoluciones como armas en la política por venir, de las presiones punitivas desde los organismos internacionales, de la mentira que supone la verdad recitada bajo recompensas judiciales. Todo eso acompañado del escepticismo frente a un tribunal encargado de penetrar y despejar “la niebla de la guerra”. Al final queda una pregunta de George Steiner: “¿Cuáles son las raíces profundas de ese rechazo de toda reconciliación, de ese rechazo de todo olvido?”.
lunes, 30 de octubre de 2017
Un pensar herido
Hace veinte años, mientras la sociedad colombiana emprendía la cuesta más dura de la guerra, la Universidad Eafit tomó la decisión de crear una escuela de Derecho y otra de Humanidades. Lo primero habría deleitado a Kant, lo segundo a Pico della Mirandola. A pesar de que ese paso supuso una continuación de la Ilustración y del humanismo renacentista a nadie se le ocurrió que fuese un salto atrás. Pero nadie, tampoco, creo, se apercibió de que la elección implicaba un desafío modesto a la arbitrariedad y a la crueldad de la violencia, un esfuerzo por darle espacio a lo que no fuera espanto.
Bajo cierta mirada cínica que se asoma en el siglo XXI, la confianza en la formación jurídica y humanista podría parecer, incluso, anacrónica. No en vano la visión desencantada del mundo se apuntaló sobre la idea de que las calamidades contemporáneas habían sido un fruto, quizá indeseado, aunque previsible de la modernidad. El arribo a la sociedad de masas –que diagnosticó Gustave Le Bon durante la Bella Época– contribuyó a reforzar la idea de que los seres humanos somos, bajo el cielo de acero, “puntos negros a las orillas de la suerte” (1).
Las utopías políticas modernas han muerto y el vacío está siendo copado por la fascinación tecnológica más que por la ilusión de la libertad. Las luces de la filosofía pretenden ser apagadas para que den paso a las luces técnicas cuyo emblema es el láser, nieto avanzado del neón. Ya Heidegger –no sin incongruencia personal– había descubierto los indicios de esta tendencia de la técnica hacia la autonomía. Y los operadores de ella están intentando imponer la exclusividad de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas –el famoso STEM, según la lingua franca– y, con ello, que la educación deje su lugar a la instrucción.
Tras este desplazamiento hay una promesa y una renuncia. La promesa consiste en sacarnos del dominio de la suerte sometiendo todos los universos, desde el estelar hasta el genómico, a los designios de no sabemos quién. El precio implícito sería renunciar a rebelarse contra la condición de ser solo puntos negros, en una imagen satelital o en una mina de datos. En cualquier caso el cielo seguiría siendo un techo de acero sin aperturas a la duda, la fe o el asombro.
Hasta aquí tenemos un discurso correcto en líneas generales, excepto porque se presta para promover la falsa discordia –que ya criticara Saint-John Perse– entre la ciencia y la poesía (2). Además, como toda victimización, es un planteamiento poco propicio para la reflexión pues, en sentido estricto, solo hay reflexión cuando se cuestionan las premisas propias. Las humanidades no pueden presumir reflexividad si no se miran al espejo, si no se exponen frente a su reflejo ni hurgan en sus llagas.
Desde que la meditación tomó este sendero, las preguntas emergentes se tornaron sombrías: ¿se han desinteresado las humanidades por la morada del ser humano? O, incluso, “¿las humanidades pueden volverle a uno inhumano?” (3). Si el humanismo clásico olvidó lo humano y se embriagó con una abstracción a la que llamó humanidad, el humanismo posmoderno fragmentó ésta en multitud de grupos y colectivos a los que intenta otorgarles una dignidad superior a la de la persona singular. Que nuestra situación de puntos negros se afiance no se debe solo a la estadística.
Cuando la poesía se empeña a darle alma a los animales y la ciencia le inyecta razón a las máquinas, ¿en qué consiste lo irreductible de lo humano? Cuando el pensamiento debilita la sensibilidad y el arte no pasa de ser un consuelo, ¿qué podemos esperar de las humanidades? Una de las pocas certezas que podemos albergar es que las respuestas no provendrán desde el intento fordista de subyugar a la palabra y a la curiosidad.
Siempre en tono menor, el trabajo de las humanidades trascurre sin euforia y sin descanso, como el de Sísifo. Este tono inseguro se acentúa en una situación como la nuestra en la que, veinte dolorosos años después, nadie puede declararse intacto en Colombia. Ni siquiera el pensar. El nuestro es un pensar herido que aún balbucea explicaciones. Un pensar tímido y desconfiado que, sin embargo, tendrá que ser capaz de domesticar ánimos y sostener conversaciones. En medio del griterío de la plaza pública, la voz de los humanistas deberá pronunciarse; solo con ella puede justificarse nuestra labor; solo con ella puede honrarse esta tradición que comenzó con Protágoras.
30 de octubre de 2017
1. Estrofa de la canción “La frontera”, escrita e interpretada por Lhasa de Sela (1972-2010), y aparecida en el álbum The Living Road, 2004.
2. Saint-John Perse, Discurso de aceptación del Premio Nobel, 1960. Consultado en http://fs-morente.filos.ucm.es/publicaciones/recursos/sjperse.pdf
3. George Steiner, Un largo sábado, Madrid, Siruela, 2016, p. 99.
Bajo cierta mirada cínica que se asoma en el siglo XXI, la confianza en la formación jurídica y humanista podría parecer, incluso, anacrónica. No en vano la visión desencantada del mundo se apuntaló sobre la idea de que las calamidades contemporáneas habían sido un fruto, quizá indeseado, aunque previsible de la modernidad. El arribo a la sociedad de masas –que diagnosticó Gustave Le Bon durante la Bella Época– contribuyó a reforzar la idea de que los seres humanos somos, bajo el cielo de acero, “puntos negros a las orillas de la suerte” (1).
Las utopías políticas modernas han muerto y el vacío está siendo copado por la fascinación tecnológica más que por la ilusión de la libertad. Las luces de la filosofía pretenden ser apagadas para que den paso a las luces técnicas cuyo emblema es el láser, nieto avanzado del neón. Ya Heidegger –no sin incongruencia personal– había descubierto los indicios de esta tendencia de la técnica hacia la autonomía. Y los operadores de ella están intentando imponer la exclusividad de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas –el famoso STEM, según la lingua franca– y, con ello, que la educación deje su lugar a la instrucción.
Tras este desplazamiento hay una promesa y una renuncia. La promesa consiste en sacarnos del dominio de la suerte sometiendo todos los universos, desde el estelar hasta el genómico, a los designios de no sabemos quién. El precio implícito sería renunciar a rebelarse contra la condición de ser solo puntos negros, en una imagen satelital o en una mina de datos. En cualquier caso el cielo seguiría siendo un techo de acero sin aperturas a la duda, la fe o el asombro.
Hasta aquí tenemos un discurso correcto en líneas generales, excepto porque se presta para promover la falsa discordia –que ya criticara Saint-John Perse– entre la ciencia y la poesía (2). Además, como toda victimización, es un planteamiento poco propicio para la reflexión pues, en sentido estricto, solo hay reflexión cuando se cuestionan las premisas propias. Las humanidades no pueden presumir reflexividad si no se miran al espejo, si no se exponen frente a su reflejo ni hurgan en sus llagas.
Desde que la meditación tomó este sendero, las preguntas emergentes se tornaron sombrías: ¿se han desinteresado las humanidades por la morada del ser humano? O, incluso, “¿las humanidades pueden volverle a uno inhumano?” (3). Si el humanismo clásico olvidó lo humano y se embriagó con una abstracción a la que llamó humanidad, el humanismo posmoderno fragmentó ésta en multitud de grupos y colectivos a los que intenta otorgarles una dignidad superior a la de la persona singular. Que nuestra situación de puntos negros se afiance no se debe solo a la estadística.
Cuando la poesía se empeña a darle alma a los animales y la ciencia le inyecta razón a las máquinas, ¿en qué consiste lo irreductible de lo humano? Cuando el pensamiento debilita la sensibilidad y el arte no pasa de ser un consuelo, ¿qué podemos esperar de las humanidades? Una de las pocas certezas que podemos albergar es que las respuestas no provendrán desde el intento fordista de subyugar a la palabra y a la curiosidad.
Siempre en tono menor, el trabajo de las humanidades trascurre sin euforia y sin descanso, como el de Sísifo. Este tono inseguro se acentúa en una situación como la nuestra en la que, veinte dolorosos años después, nadie puede declararse intacto en Colombia. Ni siquiera el pensar. El nuestro es un pensar herido que aún balbucea explicaciones. Un pensar tímido y desconfiado que, sin embargo, tendrá que ser capaz de domesticar ánimos y sostener conversaciones. En medio del griterío de la plaza pública, la voz de los humanistas deberá pronunciarse; solo con ella puede justificarse nuestra labor; solo con ella puede honrarse esta tradición que comenzó con Protágoras.
30 de octubre de 2017
1. Estrofa de la canción “La frontera”, escrita e interpretada por Lhasa de Sela (1972-2010), y aparecida en el álbum The Living Road, 2004.
2. Saint-John Perse, Discurso de aceptación del Premio Nobel, 1960. Consultado en http://fs-morente.filos.ucm.es/publicaciones/recursos/sjperse.pdf
3. George Steiner, Un largo sábado, Madrid, Siruela, 2016, p. 99.
Cultura, negocio y fútbol
En medio de tantas urgencias hay que sacar el espacio para hablar de lo importante. Eso hizo el periodista y escritor Guillermo Zuluaga hace poco (“No es Peláez; el problema es el fútbol”, El Espectador, 21.10.17). Siendo Zuluaga un hombre curioso, crítico, sabedor de fútbol y autor de varios libros sobre él, carente de materialismo y apasionado, se puede deducir que es hincha del Medellín. Su columna se despacha contra el dueño y el presidente del equipo y, haciéndolo, sangra por la herida de todos nosotros que es como la del ícono del Sagrado Corazón.
Confiesa su inclinación por el romanticismo y se le nota cuando, en cierto modo, pone el fútbol ante la disyuntiva entre el potrero y el negocio. Yo no lo creo y no es solo por mi espíritu contrario al romanticismo filosófico y, sobre todo, al romanticismo político. El fútbol llegó a una fase en la que se ha mezclado de manera íntima con todos los poderes terrenales, contando a Putin, la mafia y al Papa. La Fifa y varios clubes del mundo son grandes empresas. La ilusión deportiva, a veces, me alberga dudas viendo la fragilidad comparativa de un futbolista al lado de un ciclista.
El fútbol es un hecho cultural cada vez más escindido entre la farándula y la épica. La farándula de casi todos los clubes y la épica de casi todas las selecciones. Entre la cosmética, las novias y el atletismo de Cristiano Ronaldo y el amor, la lealtad y el arte de Francesco Totti. Disneylandia frente a la República Romana. Cristiano será The Best pero no es un héroe como el Il Capitano y tampoco será campeón mundial.
Lo que pasa en el Medellín y en casi todos los equipos es que no les alcanza ni para ser negocios. Los negocios modernos son sociedades anónimas, no empresas unipersonales que portan el nombre del dueño como si se tratara de una peluquería. Los negocios modernos son de largo plazo; el tipo que compra un equipo y a los seis meses quiere recuperar la plata vendiendo los jugadores no es un buen negociante, es un agiotista. En los negocios modernos prima la división del trabajo: los dueños no hacen gerencia, los gerentes no son los ejecutores de los proyectos. Cuando el dueño le pone los empleados al gerente y le contrata los jugadores al técnico, es porque no hay racionalidad económica ni visión estratégica, solo capricho y pequeño despotismo.
Ojalá el Medellín fuera un negocio, propiedad de un club, con una junta visionaria y un gerente responsable. Cinco técnicos en un año, media nómina traspasada, el público reducido a un tercio, solo pueden dar como resultado cuatro torneos de incompetencia total, más otra campaña mísera en el fin de año. No es negocio; es incompetencia, arbitrariedad y falta de profesionalismo.
El Colombiano, 29 de octubre
Confiesa su inclinación por el romanticismo y se le nota cuando, en cierto modo, pone el fútbol ante la disyuntiva entre el potrero y el negocio. Yo no lo creo y no es solo por mi espíritu contrario al romanticismo filosófico y, sobre todo, al romanticismo político. El fútbol llegó a una fase en la que se ha mezclado de manera íntima con todos los poderes terrenales, contando a Putin, la mafia y al Papa. La Fifa y varios clubes del mundo son grandes empresas. La ilusión deportiva, a veces, me alberga dudas viendo la fragilidad comparativa de un futbolista al lado de un ciclista.
El fútbol es un hecho cultural cada vez más escindido entre la farándula y la épica. La farándula de casi todos los clubes y la épica de casi todas las selecciones. Entre la cosmética, las novias y el atletismo de Cristiano Ronaldo y el amor, la lealtad y el arte de Francesco Totti. Disneylandia frente a la República Romana. Cristiano será The Best pero no es un héroe como el Il Capitano y tampoco será campeón mundial.
Lo que pasa en el Medellín y en casi todos los equipos es que no les alcanza ni para ser negocios. Los negocios modernos son sociedades anónimas, no empresas unipersonales que portan el nombre del dueño como si se tratara de una peluquería. Los negocios modernos son de largo plazo; el tipo que compra un equipo y a los seis meses quiere recuperar la plata vendiendo los jugadores no es un buen negociante, es un agiotista. En los negocios modernos prima la división del trabajo: los dueños no hacen gerencia, los gerentes no son los ejecutores de los proyectos. Cuando el dueño le pone los empleados al gerente y le contrata los jugadores al técnico, es porque no hay racionalidad económica ni visión estratégica, solo capricho y pequeño despotismo.
Ojalá el Medellín fuera un negocio, propiedad de un club, con una junta visionaria y un gerente responsable. Cinco técnicos en un año, media nómina traspasada, el público reducido a un tercio, solo pueden dar como resultado cuatro torneos de incompetencia total, más otra campaña mísera en el fin de año. No es negocio; es incompetencia, arbitrariedad y falta de profesionalismo.
El Colombiano, 29 de octubre
lunes, 23 de octubre de 2017
Juegos casi suicidas
Una imagen cotidiana: una moto destrozada sobre la vía contraria, un automóvil con daños severos en la parte delantera, policía, ambulancia, agentes de tránsito, un hombre lanzado arena sobre el aceite regado en la vía. Alto de Las Palmas, jueves, a las siete de la mañana. Y un trayecto breve al aeropuerto muestra un puñado de casos en los que pudo suceder algo parecido. Una señora que cruza corriendo los dos carriles de la vía, un automóvil pequeño haciendo adelantos en curva, motos sobrepasando por derecha, grupos de ciclistas recreativos en racimo (sin procurar una fila).
Los datos recientes de la accidentalidad vial en Colombia muestran que 700 mil personas estuvieron involucradas en accidentes de tránsito en el 2016. Todo Bello más Copacabana o, para cambiar de geografía, el equivalente a toda la población de Pereira. El 51% de los muertos en accidentes de tránsito fueron motociclistas, el 25% peatones, 8% automovilistas, 5% ciclistas. Según Diego Laserna, la legislación nacional y la permisividad de las autoridades contribuyen a esta calamidad (“Motos: más y más peligrosas pero con descuento en el SOAT”, La silla vacía, 19.10.17). Si continúa esta tendencia pronto se convertirá en el principal problema de salud pública del país.
Tiene muchas aristas este asunto y ahora quiero especular con una probable y poco analizada. En uno de sus últimos escritos, el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) analizó la agresividad en las barriadas pobres de París y habló de “juegos casi suicidas”. Actividades temerarias en las que las personas ponen en juego la vida estúpidamente. Estos juegos van más allá de la búsqueda de adrenalina por parte de los jóvenes y parecen canalizar los impulsos bloqueados para hacer uso directo de la violencia física contra terceros, castigada con severidad por parte de los Estados como el francés.
Entre nosotros muchos de estos juegos casi suicidas son también casi homicidas. La mayoría de ellos están relacionados con el abuso de los automotores pero allí pueden caer también los desafíos peligrosos que circulan por redes sociales (el juego de la ballena azul, por ejemplo) y otras prácticas relativamente nuevas. Pareciera que la domesticación de la violencia mafiosa y la casi desaparición de la violencia política ejercida por grandes organizaciones estuviera cediendo el lugar a un tipo de violencia sutil, menuda, molecular –diría Enzensberger. Una violencia celebrada, expresión del machismo aunque no exclusiva de machos (pululan las mujeres en estas).
Además, se trata de una violencia que no se reduce a un segmento social como los barrios pobres o marginales. Violencia aérea, casi invisible porque parece audacia, diversión, simple imitación de los modelos de la publicidad y el cine. La baja tasa de homicidios en los barrios ricos deberíamos ajustarla con los datos que arrojan los juegos casi suicidas. Probablemente descubriríamos las capilaridades de la violencia, su microfísica.
El Colombiano, 22 de octubre
Los datos recientes de la accidentalidad vial en Colombia muestran que 700 mil personas estuvieron involucradas en accidentes de tránsito en el 2016. Todo Bello más Copacabana o, para cambiar de geografía, el equivalente a toda la población de Pereira. El 51% de los muertos en accidentes de tránsito fueron motociclistas, el 25% peatones, 8% automovilistas, 5% ciclistas. Según Diego Laserna, la legislación nacional y la permisividad de las autoridades contribuyen a esta calamidad (“Motos: más y más peligrosas pero con descuento en el SOAT”, La silla vacía, 19.10.17). Si continúa esta tendencia pronto se convertirá en el principal problema de salud pública del país.
Tiene muchas aristas este asunto y ahora quiero especular con una probable y poco analizada. En uno de sus últimos escritos, el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) analizó la agresividad en las barriadas pobres de París y habló de “juegos casi suicidas”. Actividades temerarias en las que las personas ponen en juego la vida estúpidamente. Estos juegos van más allá de la búsqueda de adrenalina por parte de los jóvenes y parecen canalizar los impulsos bloqueados para hacer uso directo de la violencia física contra terceros, castigada con severidad por parte de los Estados como el francés.
Entre nosotros muchos de estos juegos casi suicidas son también casi homicidas. La mayoría de ellos están relacionados con el abuso de los automotores pero allí pueden caer también los desafíos peligrosos que circulan por redes sociales (el juego de la ballena azul, por ejemplo) y otras prácticas relativamente nuevas. Pareciera que la domesticación de la violencia mafiosa y la casi desaparición de la violencia política ejercida por grandes organizaciones estuviera cediendo el lugar a un tipo de violencia sutil, menuda, molecular –diría Enzensberger. Una violencia celebrada, expresión del machismo aunque no exclusiva de machos (pululan las mujeres en estas).
Además, se trata de una violencia que no se reduce a un segmento social como los barrios pobres o marginales. Violencia aérea, casi invisible porque parece audacia, diversión, simple imitación de los modelos de la publicidad y el cine. La baja tasa de homicidios en los barrios ricos deberíamos ajustarla con los datos que arrojan los juegos casi suicidas. Probablemente descubriríamos las capilaridades de la violencia, su microfísica.
El Colombiano, 22 de octubre
martes, 17 de octubre de 2017
La fragilidad de Medellín
Hace casi diez años advertimos, desde el Centro de Análisis Político de la Universidad Eafit, que los buenos resultados generales del desempeño de Medellín durante la primera parte de este siglo eran frágiles. Una de las razones que planteamos consistía en estimar que esos logros significaban un desatraso de la ciudad y de ninguna manera podían asumirse como si hubiéramos llegado a una situación ideal. Cuando se habla del modelo Medellín o del milagro Medellín debe entenderse de esta manera: una ciudad que salió en un tiempo relativamente breve de una situación dramática y pasó a una de relativa normalidad. También hemos estado señalando que la normalidad a la que Medellín llegó desde 2004 es una normalidad mediocre, acorde con los estándares de la mayoría de las grandes ciudades latinoamericanas pero distante, todavía, de aquellas que muestran los mejores indicadores.
Leer más en:
http://www.region.org.co/index.php/opinamos/item/252-opinion-la-fragilidad-de-medellin
Leer más en:
http://www.region.org.co/index.php/opinamos/item/252-opinion-la-fragilidad-de-medellin
lunes, 16 de octubre de 2017
Ituango, el nuevo reto de Antioquia
La gran obsesión territorial de las élites paisas durante más de una centuria fue Urabá. Tratándose de tanto tiempo los resultados son más que mediocres. Se logró administración política sobre la región, tras décadas de “epopeya” se hizo una trocha y de todo lo demás se encargaron los colonos, muchos de ellos chocoanos y cordobeses. Habrá carretera moderna –cosa que se le debe a Juan Manuel Santos– y puertos gracias a la iniciativa privada, en buena medida extranjera. Somos más flojitos de lo que creemos. Con el añadido de la desmovilización de las Farc, Urabá como meta está chuleada. Lo que sigue será el resultado de lo hecho.
El nuevo principal propósito de Antioquia debería ser el Nudo de Paramillo y los municipios que se asientan en él, principalmente Ituango. Ituango sigue siendo el “distrito mal conocido” del que hablaba Manuel Uribe Ángel pero puede ser la región de gran porvenir que avizoraba el sabio envigadeño.
Ituango concentra, como un fractal, las principales fallas del país: alta informalidad en la tenencia de la tierra (1 de cada tres predios), pobreza (81% de la población), instituciones débiles (municipio categoría 6), cultivos ilícitos (su área aledaña produce, con el Bajo Cauca, el 39% de la coca del país), incomunicación (de la cabecera a Santa Lucía son dos horas si no hay invierno), más víctimas que habitantes (44.587 registradas desde 1985), negligencia generalizada y sempiterna de las autoridades centrales y regionales.
Pero también reúne condiciones muy promisorias: el nudo es la principal estrella fluvial de Antioquia y Córdoba, y en sí mismo constituye un rico ecosistema que reúne todos los pisos térmicos y puede aprovecharse de sus conexiones con Urabá, Córdoba y Bajo Cauca. Cuenta ya con dos realidades representadas por las hidroeléctricas de Hidroituango, al occidente, y Urrá, al norte. Ahora tiene la enorme oportunidad que representa la desmovilización de los 240 guerrilleros del frente 18 de las Farc. Se acabaron las disculpas.
El hecho de que las Empresas Públicas de Medellín esté haciendo en Hidroituango una obra que equivale a todo lo que ha hecho en sus 60 años de historia demuestra la envergadura de la inversión que se está haciendo en la región y los retos que representa. También significa que Medellín no se puede sustraer de las responsabilidades sobre el futuro de esos municipios, no solo los de la zona de influencia de la represa.
Ituango será la prueba definitiva de la capacidad del Estado colombiano, y de Antioquia en particular, para integrar el territorio, construir instituciones legítimas y eficaces, generar riqueza con una perspectiva legal y sostenible, y proveer los bienes básicos a su población. Todo ello requiere, además de planes y obras, una visión de construcción de Estado y de paz, una nueva forma de ordenamiento del territorio y de relación con sus habitantes.
El Colombiano, 15 de octubre
El nuevo principal propósito de Antioquia debería ser el Nudo de Paramillo y los municipios que se asientan en él, principalmente Ituango. Ituango sigue siendo el “distrito mal conocido” del que hablaba Manuel Uribe Ángel pero puede ser la región de gran porvenir que avizoraba el sabio envigadeño.
Ituango concentra, como un fractal, las principales fallas del país: alta informalidad en la tenencia de la tierra (1 de cada tres predios), pobreza (81% de la población), instituciones débiles (municipio categoría 6), cultivos ilícitos (su área aledaña produce, con el Bajo Cauca, el 39% de la coca del país), incomunicación (de la cabecera a Santa Lucía son dos horas si no hay invierno), más víctimas que habitantes (44.587 registradas desde 1985), negligencia generalizada y sempiterna de las autoridades centrales y regionales.
Pero también reúne condiciones muy promisorias: el nudo es la principal estrella fluvial de Antioquia y Córdoba, y en sí mismo constituye un rico ecosistema que reúne todos los pisos térmicos y puede aprovecharse de sus conexiones con Urabá, Córdoba y Bajo Cauca. Cuenta ya con dos realidades representadas por las hidroeléctricas de Hidroituango, al occidente, y Urrá, al norte. Ahora tiene la enorme oportunidad que representa la desmovilización de los 240 guerrilleros del frente 18 de las Farc. Se acabaron las disculpas.
El hecho de que las Empresas Públicas de Medellín esté haciendo en Hidroituango una obra que equivale a todo lo que ha hecho en sus 60 años de historia demuestra la envergadura de la inversión que se está haciendo en la región y los retos que representa. También significa que Medellín no se puede sustraer de las responsabilidades sobre el futuro de esos municipios, no solo los de la zona de influencia de la represa.
Ituango será la prueba definitiva de la capacidad del Estado colombiano, y de Antioquia en particular, para integrar el territorio, construir instituciones legítimas y eficaces, generar riqueza con una perspectiva legal y sostenible, y proveer los bienes básicos a su población. Todo ello requiere, además de planes y obras, una visión de construcción de Estado y de paz, una nueva forma de ordenamiento del territorio y de relación con sus habitantes.
El Colombiano, 15 de octubre
viernes, 6 de octubre de 2017
Miseria del humanitarismo
El ascenso más reciente de los derechos humanos se produjo en la década de los noventa cuando empezó el periodo de la ilusión cosmopolita. Los derechos humanos codificaron una ética mínima con pretensiones universales. Como toda celebración, los derechos humanos se vieron pronto abocados a convertirse en “una especie de idolatría”. Esa fue la advertencia del pensador canadiense Michael Ignatieff (Los derechos humanos como política e idolatría, Paidós, 2003).
Ignatieff se dio cuenta de que la inflación de las exigencias en nombre de los derechos humanos terminaría por perjudicar ese objetivo loable y visible desde la ilustración y, a la vez, compatible con el humanismo clásico. En cierto modo, nos estaba previniendo contra el fanatismo en que podría caer una meta altruista, fanatismo bienintencionado pero que, carente de realismo, podía llevar a resultados contraproducentes. De lo que no se percató fue de que los derechos humanos podían ser arma arrojadiza que se podría usar a gusto y abandonar por conveniencia.
Los casos que ilustran este oportunismo humanitario son incontables y los más recientes, que están a la mano para demostrarlo, tienen que ver con la actitud del progresismo político respecto a Venezuela. El sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos publicó una especie de manifiesto titulado “Por qué sigo defendiendo a la Revolución Bolivariana”. Santos se basa en dos cosas: que las mayorías en Venezuela siguen apoyando a Nicolás Maduro y que el régimen chavista disminuyó la pobreza (BBC Mundo, 14.08.17). Ambas afirmaciones son refutables desde un punto de vista empírico y cifras en mano. Pero lo que me ocupa es la discusión filosófica.
A los derechos humanos no les interesa la mayoría. Más bien al contrario, los derechos humanos tienen un rasgo contramayoritario; se postularon para proteger al individuo de la acción del Estado y a los grupos minoritarios de la voluntad de las mayorías. Por otra parte, como afirmó Hannah Arendt, los derechos políticos son los que fundan los demás derechos humanos. En plata blanca, primero es la libertad y después el hambre; primero la democracia y después la llamada justicia social.
Gran parte de los humanitaristas latinoamericanos se dedican a fustigar, muchas veces con razón, a sus regímenes por violar los derechos humanos pero defienden dictaduras como la cubana o la venezolana con el pretexto de que han acabado con el hambre o el analfabetismo. Esa es la traición que el progresismo comete hoy al guardar silencio frente a la situación venezolana o, como Gustavo Petro, cuando le mantiene su respaldo a la dictadura.
No es un problema de toda la izquierda y ni siquiera de los marxistas. Una de las pensadoras más célebres de estas dos corrientes, la húngara Agnes Heller, habla de Venezuela como dictadura y agrega que lo esencial en cualquier sociedad es que se “garanticen las libertades” (Generación, 27.08.17).
El Colombiano, 8 de octubre
Ignatieff se dio cuenta de que la inflación de las exigencias en nombre de los derechos humanos terminaría por perjudicar ese objetivo loable y visible desde la ilustración y, a la vez, compatible con el humanismo clásico. En cierto modo, nos estaba previniendo contra el fanatismo en que podría caer una meta altruista, fanatismo bienintencionado pero que, carente de realismo, podía llevar a resultados contraproducentes. De lo que no se percató fue de que los derechos humanos podían ser arma arrojadiza que se podría usar a gusto y abandonar por conveniencia.
Los casos que ilustran este oportunismo humanitario son incontables y los más recientes, que están a la mano para demostrarlo, tienen que ver con la actitud del progresismo político respecto a Venezuela. El sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos publicó una especie de manifiesto titulado “Por qué sigo defendiendo a la Revolución Bolivariana”. Santos se basa en dos cosas: que las mayorías en Venezuela siguen apoyando a Nicolás Maduro y que el régimen chavista disminuyó la pobreza (BBC Mundo, 14.08.17). Ambas afirmaciones son refutables desde un punto de vista empírico y cifras en mano. Pero lo que me ocupa es la discusión filosófica.
A los derechos humanos no les interesa la mayoría. Más bien al contrario, los derechos humanos tienen un rasgo contramayoritario; se postularon para proteger al individuo de la acción del Estado y a los grupos minoritarios de la voluntad de las mayorías. Por otra parte, como afirmó Hannah Arendt, los derechos políticos son los que fundan los demás derechos humanos. En plata blanca, primero es la libertad y después el hambre; primero la democracia y después la llamada justicia social.
Gran parte de los humanitaristas latinoamericanos se dedican a fustigar, muchas veces con razón, a sus regímenes por violar los derechos humanos pero defienden dictaduras como la cubana o la venezolana con el pretexto de que han acabado con el hambre o el analfabetismo. Esa es la traición que el progresismo comete hoy al guardar silencio frente a la situación venezolana o, como Gustavo Petro, cuando le mantiene su respaldo a la dictadura.
No es un problema de toda la izquierda y ni siquiera de los marxistas. Una de las pensadoras más célebres de estas dos corrientes, la húngara Agnes Heller, habla de Venezuela como dictadura y agrega que lo esencial en cualquier sociedad es que se “garanticen las libertades” (Generación, 27.08.17).
El Colombiano, 8 de octubre
lunes, 2 de octubre de 2017
Cuidados especiales para la JEP
No creo que las guerras se resuelvan con justicia. O para decirlo de una manera más tajante: justicia y paz no es más que una frase; en la resolución de las guerras se trata de justicia o paz. Por ello no es raro que el punto flojo del Acuerdo con las Farc, en mi opinión, sea el de justicia. Todo esto, dicho aquí de manera brusca, lo argumento con más delicadez y rigor en mi más reciente libro (Responsabilidad y reconciliación ante la justicia transicional, Editorial Eafit, 2017).
La Jurisdicción Especial para la Paz –JEP– es un hecho así falte la mitad de la implementación. El gobierno nacional dejó para lo último la aprobación de la ley estatutaria que regula la JEP y ahora estamos metidos en todos los enredos del mundo para sacarla adelante. Por la crisis de la justicia, la antipatía gringa, la campaña electoral y el descrédito del Presidente. Si a principios de año se hacían chambonadas, como dijo Sergio Jaramillo, no sé cómo pueda acabar este capítulo.
La otra mitad se resolvió esta semana con la publicación de los nombres de los integrantes del Tribunal Especial para la Paz y de las salas que componen la JEP. No puedo entrar en detalles ahora sobre los nombramientos. De un primer examen quedan dos cosas claras.
La primera es que el Comité de Escogencia no tuvo el cuidado de impedir el nombramiento de personas que tomaron parte activa como litigantes contra una de las partes del conflicto, especialmente de abogados y activistas que durante largo tiempo llevaron causas contra el Estado. Entre los magistrados designados hay al menos dos personas que tienen estas características y que no debieran estar allí. Este criterio fue propuesto directamente al gobierno y a los negociadores antes de que se firmara el acuerdo, y a los congresistas después.
La segunda es la precaria presencia antioqueña. No creo que tener hombres y mujeres, indios, negros y mestizos garantice nada. Pensaba sí que, después de tanta insistencia en la paz territorial, la representación regional sería tenida en cuenta por el Comité de Escogencia. De Antioquia, la región más victimizada durante el conflicto armado, solo salió una magistrada que ha hecho toda su carrera en el exterior (otra nació acá pero no más). Ninguno de esos casos le aporta al tribunal la sensibilidad que dan la historia y el contexto regional, que tan importantes son para juzgar. No es un defecto menor.
Ya antes de todo esto la legitimidad de la JEP estaba cuestionada. Y ahora estamos en manos de esos jueces. El acuerdo dice que deben juzgar pensando en la reconciliación. Pero hay que temerle a la indignación de un juez o a la tentación de convertirse en un héroe. En ambos casos, la venganza tocará a su puerta cada día.
El Colombiano, 1 de octubre
La Jurisdicción Especial para la Paz –JEP– es un hecho así falte la mitad de la implementación. El gobierno nacional dejó para lo último la aprobación de la ley estatutaria que regula la JEP y ahora estamos metidos en todos los enredos del mundo para sacarla adelante. Por la crisis de la justicia, la antipatía gringa, la campaña electoral y el descrédito del Presidente. Si a principios de año se hacían chambonadas, como dijo Sergio Jaramillo, no sé cómo pueda acabar este capítulo.
La otra mitad se resolvió esta semana con la publicación de los nombres de los integrantes del Tribunal Especial para la Paz y de las salas que componen la JEP. No puedo entrar en detalles ahora sobre los nombramientos. De un primer examen quedan dos cosas claras.
La primera es que el Comité de Escogencia no tuvo el cuidado de impedir el nombramiento de personas que tomaron parte activa como litigantes contra una de las partes del conflicto, especialmente de abogados y activistas que durante largo tiempo llevaron causas contra el Estado. Entre los magistrados designados hay al menos dos personas que tienen estas características y que no debieran estar allí. Este criterio fue propuesto directamente al gobierno y a los negociadores antes de que se firmara el acuerdo, y a los congresistas después.
La segunda es la precaria presencia antioqueña. No creo que tener hombres y mujeres, indios, negros y mestizos garantice nada. Pensaba sí que, después de tanta insistencia en la paz territorial, la representación regional sería tenida en cuenta por el Comité de Escogencia. De Antioquia, la región más victimizada durante el conflicto armado, solo salió una magistrada que ha hecho toda su carrera en el exterior (otra nació acá pero no más). Ninguno de esos casos le aporta al tribunal la sensibilidad que dan la historia y el contexto regional, que tan importantes son para juzgar. No es un defecto menor.
Ya antes de todo esto la legitimidad de la JEP estaba cuestionada. Y ahora estamos en manos de esos jueces. El acuerdo dice que deben juzgar pensando en la reconciliación. Pero hay que temerle a la indignación de un juez o a la tentación de convertirse en un héroe. En ambos casos, la venganza tocará a su puerta cada día.
El Colombiano, 1 de octubre
lunes, 25 de septiembre de 2017
La corredera
Dos tipos van corriendo a toda velocidad, en cierto momento uno pregunta: ¿para dónde vamos? Y el otro le responde: no sé, pero vamos a llegar tarde. Es un chiste muy viejo. Apelo a este recurso para ilustrar esa manía de los habitantes del Valle de Aburrá de vivir a las carreras. Todo el mundo corre en sus vehículos, a pie por las aceras, dentro de los lugares de trabajo, como si los persiguiera el demonio. O como si quisiéramos demostrar que estamos atareados, que somos diligentes.
Me contaron hace poco que un visitante se había sorprendido con el ritmo febril de Medellín. Que, me dijeron que dijo, solo había visto algo así en Nueva York. Tal vez sí. Solo que en Nueva York no se matan tanto corriendo, literalmente en accidentes de tránsito, y producen mucho más que nosotros. Porque la baja productividad antioqueña, y colombiana en general, se disimula corriendo. O gastando silla o computador. Aquí creemos que el que produce es el tiempo y la presencia física. Una herencia del gamonalismo que predica que “el ojo del amo engorda al ganado”.
De ese modo estamos en el peor de los mundos. Gastamos enormes recursos corriendo, yendo a trabajar, permaneciendo largas jornadas en el puesto, y por el otro lado producimos poco, incluso menos que antes. Santiago Montenegro acaba de divulgar cifras de Planeación Nacional que indican que la productividad nacional “fue negativa en el período 2000-2014” y que “en 2016, la caída fue de -1,1 %” (“Un nuevo enfoque”, El Espectador, 17.09.17). Sigue diciendo Montenegro que, según la OCDE, “hace medio siglo hacían falta tres trabajadores colombianos para producir lo que producía un trabajador de los Estados Unidos” y ahora se necesitan casi cinco. Como tuvimos la bonanza minera, nos cruzamos de brazos.
El mismo día, en el mismo diario, Salomón Kalmanovitz criticó las extensas jornadas de trabajo en el país (“La jornada de trabajo”). Los países más productivos del mundo tienen jornadas de trabajo cortas, vacaciones largas, mucho trabajo flexible y no presencial. Las urbes modernas de Colombia y las medianas y grandes empresas tienen los medios para cambiar esta situación pero no lo hacen. A nadie debe escapársele que la productividad es una responsabilidad primordial de los empresarios. También las condiciones laborales. No hay excusa.
La corredera no implica cumplimiento de metas. Como los personajes del chiste, corremos mucho sin saber cuál es el propósito o postergándolo. Nuestra corredera va de la mano con la tendencia a postergar la realización. Del mismo modo, la lentitud puede llevarse bien con la eficiencia. La lentitud no debe confundirse con el aplazamiento. Tal vez en esto reside la paradoja que encierra la brevedad de la vida: como es breve hay que disfrutarla paso a paso, como es breve hay que hacer algo cada día.
El Colombiano, 24 de septiembre.
Me contaron hace poco que un visitante se había sorprendido con el ritmo febril de Medellín. Que, me dijeron que dijo, solo había visto algo así en Nueva York. Tal vez sí. Solo que en Nueva York no se matan tanto corriendo, literalmente en accidentes de tránsito, y producen mucho más que nosotros. Porque la baja productividad antioqueña, y colombiana en general, se disimula corriendo. O gastando silla o computador. Aquí creemos que el que produce es el tiempo y la presencia física. Una herencia del gamonalismo que predica que “el ojo del amo engorda al ganado”.
De ese modo estamos en el peor de los mundos. Gastamos enormes recursos corriendo, yendo a trabajar, permaneciendo largas jornadas en el puesto, y por el otro lado producimos poco, incluso menos que antes. Santiago Montenegro acaba de divulgar cifras de Planeación Nacional que indican que la productividad nacional “fue negativa en el período 2000-2014” y que “en 2016, la caída fue de -1,1 %” (“Un nuevo enfoque”, El Espectador, 17.09.17). Sigue diciendo Montenegro que, según la OCDE, “hace medio siglo hacían falta tres trabajadores colombianos para producir lo que producía un trabajador de los Estados Unidos” y ahora se necesitan casi cinco. Como tuvimos la bonanza minera, nos cruzamos de brazos.
El mismo día, en el mismo diario, Salomón Kalmanovitz criticó las extensas jornadas de trabajo en el país (“La jornada de trabajo”). Los países más productivos del mundo tienen jornadas de trabajo cortas, vacaciones largas, mucho trabajo flexible y no presencial. Las urbes modernas de Colombia y las medianas y grandes empresas tienen los medios para cambiar esta situación pero no lo hacen. A nadie debe escapársele que la productividad es una responsabilidad primordial de los empresarios. También las condiciones laborales. No hay excusa.
La corredera no implica cumplimiento de metas. Como los personajes del chiste, corremos mucho sin saber cuál es el propósito o postergándolo. Nuestra corredera va de la mano con la tendencia a postergar la realización. Del mismo modo, la lentitud puede llevarse bien con la eficiencia. La lentitud no debe confundirse con el aplazamiento. Tal vez en esto reside la paradoja que encierra la brevedad de la vida: como es breve hay que disfrutarla paso a paso, como es breve hay que hacer algo cada día.
El Colombiano, 24 de septiembre.
lunes, 18 de septiembre de 2017
Medellín hace memoria
A veces es bueno mirar atrás. A Medellín y Antioquia les ha servido de mucho mantener un fuerte sentido de pertenencia alimentado por una visión optimista del pasado y un sentido casi heroico de que habría un futuro mejor. Sin esa pujanza, sin esa confianza, no habríamos salido del hoyo en el que nos metimos en la segunda mitad del siglo XX. Pero, a veces, es bueno mirar atrás.
Así lo entendió la administración del alcalde Aníbal Gaviria Correa (2012-2015) cuando tomó la iniciativa de proponerle al Centro Nacional de Memoria Histórica la realización de un informe de memoria de la ciudad. Los dos entes estatales más el Ministerio del Interior asumieron la financiación. La realización corrió por cuenta de la Universidad Eafit, la Universidad de Antioquia y la Corporación Región, y la coordinación recayó en esta última que, por demás, ha liderado los demás informes de memoria (cuatro) hechos en Antioquia.
Después de más de dos años de trabajo se presentó el pasado jueves, en el Centro Cultural de Moravia, el informe que lleva por título Medellín: memorias de una guerra urbana. Son 518 páginas divididas en cinco capítulos más una introducción y unas recomendaciones. El libro físico se esfumará, como ha pasado con los demás informes, pero está disponible para leer o descargarse en el sitio web del Centro Nacional de Memoria Histórica.
El trabajo incluyó 20 talleres en los que participaron 324 personas, 13 grupos focales con 102 personas, 70 entrevistadas, todas ellas de los más diversos estamentos y condiciones de la sociedad. Son incontables las fuentes documentales consultadas, así como incuestionable –sin falsa modestia– el bagaje de los investigadores y las instituciones que estuvieron a cargo de esa tarea. Sin embargo, todos los participantes y promotores creemos que este es un relato más y de que es bueno para nuestra sociedad que haya más relatos y más variados.
No pretendo hacer una síntesis de un trabajo tan vasto. Solo contar con tristeza que, cifras en mano, Medellín fue el municipio con la población más victimizada del país. Algo de lo que no somos conscientes nosotros y menos aún quienes, sin entendernos, nos acusan colectivamente. Solo señalar que Medellín no se jodió en los ochenta, cuando llegaron el ruido y la furia, sino dos décadas atrás cuando todos los sectores dirigentes se apoltronaron en la complacencia por los éxitos de sus antecesores y no fueron capaces de entender los cambios que estaban ocurriendo y las tempestades que, sin querer, estaban sembrando. Solo enfatizar que si esta ciudad se levantó, fue porque muchas personas e instituciones se juntaron, resistieron, sembraron luz; fue porque hubo acciones del Estado a nivel nacional, voluntades de organismos de cooperación, que contribuyeron de modo decisivo a ayudarnos. Solo recordar que no somos inmunes.
Léanlo. A veces es bueno mirar atrás.
El Colombiano, 17 de septiembre
Así lo entendió la administración del alcalde Aníbal Gaviria Correa (2012-2015) cuando tomó la iniciativa de proponerle al Centro Nacional de Memoria Histórica la realización de un informe de memoria de la ciudad. Los dos entes estatales más el Ministerio del Interior asumieron la financiación. La realización corrió por cuenta de la Universidad Eafit, la Universidad de Antioquia y la Corporación Región, y la coordinación recayó en esta última que, por demás, ha liderado los demás informes de memoria (cuatro) hechos en Antioquia.
Después de más de dos años de trabajo se presentó el pasado jueves, en el Centro Cultural de Moravia, el informe que lleva por título Medellín: memorias de una guerra urbana. Son 518 páginas divididas en cinco capítulos más una introducción y unas recomendaciones. El libro físico se esfumará, como ha pasado con los demás informes, pero está disponible para leer o descargarse en el sitio web del Centro Nacional de Memoria Histórica.
El trabajo incluyó 20 talleres en los que participaron 324 personas, 13 grupos focales con 102 personas, 70 entrevistadas, todas ellas de los más diversos estamentos y condiciones de la sociedad. Son incontables las fuentes documentales consultadas, así como incuestionable –sin falsa modestia– el bagaje de los investigadores y las instituciones que estuvieron a cargo de esa tarea. Sin embargo, todos los participantes y promotores creemos que este es un relato más y de que es bueno para nuestra sociedad que haya más relatos y más variados.
No pretendo hacer una síntesis de un trabajo tan vasto. Solo contar con tristeza que, cifras en mano, Medellín fue el municipio con la población más victimizada del país. Algo de lo que no somos conscientes nosotros y menos aún quienes, sin entendernos, nos acusan colectivamente. Solo señalar que Medellín no se jodió en los ochenta, cuando llegaron el ruido y la furia, sino dos décadas atrás cuando todos los sectores dirigentes se apoltronaron en la complacencia por los éxitos de sus antecesores y no fueron capaces de entender los cambios que estaban ocurriendo y las tempestades que, sin querer, estaban sembrando. Solo enfatizar que si esta ciudad se levantó, fue porque muchas personas e instituciones se juntaron, resistieron, sembraron luz; fue porque hubo acciones del Estado a nivel nacional, voluntades de organismos de cooperación, que contribuyeron de modo decisivo a ayudarnos. Solo recordar que no somos inmunes.
Léanlo. A veces es bueno mirar atrás.
El Colombiano, 17 de septiembre
jueves, 14 de septiembre de 2017
Medellín: memorias de una guerra urbana
En consonancia con la misión otorgada por la Ley 1448 de 2011 (llamada “ley de víctimas”) al Centro Nacional de Memoria Histórica de aportar al esclarecimiento y la comprensión de las causas de la guerra en Colombia, el informe Medellín: memorias de una guerra urbana centra su mirada en el conflicto armado y las violencias asociadas ocurridas en la ciudad de Medellín entre 1980 y 2014. Describe cuál fue el repertorio de violencias desplegado por los actores partícipes de esta confrontación armada, los factores que posibilitaron su emergencia y persistencia en la vida urbana, los impactos generados a la población y la manera como esta respondió para enfrentar y sobreponerse a los estragos de estas violencias.
El informe completo puede descargarse de la página del Centro de Memoria Histórica.
RELATORES
Marta Inés Villa Martínez
Ana María Jaramillo Arbeláez
Jorge Giraldo Ramírez
Manuel Alberto Alonso Espinal
Sandra Arenas Grisales
Pablo Bedoya Molina
Luz María Londoño Fernández
CENTRO NACIONAL DE MEMORIA HISTÓRICA
CORPORACIÓN REGIÓN
UNIVERSIDAD EAFIT
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
miércoles, 13 de septiembre de 2017
Las ideas en la guerra: Ibsen Martínez II
Escarnio de la paz, nostalgia de la guerra
IBSEN MARTÍNEZ
El País, Madrid, 12 septiembre, 2017
Que la paz sea recibida con indiferencia por muchos colombianos es de las cosas más intrigantes para el extranjero que viene a vivir en Colombia.
Esto pudo sentirse con ocasión de la visita papal. La sorna que expresaban las redes sociales me recordó a muchísima gente que en Venezuela cree a pies juntillas la conseja según la cual Juan Manuel Santos está en la nómina de Nicolás Maduro.
Rumiar la idea fija de una conspiración que reúne a Nicolás Maduro, Raúl Castro y Juan Manuel Santos en torno a un mismo designio es característico de muchos compatriotas míos a quienes he llamado "venecouribistas": abominan por igual de Santos y del papa Francisco.
Asimilan el origen argentino del pontífice a una filiación peronista, más precisamente kirchnerista y, por peregrina transitividad y negra magia empática, también chavista.
Recíprocamente, se leen y escuchan en Colombia insinuaciones que señalan la visita pastoral como una martingala engañabobos orientada a instaurar, llegado el momento y sin que se le ofrezca resistencia, una dictadura "castrochavista".
Dicho sea de paso, aunque se discrepe de quienes así piensan, hay que reconocer el acierto de Álvaro Uribe al dar con una palabra que resume el parentesco esencial, la consanguinidad ya indiscutible que une al fraudulento socialismo del siglo XXI chavista con la interminable tragedia cubana.
Está claro, pues, que parte del escepticismo ante lo bueno que pueda traer a Colombia el posconflicto va de la mano con una desvalorización de la paz. Y cabe preguntarse, como lo ha hecho el escritor Andrés Hoyos, si esta equivale a una vergonzante nostalgia de la guerra.
Respuestas sumamente persuasivas a esa pregunta hallé en el libro de Jorge Giraldo Ramírez, Las ideas en la guerra (Debate, 2015).
Una de ellas, que el filósofo e historiador de las ideas ilustra cabalmente, se halla en la sostenida y prolongada elaboración, digamos teórica, que a lo largo de todo el siglo XX, y aun de parte del actual, hicieron ciertas élites colombianas para apuntar la noción de que la lucha armada era por completo inevitable.
No solo los hombres de la guerra, sino también académicos e intelectuales de mucha valía concibieron y propugnaron la violencia como único medio de alcanzar fines filantrópicos en la desigual Colombia. Asombra que tanta gente, incluso figuras que repudiaban principistamente la violencia, la tuviesen como inevitable. Giraldo explica parcialmente esto último con lo que Albert Hirschmann llamó la "fracasomanía" de los colombianos.
Un desolador efecto de esta idea de inevitabilidad de la violencia, observa Giraldo, fue el rechazo sectario a toda iniciativa política que abriese posibilidades a medios pacíficos y electorales, es decir, deliberantes y políticos, de alcanzar el poder.
Giraldo pasa minuciosa revista a los desdenes doctrinarios con que los violentos ignoraron las posibilidades abiertas por del Pacto de Benidorm, a fines de los años cincuenta, y las opciones que abrió a la lucha de masas la firma de la Constitución de 1991.
En varios momentos de su libro, Giraldo comenta la incapacidad de los mandos violentos y sus valedores intelectuales para identificar las ocasiones que hubiesen permitido imprimir un giro pacífico y democrático a sus métodos de lucha, en lugar de sembrar el país con millones de víctimas.
Esa ceguera condujo a la socarrona fórmula "combinación de todas las formas de lucha" que, en realidad, nombraba una sola: la armada.
Al firmar la paz y abrazar un proyecto electoral, las FARC han optado al fin por las formalidades democráticas. Sin cerrar los ojos a su pasado, un ecuánime sentido deportivo debería llevar a desearles mejor puntería en esta nueva y bienvenida oportunidad.
IBSEN MARTÍNEZ
El País, Madrid, 12 septiembre, 2017
Que la paz sea recibida con indiferencia por muchos colombianos es de las cosas más intrigantes para el extranjero que viene a vivir en Colombia.
Esto pudo sentirse con ocasión de la visita papal. La sorna que expresaban las redes sociales me recordó a muchísima gente que en Venezuela cree a pies juntillas la conseja según la cual Juan Manuel Santos está en la nómina de Nicolás Maduro.
Rumiar la idea fija de una conspiración que reúne a Nicolás Maduro, Raúl Castro y Juan Manuel Santos en torno a un mismo designio es característico de muchos compatriotas míos a quienes he llamado "venecouribistas": abominan por igual de Santos y del papa Francisco.
Asimilan el origen argentino del pontífice a una filiación peronista, más precisamente kirchnerista y, por peregrina transitividad y negra magia empática, también chavista.
Recíprocamente, se leen y escuchan en Colombia insinuaciones que señalan la visita pastoral como una martingala engañabobos orientada a instaurar, llegado el momento y sin que se le ofrezca resistencia, una dictadura "castrochavista".
Dicho sea de paso, aunque se discrepe de quienes así piensan, hay que reconocer el acierto de Álvaro Uribe al dar con una palabra que resume el parentesco esencial, la consanguinidad ya indiscutible que une al fraudulento socialismo del siglo XXI chavista con la interminable tragedia cubana.
Está claro, pues, que parte del escepticismo ante lo bueno que pueda traer a Colombia el posconflicto va de la mano con una desvalorización de la paz. Y cabe preguntarse, como lo ha hecho el escritor Andrés Hoyos, si esta equivale a una vergonzante nostalgia de la guerra.
Respuestas sumamente persuasivas a esa pregunta hallé en el libro de Jorge Giraldo Ramírez, Las ideas en la guerra (Debate, 2015).
Una de ellas, que el filósofo e historiador de las ideas ilustra cabalmente, se halla en la sostenida y prolongada elaboración, digamos teórica, que a lo largo de todo el siglo XX, y aun de parte del actual, hicieron ciertas élites colombianas para apuntar la noción de que la lucha armada era por completo inevitable.
No solo los hombres de la guerra, sino también académicos e intelectuales de mucha valía concibieron y propugnaron la violencia como único medio de alcanzar fines filantrópicos en la desigual Colombia. Asombra que tanta gente, incluso figuras que repudiaban principistamente la violencia, la tuviesen como inevitable. Giraldo explica parcialmente esto último con lo que Albert Hirschmann llamó la "fracasomanía" de los colombianos.
Un desolador efecto de esta idea de inevitabilidad de la violencia, observa Giraldo, fue el rechazo sectario a toda iniciativa política que abriese posibilidades a medios pacíficos y electorales, es decir, deliberantes y políticos, de alcanzar el poder.
Giraldo pasa minuciosa revista a los desdenes doctrinarios con que los violentos ignoraron las posibilidades abiertas por del Pacto de Benidorm, a fines de los años cincuenta, y las opciones que abrió a la lucha de masas la firma de la Constitución de 1991.
En varios momentos de su libro, Giraldo comenta la incapacidad de los mandos violentos y sus valedores intelectuales para identificar las ocasiones que hubiesen permitido imprimir un giro pacífico y democrático a sus métodos de lucha, en lugar de sembrar el país con millones de víctimas.
Esa ceguera condujo a la socarrona fórmula "combinación de todas las formas de lucha" que, en realidad, nombraba una sola: la armada.
Al firmar la paz y abrazar un proyecto electoral, las FARC han optado al fin por las formalidades democráticas. Sin cerrar los ojos a su pasado, un ecuánime sentido deportivo debería llevar a desearles mejor puntería en esta nueva y bienvenida oportunidad.
lunes, 11 de septiembre de 2017
Pérdida del vos
Pocas cosas hay de nuestro modo de ser, el paisa, que me provoquen nostalgia o me convoquen a una causa de conservación o defensa. Las perdidas, perdidas están y no volverán por muchas invocaciones que hagamos. Muchas de ellas vale la pena que hayan muerto. Al fin y al cabo el desmadre y el despiste en que se metió Antioquia entre 1960 y comienzos de este siglo se debe en gran parte a los demonios que se ocultaban tras ese modo de ser que nos parecía tan épico y que engendró ditirambos como, por ejemplo, los de Jorge Robledo Ortiz que se incrustaban en el inconsciente a través de la oratoria de Rodrigo Correa Palacio.
Una de las pocas cosas que lamento de verdad, que me entristece, es la pérdida del vos. El voseo es una de las formas que tiene el habla latinoamericana, especialmente en Centroamérica y el Cono Sur, aunque nada ajeno a la región andina. En Colombia, se trata de un uso típicamente paisa, del centro, oriente y sur de Antioquia y el viejo Caldas; pero no solo, ya que existe en otras regiones. Pero basta aguzar el oído, en la casa, el trabajo, la calle, para palpar su agonía.
El trato de vos es uno de los rasgos más característicos no solo del habla sino de nuestra manera de ser y de relacionarnos con los demás. Lo dijo Martin Heidegger (1889-1976), siempre a propósito de sus reflexiones ontológicas: “el lenguaje es la casa del ser”. Y con más fuerza y no menos profundidad Ernesto Sábato (1911-2011): “el lenguaje es la sangre del espíritu”. Si nos atenemos a estas proposiciones y nos adentramos en sus implicaciones podemos entender que no se trata de un asunto menor sino de todo lo contrario, de uno de los nervios de la cultura, la identidad y el alma.
El escritor y pensador argentino diagnosticó la vergüenza frente al vos como indicador de “un fuerte sentimiento de inferioridad y un subconsciente espíritu de vasallaje” (“El voseo”, 1966). Y se justificaba por ocuparse de ese tema diciendo que en momentos de crisis era necesario hacer conciencia de la propia situación. Sin dudas, hay arribismo en el abandono del vos y el abrazo del tú. Arribismo característico de las clases medias en tiempos de prosperidad y de trato recurrente con el mundo exterior y con las clases altas. También hay algo de eso que Fernando González bautizó mejor como complejo de hideputa.
Ahora los padres, los maestros, los jefes, usan y abusan del tú sin saber siquiera conjugarlo, como una impostación, a pesar de que les sea imposible ocultar el capote de montañero que todos llevamos. Pero la inoculación sobre los niños y los jóvenes hará que el desplazamiento del vos sea más natural. ¿La casa y el espíritu dónde quedarán?
El Colombiano, 10 de septiembre.
Una de las pocas cosas que lamento de verdad, que me entristece, es la pérdida del vos. El voseo es una de las formas que tiene el habla latinoamericana, especialmente en Centroamérica y el Cono Sur, aunque nada ajeno a la región andina. En Colombia, se trata de un uso típicamente paisa, del centro, oriente y sur de Antioquia y el viejo Caldas; pero no solo, ya que existe en otras regiones. Pero basta aguzar el oído, en la casa, el trabajo, la calle, para palpar su agonía.
El trato de vos es uno de los rasgos más característicos no solo del habla sino de nuestra manera de ser y de relacionarnos con los demás. Lo dijo Martin Heidegger (1889-1976), siempre a propósito de sus reflexiones ontológicas: “el lenguaje es la casa del ser”. Y con más fuerza y no menos profundidad Ernesto Sábato (1911-2011): “el lenguaje es la sangre del espíritu”. Si nos atenemos a estas proposiciones y nos adentramos en sus implicaciones podemos entender que no se trata de un asunto menor sino de todo lo contrario, de uno de los nervios de la cultura, la identidad y el alma.
El escritor y pensador argentino diagnosticó la vergüenza frente al vos como indicador de “un fuerte sentimiento de inferioridad y un subconsciente espíritu de vasallaje” (“El voseo”, 1966). Y se justificaba por ocuparse de ese tema diciendo que en momentos de crisis era necesario hacer conciencia de la propia situación. Sin dudas, hay arribismo en el abandono del vos y el abrazo del tú. Arribismo característico de las clases medias en tiempos de prosperidad y de trato recurrente con el mundo exterior y con las clases altas. También hay algo de eso que Fernando González bautizó mejor como complejo de hideputa.
Ahora los padres, los maestros, los jefes, usan y abusan del tú sin saber siquiera conjugarlo, como una impostación, a pesar de que les sea imposible ocultar el capote de montañero que todos llevamos. Pero la inoculación sobre los niños y los jóvenes hará que el desplazamiento del vos sea más natural. ¿La casa y el espíritu dónde quedarán?
El Colombiano, 10 de septiembre.
lunes, 4 de septiembre de 2017
Las ideas en la guerra: Ibsen Martínez
Las ideas en la guerra
IBSEN MARTÍNEZ
El País, Madrid, 29 de agosto de 2017
Susan Sontag observa en su ensayo Ante el dolor de los demás: “En el centro de las esperanzas y de la sensibilidad ética modernas está la convicción de que la guerra, aunque inevitable, es una aberración. De que la paz, si bien inalcanzable, es la norma. Desde luego, no es así como se ha considerado la guerra a lo largo de la historia. La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción”.
En Colombia se ha firmado un acuerdo de paz que puso fin a casi siete décadas de atroz conflicto armado que dejó más de seis millones de víctimas y centenares de miles de muertos. Otra “cifra dura”, equiparable a la de las víctimas, es la opinión del 50,23% de los 12.779.402 ciudadanos consultados en el referéndum de 2016. Ellos dijeron “no” al acuerdo alcanzado por las FARC y el Gobierno colombiano.
El resultado del referéndum, favorable por un pelo al “no”, aunque carente de fuerza jurídica, invita a preguntarse si la mitad de los consultados está por la prolongación de la guerra. Tal como en Colombia alude a ellos la conversación pública, lo rechazado son los términos del acuerdo, y no la idea del retorno a la paz.
Tampoco ningún político colombiano y casi ningún columnista de prensa opuesto a los acuerdos se ha manifestado, que yo sepa, abiertamente partidario de que el Estado siga en pie de guerra hasta que no quede un fóquin guerrillero de las Farc sobre la tierra.”La paz, sí, pero no a cualquier precio” es el motivo común de sus alegatos y lo ha sido, también, y muy acusadamente, de la precampaña electoral.
Sin embargo, a otra mucha gente nos intriga la tibieza con que la sociedad colombiana, en su conjunto, ha recibido el advenimiento de lo que se anuncia como retorno a la norma que echa de menos la Sontag: la paz.
¿Qué idea se han hecho los colombianos de la paz y de las muchas cosas buenas, tangibles o no, que ella permitirá alcanzar, ahora que los funcionarios de la ONU, supervisores del desarme se han marchado, dejándonos su visto bueno?
Ahora que las FARC anuncian campanudamente, con un congreso ideológico y hasta spots publicitarios, su decisión de participar en unas elecciones ateniéndose a las reglas de lo que durante muchas décadas se fulminó como obscena farsa burguesa, ¿qué será del aplastante cúmulo de ideas en favor de la guerra revolucionaria que Colombia ha producido desde el siglo pasado? Si la paz ha llegado al fin, ¿importa conocer de esas ideas?
Tal es el tema de uno de los libros más originales, mejor averiguados y absorbentemente bien escritos que haya producido la vasta literatura colombiana sobre el conflicto armado.
Nadie que lea Las ideas en la guerra (Debate, 2015), del filósofo colombiano Jorge Giraldo Ramírez, podrá conformarse después con el relato periodístico al uso que reduce las Farc, y al medio centenar de organizaciones armadas que signaron para mal la vida de los colombianos durante más de medio siglo, a una inevitable consecuencia de la desigualdad social o de la asfixia política.
En un país prolífico en rudas crónicas de la guerra y en entusiastas alegatos en pro de la violencia que discurren con una mezcla de aquiescencia hacia los sofismas de los violentos e hipócrita consternación ante el sufrimiento de las víctimas, Giraldo recorre la ruta de las ideas equivocadas sobre los fines y los medios que hicieron de Colombia un infierno de muerte y de odios.
Me gustará mucho comentar ese aleccionador libro en mi próxima entrega, la semana que viene.
IBSEN MARTÍNEZ
El País, Madrid, 29 de agosto de 2017
Susan Sontag observa en su ensayo Ante el dolor de los demás: “En el centro de las esperanzas y de la sensibilidad ética modernas está la convicción de que la guerra, aunque inevitable, es una aberración. De que la paz, si bien inalcanzable, es la norma. Desde luego, no es así como se ha considerado la guerra a lo largo de la historia. La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción”.
En Colombia se ha firmado un acuerdo de paz que puso fin a casi siete décadas de atroz conflicto armado que dejó más de seis millones de víctimas y centenares de miles de muertos. Otra “cifra dura”, equiparable a la de las víctimas, es la opinión del 50,23% de los 12.779.402 ciudadanos consultados en el referéndum de 2016. Ellos dijeron “no” al acuerdo alcanzado por las FARC y el Gobierno colombiano.
El resultado del referéndum, favorable por un pelo al “no”, aunque carente de fuerza jurídica, invita a preguntarse si la mitad de los consultados está por la prolongación de la guerra. Tal como en Colombia alude a ellos la conversación pública, lo rechazado son los términos del acuerdo, y no la idea del retorno a la paz.
Tampoco ningún político colombiano y casi ningún columnista de prensa opuesto a los acuerdos se ha manifestado, que yo sepa, abiertamente partidario de que el Estado siga en pie de guerra hasta que no quede un fóquin guerrillero de las Farc sobre la tierra.”La paz, sí, pero no a cualquier precio” es el motivo común de sus alegatos y lo ha sido, también, y muy acusadamente, de la precampaña electoral.
Sin embargo, a otra mucha gente nos intriga la tibieza con que la sociedad colombiana, en su conjunto, ha recibido el advenimiento de lo que se anuncia como retorno a la norma que echa de menos la Sontag: la paz.
¿Qué idea se han hecho los colombianos de la paz y de las muchas cosas buenas, tangibles o no, que ella permitirá alcanzar, ahora que los funcionarios de la ONU, supervisores del desarme se han marchado, dejándonos su visto bueno?
Ahora que las FARC anuncian campanudamente, con un congreso ideológico y hasta spots publicitarios, su decisión de participar en unas elecciones ateniéndose a las reglas de lo que durante muchas décadas se fulminó como obscena farsa burguesa, ¿qué será del aplastante cúmulo de ideas en favor de la guerra revolucionaria que Colombia ha producido desde el siglo pasado? Si la paz ha llegado al fin, ¿importa conocer de esas ideas?
Tal es el tema de uno de los libros más originales, mejor averiguados y absorbentemente bien escritos que haya producido la vasta literatura colombiana sobre el conflicto armado.
Nadie que lea Las ideas en la guerra (Debate, 2015), del filósofo colombiano Jorge Giraldo Ramírez, podrá conformarse después con el relato periodístico al uso que reduce las Farc, y al medio centenar de organizaciones armadas que signaron para mal la vida de los colombianos durante más de medio siglo, a una inevitable consecuencia de la desigualdad social o de la asfixia política.
En un país prolífico en rudas crónicas de la guerra y en entusiastas alegatos en pro de la violencia que discurren con una mezcla de aquiescencia hacia los sofismas de los violentos e hipócrita consternación ante el sufrimiento de las víctimas, Giraldo recorre la ruta de las ideas equivocadas sobre los fines y los medios que hicieron de Colombia un infierno de muerte y de odios.
Me gustará mucho comentar ese aleccionador libro en mi próxima entrega, la semana que viene.
Sabotaje como gobierno
Hay mucha literatura sobre los supuestos nuevos rasgos de la política contemporánea que, después de milenios de historia, no dejan de mostrar parecidos con momentos antiguos y se convierten apenas en acentos o énfasis. Muchos analistas, bajo arrebatos de esnobismo, se inventan palabras nuevas como “pospolítica” o “posverdad” olvidando que se trata de la política y la mentira de siempre.
Pero de vez en cuando alguien hace un diagnóstico sencillo, sin necesidad de tratados ni neologismos, y da en el clavo. Me parece que John McCain lo hizo hace poco ante el senado de los Estados Unidos. McCain lleva tres décadas como senador por Arizona; combatió en Vietnam, donde fue herido y estuvo preso más de cinco años; y es un conservador clásico y duro del partido republicano. Parece ser un hombre reflexivo, al menos, no es usual verlo como gregario.
Hace dos meses McCain pronunció un discurso en el que dijo dos cosas importantes. Una que “insistimos en querer ganar sin buscar la ayuda del que está al otro lado del pasillo”. Se trata de la vieja y siempre vigente idea de que no se puede gobernar una sociedad sin un consenso básico. Idea que está siendo socavada por administradores soberbios que se dejan embriagar por un poder transitorio por naturaleza. Llamó a la confianza y a taparse los oídos ante los vociferantes del twitter y la televisión.
La segunda: “Dedicarse a impedir que tus oponentes políticos cumplan sus metas, no es el trabajo más inspirador” (“McCain, afectado de cáncer, enmudece al Senado con su defensa del consenso”, El País, 27.07.17). McCain, obvio, hablaba de Trump quien ha cifrado el éxito de su gobierno en desbaratar el legado de Barack Obama antes que en construir el suyo. Porque Trump se está gastando su primer año desmantelando las políticas ambiental, sanitaria, fiscal, energética y regional de su antecesor. Construir, propiamente, nada. Podría aplicarse a casos colombianos, tanto nacionales como regionales.
El apunte de McCain es interesante porque no hay muchos antecedentes del gobierno como sabotaje. Los revolucionarios, incluidos los nazis, querían destruir el mundo existente pero solo como paso para construir otro radicalmente distinto. Incluso los bolcheviques mantuvieron en sus cargos a los burócratas y generales zaristas. Que un gobernante tenga como propósito principal borrar lo que hizo su antecesor, que desaloje la burocracia precedente y quiera eliminar cualquier indicio de continuidad, no es muy frecuente.
No se está hablando de la oposición desleal y dañina sino del gobernante que olvida sus deberes. Cualquier administrador sabe que un cuatrienio es corto y, por tanto, que todo segundo que no se gaste en construir es un despilfarro. El gobernante saboteador le resta eficacia a las políticas públicas, afecta la legitimidad de las instituciones democráticas y aumenta los costos de los bienes públicos, afectando a todos los ciudadanos.
El Colombiano, 3 de septiembre
Pero de vez en cuando alguien hace un diagnóstico sencillo, sin necesidad de tratados ni neologismos, y da en el clavo. Me parece que John McCain lo hizo hace poco ante el senado de los Estados Unidos. McCain lleva tres décadas como senador por Arizona; combatió en Vietnam, donde fue herido y estuvo preso más de cinco años; y es un conservador clásico y duro del partido republicano. Parece ser un hombre reflexivo, al menos, no es usual verlo como gregario.
Hace dos meses McCain pronunció un discurso en el que dijo dos cosas importantes. Una que “insistimos en querer ganar sin buscar la ayuda del que está al otro lado del pasillo”. Se trata de la vieja y siempre vigente idea de que no se puede gobernar una sociedad sin un consenso básico. Idea que está siendo socavada por administradores soberbios que se dejan embriagar por un poder transitorio por naturaleza. Llamó a la confianza y a taparse los oídos ante los vociferantes del twitter y la televisión.
La segunda: “Dedicarse a impedir que tus oponentes políticos cumplan sus metas, no es el trabajo más inspirador” (“McCain, afectado de cáncer, enmudece al Senado con su defensa del consenso”, El País, 27.07.17). McCain, obvio, hablaba de Trump quien ha cifrado el éxito de su gobierno en desbaratar el legado de Barack Obama antes que en construir el suyo. Porque Trump se está gastando su primer año desmantelando las políticas ambiental, sanitaria, fiscal, energética y regional de su antecesor. Construir, propiamente, nada. Podría aplicarse a casos colombianos, tanto nacionales como regionales.
El apunte de McCain es interesante porque no hay muchos antecedentes del gobierno como sabotaje. Los revolucionarios, incluidos los nazis, querían destruir el mundo existente pero solo como paso para construir otro radicalmente distinto. Incluso los bolcheviques mantuvieron en sus cargos a los burócratas y generales zaristas. Que un gobernante tenga como propósito principal borrar lo que hizo su antecesor, que desaloje la burocracia precedente y quiera eliminar cualquier indicio de continuidad, no es muy frecuente.
No se está hablando de la oposición desleal y dañina sino del gobernante que olvida sus deberes. Cualquier administrador sabe que un cuatrienio es corto y, por tanto, que todo segundo que no se gaste en construir es un despilfarro. El gobernante saboteador le resta eficacia a las políticas públicas, afecta la legitimidad de las instituciones democráticas y aumenta los costos de los bienes públicos, afectando a todos los ciudadanos.
El Colombiano, 3 de septiembre
viernes, 1 de septiembre de 2017
Responsabilidad y reconciliación: ante la justicia transicional colombiana
Jorge Giraldo Ramírez
Responsabilidad y reconciliación: ante la justicia transicional colombiana
Medellín: Editorial EAFIT, 2017.
He hablado extensa y, espero, claramente sobre responsabilidad política. La primera y mayor responsabilidad hoy en Colombia es la responsabilidad por el Acuerdo Final, de protegerlo y cumplirlo. El Acuerdo permitió el desarme de las farc y representa una enorme oportunidad para el país, como las que se presentaron en 1957 y 1991, y que aprovechamos medianamente. Hay que preservar y respetar el Acuerdo en medio de un proceso de confianza que permita una implementación razonable, constructiva, flexible, que admita imperfecciones, mejoramientos imprevistos, incumplimientos puntuales y prudentes.
Creo firmemente, como le escuché al profesor brasileño Luis Greco, que “el deber de actuar debe ceder a deberes negativos, como el de proteger”. La hybris que existe en el ambiente social e institucional colombiano no me tranquiliza. Ese es mi temor y su hogar filosófico es el precepto clásico de no hacer daño y el liberalismo del miedo de Judith Shklar. Mi esperanza está en que el proceso político de los próximos años continúe ofreciendo el contexto institucional para que los colombianos nos hagamos cargo de la reconciliación.
lunes, 28 de agosto de 2017
Santos en el vórtice
Es un rompecabezas fétido. Primero el cemento, después los tarjetones, siguieron las togas. Primero fue Odebrecht en un caso directamente relacionado con su actividad económica, la construcción de obras de infraestructura. Después Odebrecht, de modo más tangencial, en un proyecto político que garantizaba no tanto la elección de unos congresistas sino de un presidente de la república. Después poco o nada de Odebrecht; la conjura de magistrados de la Corte Suprema de Justicia para poner el Estado a su servicio.
El caso de las carreteras carece de interés. Se trata de un asunto de ladrones: funcionarios de segundo nivel cuya valía era estar cerca de los centros de decisión, algunos ministerios, la Agencia Nacional de Infraestructura, la Casa de Nariño, por supuesto. Altos puestos, apellidos lustrosos de todo el país, pero simples ladrones.
El caso de Bernardo Elías es un poco más sofisticado pero se trata de algo que ya sabíamos. La investigadora Gloria Isabel Ocampo había ilustrado el funcionamiento de esas maquinarias políticas en su libro Poderes regionales, clientelismo y Estado. Etnografía del poder y la política en Córdoba (2014). ¿Cómo funciona la cosa? Gracias a un dispositivo de repartición de recursos creado a comienzos del siglo se les entregan los cupos indicativos –la “mermelada”– a unos políticos regionales que luego los convierten en dinero para comprar votos y elegir y reelegir (en este caso) a los poderes del centro. Ese mecanismo ya había sido documentado por los politólogos. Véase, por ejemplo, el trabajo de Fabio Sánchez y Mónica Pachón de 2013, que ocupaba del efecto de la mermelada sobre el esfuerzo fiscal.
El caso de los tres magistrados de la Corte Suprema de Justicia es otra cosa porque muestra cómo en poco tiempo la corrupción logró lo que las Farc no pudieron en medio siglo: doblegar el Estado de Derecho. Porque esos magistrados usaron la Corte para favorecer a los clientes de socios cercanos, atacar a la oposición política y entregarle la independencia de la rama judicial al congreso y al ejecutivo. En Bogotá todo el mundo sabía que Leonidas Bustos era el hombre del presidente de la república dentro la justicia.
El rompecabezas está armado. Debe faltar una pieza porque es improbable que la mezcla de carreteras y votos no toque a Germán Vargas Lleras. Pero esa ausencia no altera la conclusión acerca de cuál es el centro de este torbellino.
Recuerdo una litografía de Escher de 1956. El artista holandés intentó hacer converger tres planos figurativos que se curvan hacia el centro y no lo logró. Con honestidad dejó el centro limpio y puso allí su firma y la fecha. Varias décadas después un grupo de matemáticos resolvió esa convergencia. En este caso no hay misterio ni desafío mental: en ese vórtice blanco puede escribirse “Juan Manuel Santos”. Santos, un “hombre de bien”.
El Colombiano, 27 de agosto
El caso de las carreteras carece de interés. Se trata de un asunto de ladrones: funcionarios de segundo nivel cuya valía era estar cerca de los centros de decisión, algunos ministerios, la Agencia Nacional de Infraestructura, la Casa de Nariño, por supuesto. Altos puestos, apellidos lustrosos de todo el país, pero simples ladrones.
El caso de Bernardo Elías es un poco más sofisticado pero se trata de algo que ya sabíamos. La investigadora Gloria Isabel Ocampo había ilustrado el funcionamiento de esas maquinarias políticas en su libro Poderes regionales, clientelismo y Estado. Etnografía del poder y la política en Córdoba (2014). ¿Cómo funciona la cosa? Gracias a un dispositivo de repartición de recursos creado a comienzos del siglo se les entregan los cupos indicativos –la “mermelada”– a unos políticos regionales que luego los convierten en dinero para comprar votos y elegir y reelegir (en este caso) a los poderes del centro. Ese mecanismo ya había sido documentado por los politólogos. Véase, por ejemplo, el trabajo de Fabio Sánchez y Mónica Pachón de 2013, que ocupaba del efecto de la mermelada sobre el esfuerzo fiscal.
El caso de los tres magistrados de la Corte Suprema de Justicia es otra cosa porque muestra cómo en poco tiempo la corrupción logró lo que las Farc no pudieron en medio siglo: doblegar el Estado de Derecho. Porque esos magistrados usaron la Corte para favorecer a los clientes de socios cercanos, atacar a la oposición política y entregarle la independencia de la rama judicial al congreso y al ejecutivo. En Bogotá todo el mundo sabía que Leonidas Bustos era el hombre del presidente de la república dentro la justicia.
El rompecabezas está armado. Debe faltar una pieza porque es improbable que la mezcla de carreteras y votos no toque a Germán Vargas Lleras. Pero esa ausencia no altera la conclusión acerca de cuál es el centro de este torbellino.
Recuerdo una litografía de Escher de 1956. El artista holandés intentó hacer converger tres planos figurativos que se curvan hacia el centro y no lo logró. Con honestidad dejó el centro limpio y puso allí su firma y la fecha. Varias décadas después un grupo de matemáticos resolvió esa convergencia. En este caso no hay misterio ni desafío mental: en ese vórtice blanco puede escribirse “Juan Manuel Santos”. Santos, un “hombre de bien”.
El Colombiano, 27 de agosto
lunes, 21 de agosto de 2017
Círculo vicioso
Acaba de publicarse un informe sobre prevalencia del virus de inmunodeficiencia humana VIH, asociado con el sida. Los datos para Colombia ponen a Medellín en el primer lugar en cuanto a prevalencia o porcentaje de la población afectada. Medellín encabeza el listado nacional de ciudades con una diferencia amplia, de un quinto, sobre Bogotá y Cali (“El VIH sigue latente en Medellín, El Colombiano, 11.08.17). Cuando uno mira los datos del Observatorio de Drogas de Colombia –adjunto al Ministerio de Justicia– se encuentra con que Medellín también encabeza la lista en cuanto a prevalencia en el consumo de alcohol, por encima de Bogotá y Barranquilla (Atlántico). En cuanto a consumo de cocaína, Medellín supera en un 50% al Atlántico, más que duplica a Cali y triplica a Bogotá. Las cosas son iguales en cuanto mariguana y tabaco. Ojo, es Medellín no Antioquia (excepto en el caso de la coca). No tengo a la mano información sobre otras adicciones como los juegos de azar, pero la situación no debe ser muy distinta viéndose, como se ve, la prosperidad de los casinos y los establecimientos con máquinas tragamonedas.
No se trata de números pequeños. La prevalencia por alcohol afecta al 40% de Medellín y el área metropolitana, la de tabaco al 20%, mariguana casi al 8%. No son anormales. Habitualmente son personas que tienen familia, trabajan, sin diferencias notables en cuanto a género, aunque parece que, de nuevo, son los jóvenes la población más vulnerable. El cuadro completo permite afirmar que, en Colombia, Medellín es la capital del vicio. Siendo así, las explicaciones de la violencia intrafamiliar, la accidentalidad de tránsito y gran parte de los homicidios se amplían; lo mismo que la proliferación de bienes y servicios para satisfacer a una población obsesiva, que van desde el licor adulterado hasta todas las formas de prostitución.
A su vez, Medellín se muestra públicamente como una ciudad pacata y conservadora. Mientras los ciudadanos manifiestan el mayor disgusto sobre los drogadictos y alcohólicos, considerándolos los más indeseables como vecinos (datos de “Medellín cómo vamos”); las autoridades civiles y las jerarquías privadas se obsesionan con mantener reglamentos puritanos; y la prensa con vender beatos y santos. Medellín es viciosa pero esquizoide y negacionista. Sépase que el asceta es un incontinente, un adicto, castigado.
Lo curioso del caso es que no nos hemos dado cuenta de que nuestra forma puritana y represiva de encarar el vicio es un fracaso. Todas y cada una de estas adicciones vienen creciendo paulatinamente en el valle de Aburrá. Y cada punto o décima de crecimiento en las estadísticas es un fracaso para las instituciones públicas, los establecimientos educativos, las iglesias y las familias. Seguir esta línea irreflexiva no resuelve nada, lo empeora. Alguien (con más influencia que un columnista) debe poner esta discusión en la agenda pública.
El Colombiano, 20 de agosto
No se trata de números pequeños. La prevalencia por alcohol afecta al 40% de Medellín y el área metropolitana, la de tabaco al 20%, mariguana casi al 8%. No son anormales. Habitualmente son personas que tienen familia, trabajan, sin diferencias notables en cuanto a género, aunque parece que, de nuevo, son los jóvenes la población más vulnerable. El cuadro completo permite afirmar que, en Colombia, Medellín es la capital del vicio. Siendo así, las explicaciones de la violencia intrafamiliar, la accidentalidad de tránsito y gran parte de los homicidios se amplían; lo mismo que la proliferación de bienes y servicios para satisfacer a una población obsesiva, que van desde el licor adulterado hasta todas las formas de prostitución.
A su vez, Medellín se muestra públicamente como una ciudad pacata y conservadora. Mientras los ciudadanos manifiestan el mayor disgusto sobre los drogadictos y alcohólicos, considerándolos los más indeseables como vecinos (datos de “Medellín cómo vamos”); las autoridades civiles y las jerarquías privadas se obsesionan con mantener reglamentos puritanos; y la prensa con vender beatos y santos. Medellín es viciosa pero esquizoide y negacionista. Sépase que el asceta es un incontinente, un adicto, castigado.
Lo curioso del caso es que no nos hemos dado cuenta de que nuestra forma puritana y represiva de encarar el vicio es un fracaso. Todas y cada una de estas adicciones vienen creciendo paulatinamente en el valle de Aburrá. Y cada punto o décima de crecimiento en las estadísticas es un fracaso para las instituciones públicas, los establecimientos educativos, las iglesias y las familias. Seguir esta línea irreflexiva no resuelve nada, lo empeora. Alguien (con más influencia que un columnista) debe poner esta discusión en la agenda pública.
El Colombiano, 20 de agosto
lunes, 14 de agosto de 2017
Muertos sin importancia
Ya pasó el escándalo por las declaraciones del General Óscar Gómez, comandante de la Policía Metropolitana. Pasó porque, de manera sensata, reconoció su yerro y pidió excusas (ya quisiéramos que las autoridades civiles hicieran lo mismo, ante casos similares). Un lapsus de estos es comprensible ante una presión por resultados que no siempre está bien acompañada por la acción de otras autoridades como la Fiscalía o la justicia. También en medio de un sobredimensionamiento de la seguridad y de un debilitamiento de una visión estratégica y renovada.
El General Gómez dijo lo que no debió haber dicho: “Aquí a la gente de bien no la asesinan, a los que están matando son aquellos que tienen problemas judiciales” (“General Gómez se disculpó por declaraciones sobre homicidios en Medellín”, El Colombiano, 09.08.17). Y estoy seguro de que ese no es su pensamiento ni el de la institución. Pero –siendo francos– es el pensamiento de muchas personas en Medellín y en Colombia, a juzgar por sus actitudes y prioridades.
No se trata de una distinción entre buenos y malos, se trata de la discriminación de siempre entre “ricos” –realmente clase media alta– y pobres. Todos los estudios de valores en Colombia apuntan a que la principal discriminación que existe en el país y en Medellín es contra los pobres. Las discriminaciones que tienen prensa y dolientes son otras: mujeres, inclinaciones sexuales, raza; pero la más importante es la discriminación social. La homosexualidad, feminidad o negritud siempre se arreglan con plata.
En materia de seguridad esta discriminación es palmaria. Como lo mostré en un estudio hace cuatro años la principal inequidad que hay en Medellín tiene que ver con el derecho a la vida. Los datos de este año lo corroboran. En 2017, hasta el 7 de agosto, en la comuna El Poblado no ha ocurrido ni un solo homicidio. Cero. El Poblado tiene 130 mil habitantes y me atrevo a decir que no hay un solo municipio colombiano con población superior a 100 mil habitantes sin homicidios en este año. En El Poblado no viven los buenos; de hecho viven casi todos los malos importantes, según las noticias sobre detenciones de capos. Viven las clases altas y medias altas, entre las que hay gente muy buena y alguna muy mala.
Esa inequidad se manifiesta también en la voz, la protesta y el imaginario que proyectan algunas declaraciones oficiales y titulares de prensa. Las redes sociales se conmueven a diario con los robos de celulares en El Poblado mientras los asesinatos en Robledo –la comuna más violenta después del Centro– pasan casi desapercibidos. La espectacularidad en la persecución de ladroncitos y fleteros manda un mensaje retorcido respecto a las prioridades de la política de seguridad. Mientras haya 600 asesinatos anuales en Medellín hablar de cacharros y de plata es una grosería.
El Colombiano, 13 de agosto
El General Gómez dijo lo que no debió haber dicho: “Aquí a la gente de bien no la asesinan, a los que están matando son aquellos que tienen problemas judiciales” (“General Gómez se disculpó por declaraciones sobre homicidios en Medellín”, El Colombiano, 09.08.17). Y estoy seguro de que ese no es su pensamiento ni el de la institución. Pero –siendo francos– es el pensamiento de muchas personas en Medellín y en Colombia, a juzgar por sus actitudes y prioridades.
No se trata de una distinción entre buenos y malos, se trata de la discriminación de siempre entre “ricos” –realmente clase media alta– y pobres. Todos los estudios de valores en Colombia apuntan a que la principal discriminación que existe en el país y en Medellín es contra los pobres. Las discriminaciones que tienen prensa y dolientes son otras: mujeres, inclinaciones sexuales, raza; pero la más importante es la discriminación social. La homosexualidad, feminidad o negritud siempre se arreglan con plata.
En materia de seguridad esta discriminación es palmaria. Como lo mostré en un estudio hace cuatro años la principal inequidad que hay en Medellín tiene que ver con el derecho a la vida. Los datos de este año lo corroboran. En 2017, hasta el 7 de agosto, en la comuna El Poblado no ha ocurrido ni un solo homicidio. Cero. El Poblado tiene 130 mil habitantes y me atrevo a decir que no hay un solo municipio colombiano con población superior a 100 mil habitantes sin homicidios en este año. En El Poblado no viven los buenos; de hecho viven casi todos los malos importantes, según las noticias sobre detenciones de capos. Viven las clases altas y medias altas, entre las que hay gente muy buena y alguna muy mala.
Esa inequidad se manifiesta también en la voz, la protesta y el imaginario que proyectan algunas declaraciones oficiales y titulares de prensa. Las redes sociales se conmueven a diario con los robos de celulares en El Poblado mientras los asesinatos en Robledo –la comuna más violenta después del Centro– pasan casi desapercibidos. La espectacularidad en la persecución de ladroncitos y fleteros manda un mensaje retorcido respecto a las prioridades de la política de seguridad. Mientras haya 600 asesinatos anuales en Medellín hablar de cacharros y de plata es una grosería.
El Colombiano, 13 de agosto
lunes, 7 de agosto de 2017
Sergio Jaramillo
La gratitud no es propiamente uno de los rasgos de la personalidad colombiana. Escasean en Colombia las gracias, las excusas y el ofrecimiento de disculpas. El hombre de la calle debe pensar que ahí radica parte de su altivez y dignidad cuando es precisamente lo contrario: mezquindad y complejo de inferioridad. Hoy, cuando la desmovilización y el desarme de la Farc son una realidad, hay que recordar a las personas que llevaron a cabo esa tarea tormentosa y difícil.
Fue un grupo de gente al que conocí, in situ, sentados en la mesa de diálogos, siguiendo el rito glacial de la negociación y soportando la incomprensión de la mayoría. Desde el primer día vi el coraje del general Jorge Mora, la prudencia del general Oscar Naranjo, la paciencia de Humberto de la Calle, el pulso de Sergio Jaramillo y el compromiso de todos. Después llegó Gonzalo Restrepo con su sentido práctico. Se van a cumplir un año del primer acuerdo y dos meses de la desaparición de las Farc y no he visto el primer reconocimiento, social y sonoro, a estos gestores del acuerdo.
Digo esto a propósito de la salida de Sergio Jaramillo de su cargo como Alto Comisionado para la Paz. Puede pensarse ahora que toda la evidente mala leche que nos rodea se debe a la polarización política; es probable. A Luis Carlos Restrepo que gestionó el desarme paramilitar le fue peor que a Jaramillo de cuenta de muchos pacifistas de última hora y de la parcialidad de nuestra justicia. Pero cuando se pronuncia el nombre de Rafael Pardo, todos ven al oscuro funcionario y nadie recuerda al comisionado que estuvo al frente de cuatro procesos exitosos entre 1990 y 1994. Creo que gratitud se le debe también a los que fracasaron desde Carlos Lleras en 1981 hasta Camilo Gómez en 2002.
A Jaramillo le queda la satisfacción de una obra llevada a cabo con claridad y convicción. No sé qué más le quede. Desde Platón en Siracusa a todos los filósofos les ha ido mal cerca del poder. A Jaramillo, que estudió filosofía, primero lo acosaron los congresistas y después lo vapuleó el propio Presidente. No es un secreto que hace más de dos años Santos le había entregado el manejo de la negociación a un grupo de recién llegados y que sacó a la oficina del Alto Comisionado de la implementación. Que el remplazo de Sergio Jaramillo sea Rodrigo Rivera lo dice todo.
Es momento de hacerle un reconocimiento a ese grupo de personas que se fueron a Cuba pensando en el bienestar y en el futuro del país. Sin buscar glorias. Ellos ya sabían cómo les había ido a sus antecesores. Sergio Jaramillo fue el último en salir. Gratitud es lo mínimo que le debemos a él y a los demás.
El Colombiano, 6 de agosto
Fue un grupo de gente al que conocí, in situ, sentados en la mesa de diálogos, siguiendo el rito glacial de la negociación y soportando la incomprensión de la mayoría. Desde el primer día vi el coraje del general Jorge Mora, la prudencia del general Oscar Naranjo, la paciencia de Humberto de la Calle, el pulso de Sergio Jaramillo y el compromiso de todos. Después llegó Gonzalo Restrepo con su sentido práctico. Se van a cumplir un año del primer acuerdo y dos meses de la desaparición de las Farc y no he visto el primer reconocimiento, social y sonoro, a estos gestores del acuerdo.
Digo esto a propósito de la salida de Sergio Jaramillo de su cargo como Alto Comisionado para la Paz. Puede pensarse ahora que toda la evidente mala leche que nos rodea se debe a la polarización política; es probable. A Luis Carlos Restrepo que gestionó el desarme paramilitar le fue peor que a Jaramillo de cuenta de muchos pacifistas de última hora y de la parcialidad de nuestra justicia. Pero cuando se pronuncia el nombre de Rafael Pardo, todos ven al oscuro funcionario y nadie recuerda al comisionado que estuvo al frente de cuatro procesos exitosos entre 1990 y 1994. Creo que gratitud se le debe también a los que fracasaron desde Carlos Lleras en 1981 hasta Camilo Gómez en 2002.
A Jaramillo le queda la satisfacción de una obra llevada a cabo con claridad y convicción. No sé qué más le quede. Desde Platón en Siracusa a todos los filósofos les ha ido mal cerca del poder. A Jaramillo, que estudió filosofía, primero lo acosaron los congresistas y después lo vapuleó el propio Presidente. No es un secreto que hace más de dos años Santos le había entregado el manejo de la negociación a un grupo de recién llegados y que sacó a la oficina del Alto Comisionado de la implementación. Que el remplazo de Sergio Jaramillo sea Rodrigo Rivera lo dice todo.
Es momento de hacerle un reconocimiento a ese grupo de personas que se fueron a Cuba pensando en el bienestar y en el futuro del país. Sin buscar glorias. Ellos ya sabían cómo les había ido a sus antecesores. Sergio Jaramillo fue el último en salir. Gratitud es lo mínimo que le debemos a él y a los demás.
El Colombiano, 6 de agosto
lunes, 31 de julio de 2017
Narrativas pueblerinas en Jardín
Tengo recuerdos de algunas tertulias de Manuel Mejía Vallejo en el parque de Jardín sobre la carrera Córdoba, al pie del Hotel Jardín que era el único en los tiempos ya viejos de fines de los años setenta y principios de los ochenta, antes de que la guerra espantara a todo el mundo. Juntaban mesas de algún negocio y se bebían la conversa una veintena de invitados. Aquello era exactamente en la diagonal opuesta a la casa donde pasó su infancia el escritor antes de irse a Medellín a estudiar.
Los paisajes y las gentes, los apegos y las violencias de buena parte de la obra de Mejía Vallejo están en Jardín y en lo que se ve desde allí, que es muy extenso. No muchos saben que Balandú es Jardín, que la casa de las dos palmas queda en la vereda Santa Gertrudis –donde era la finca familiar– y que los páramos y farallones son el Citará. No importa, la ignorancia en estos temas es gratuita.
Hablar en Jardín en el 2017 de Mejía Vallejo es fortuito. Pero la oportunidad llevó a la idea de convertir el pueblo en un escenario de conversación sobre la literatura regional, que de alguna manera es toda: el secreto del escritor está en convertir a Elsinor o a La Mancha en el mundo o al mundo en Yoknapatawpha o en Macondo. Así que bajo la denominación de “Narrativas pueblerinas” se quiere crear un espacio anual para el solaz literario. Veremos hasta cuándo aguanta la idea.
La iniciativa provino de los amigos de la casa de huéspedes Gallito de las Rocas y de la Corporación Cultural de Jardín, y fue apoyada por las universidades Eafit y de Antioquia y la Alcaldía del municipio. Será el próximo fin de semana, entre el 4 y el 6 de agosto. Nos acompañarán Juan Luis Mejía, Eduardo Escobar, John Saldarriaga y Raymond Williams en las conferencias; Haide Jaramillo y Olga Alicia Parnett con una exposición sobre “La arquitectura en la obra de Mejía Vallejo” y el profesor Edwin Carvajal Córdoba presentando el libro de la Editorial Universidad de Antioquia Manuel Mejía Vallejo: Aproximaciones críticas al universo literario de Balandú. Habrá música con la banda de la Escuela de Música y el compositor Fred Danilo Palacio.
A ver si dejamos de quejarnos del tipo de turismo, del centralismo de Medellín, de la monotonía de tinto y aguardiente, de no poner a trabajar el cerebro y de dedicarle el espíritu a más cosas. A ver si nos ponemos a contar que en el campo no solo llueve café; que han llovido cuentos, novelas, canciones, poemas, guiones. Que muchos de los grandes narradores de este país han sido pueblerinos hablando de sus ríos y montañas, y los que no, terminan hablando de un pueblo, así sea Medellín.
El Colombiano, 30 de julio
Los paisajes y las gentes, los apegos y las violencias de buena parte de la obra de Mejía Vallejo están en Jardín y en lo que se ve desde allí, que es muy extenso. No muchos saben que Balandú es Jardín, que la casa de las dos palmas queda en la vereda Santa Gertrudis –donde era la finca familiar– y que los páramos y farallones son el Citará. No importa, la ignorancia en estos temas es gratuita.
Hablar en Jardín en el 2017 de Mejía Vallejo es fortuito. Pero la oportunidad llevó a la idea de convertir el pueblo en un escenario de conversación sobre la literatura regional, que de alguna manera es toda: el secreto del escritor está en convertir a Elsinor o a La Mancha en el mundo o al mundo en Yoknapatawpha o en Macondo. Así que bajo la denominación de “Narrativas pueblerinas” se quiere crear un espacio anual para el solaz literario. Veremos hasta cuándo aguanta la idea.
La iniciativa provino de los amigos de la casa de huéspedes Gallito de las Rocas y de la Corporación Cultural de Jardín, y fue apoyada por las universidades Eafit y de Antioquia y la Alcaldía del municipio. Será el próximo fin de semana, entre el 4 y el 6 de agosto. Nos acompañarán Juan Luis Mejía, Eduardo Escobar, John Saldarriaga y Raymond Williams en las conferencias; Haide Jaramillo y Olga Alicia Parnett con una exposición sobre “La arquitectura en la obra de Mejía Vallejo” y el profesor Edwin Carvajal Córdoba presentando el libro de la Editorial Universidad de Antioquia Manuel Mejía Vallejo: Aproximaciones críticas al universo literario de Balandú. Habrá música con la banda de la Escuela de Música y el compositor Fred Danilo Palacio.
A ver si dejamos de quejarnos del tipo de turismo, del centralismo de Medellín, de la monotonía de tinto y aguardiente, de no poner a trabajar el cerebro y de dedicarle el espíritu a más cosas. A ver si nos ponemos a contar que en el campo no solo llueve café; que han llovido cuentos, novelas, canciones, poemas, guiones. Que muchos de los grandes narradores de este país han sido pueblerinos hablando de sus ríos y montañas, y los que no, terminan hablando de un pueblo, así sea Medellín.
El Colombiano, 30 de julio
lunes, 17 de julio de 2017
Bajirá
Las fronteras territoriales tienen sentido desde que aparecieron los Estados nacionales. Como aprendimos en el colegio, el territorio es uno de los componentes del Estado y las fronteras marcan los límites físicos de la soberanía y el punto en el cual otra soberanía empieza. El primer equívoco de la discusión sobre la adscripción departamental de Belén de Bajirá es ese; las fronteras departamentales son apenas convenciones administrativas y nada tienen que ver con los atributos de la soberanía, menos aún en una república unitaria como Colombia. Aunque es una información difícil de constatar, dudo que en algún país del mundo se presencien este tipo de litigios internos, ridículos a más no poder.
Conozco sí casos de disputas internacionales. La más célebre en América gira en torno a las Islas Malvinas o Falkland Islands según el pretendiente. Se trata de una disputa moderna que los argentinos tratan de resolver con mapas y los británicos con consultas populares. En la Europa nórdica hay varios territorios con estatus especiales que se derivan de un trato posmoderno de las diferencias. El archipiélago Åland pertenece a Finlandia pero su población es de etnia sueca, se administra autónomamente bajo la soberanía finlandesa pero es zona desmilitarizada y algunas de sus leyes están protegidas por el tratado de la Unión Europea. En este modelo la soberanía se diluye y todas las decisiones parten del bienestar de la población.
La discusión que se ha presentado en torno a Bajirá y tres corregimientos de Turbo pasa por el Igac, el congreso, la procuraduría y las gobernaciones pero nadie le pregunta a los pobladores de la región. A nadie le interesa qué piensan o qué quieren. Nadie los tiene en cuenta o casi nadie: el Gobernador de Antioquia amenazó con quitarles los servicios básicos de salud, educación y demás. ¡Eso es pensar en grande!
Hace 35 años los habitantes de Bajirá salían a Apartadó o a Medellín y contaban la historia de un caserío administrado por las Farc, donde no se podía usar pelo largo, se empadronaba y controlaba los proveedores de las carnicerías y las tiendas. En los años noventa entraron los paramilitares y convirtieron el pueblo en la puerta terrestre de acceso al norte del Chocó y el bajo Atrato. Nunca se habló entre las autoridades antioqueñas o chocoanas de Bajirá. No se publicaron proclamas, ni se recogieron firmas, ni se pegaron calcomanías en los carros. Nadie lloró ni se desgarró las vestiduras como ahora.
Para perfeccionar el sainete empecemos por aceptar los delirios de los chocoanos y antioqueños que se quieren independizar de Colombia. Y dejemos que Bajirá y el sur de Turbo sean otro Estado independiente. Como Liechtenstein entre Austria y Suiza, por ejemplo. Y digámosle a Trump que haga su muro entre la república del Chocó y el Estado federal de Antioquia.
El Colombiano, 16 de julio.
Conozco sí casos de disputas internacionales. La más célebre en América gira en torno a las Islas Malvinas o Falkland Islands según el pretendiente. Se trata de una disputa moderna que los argentinos tratan de resolver con mapas y los británicos con consultas populares. En la Europa nórdica hay varios territorios con estatus especiales que se derivan de un trato posmoderno de las diferencias. El archipiélago Åland pertenece a Finlandia pero su población es de etnia sueca, se administra autónomamente bajo la soberanía finlandesa pero es zona desmilitarizada y algunas de sus leyes están protegidas por el tratado de la Unión Europea. En este modelo la soberanía se diluye y todas las decisiones parten del bienestar de la población.
La discusión que se ha presentado en torno a Bajirá y tres corregimientos de Turbo pasa por el Igac, el congreso, la procuraduría y las gobernaciones pero nadie le pregunta a los pobladores de la región. A nadie le interesa qué piensan o qué quieren. Nadie los tiene en cuenta o casi nadie: el Gobernador de Antioquia amenazó con quitarles los servicios básicos de salud, educación y demás. ¡Eso es pensar en grande!
Hace 35 años los habitantes de Bajirá salían a Apartadó o a Medellín y contaban la historia de un caserío administrado por las Farc, donde no se podía usar pelo largo, se empadronaba y controlaba los proveedores de las carnicerías y las tiendas. En los años noventa entraron los paramilitares y convirtieron el pueblo en la puerta terrestre de acceso al norte del Chocó y el bajo Atrato. Nunca se habló entre las autoridades antioqueñas o chocoanas de Bajirá. No se publicaron proclamas, ni se recogieron firmas, ni se pegaron calcomanías en los carros. Nadie lloró ni se desgarró las vestiduras como ahora.
Para perfeccionar el sainete empecemos por aceptar los delirios de los chocoanos y antioqueños que se quieren independizar de Colombia. Y dejemos que Bajirá y el sur de Turbo sean otro Estado independiente. Como Liechtenstein entre Austria y Suiza, por ejemplo. Y digámosle a Trump que haga su muro entre la república del Chocó y el Estado federal de Antioquia.
El Colombiano, 16 de julio.
lunes, 3 de julio de 2017
Robarles a los ladrones
El caso del fiscal anticorrupción Luis Gustavo Moreno revela las dimensiones que la corrupción ha tomado en Colombia. La muestra más palpable –que debería ser noticia mundial– es que sea precisamente una de las autoridades encargadas del control de la corrupción la que aparezca en un caso aberrante por el tamaño y la velocidad del enriquecimiento ilícito del funcionario. Y porque había sido recién nombrado a pesar de antecedentes dudosos.
Moreno se enriqueció antes de llegar a la Fiscalía mediante un mecanismo muy peculiar: extorsionando a políticos incriminados por parapolítica o por corrupción. El ambiente se creó cuando un número muy alto de políticos se volvieron multimillonarios de la noche a la mañana gracias a los mecanismos que propicia el régimen político. Los ladrones saben donde está el dinero y no hay víctima más susceptible al chantaje que aquella que no puede recurrir a la autoridad porque sus haberes no son legales.
Este fenómeno de depredación endogámica tiene un antecedente conocido en el crimen organizado. Empezó en los años ochenta, probablemente, con las extorsiones de Pablo Escobar contra los exportadores de cocaína que tenían un poder intimidatorio inferior al suyo. Y prosiguió después de la muerte del capo como mecanismo de redistribución de la riqueza entre los dueños del negocio y los especialistas de la violencia, de monopolizar las herencias de los narcos y recuperar bienes en manos de testaferros.
Ya se han escuchado rumores sobre el uso probable de este mecanismo en las próximas elecciones. Se dice que uno de los precandidatos está aprovechando su influencia en el sistema judicial para extorsionar a los políticos regionales. El trato consistiría en garantizarles impunidad a cambio de que pongan las maquinarias electorales al servicio de su candidatura presidencial. Puros rumores pero, dada la situación, con rasgos de credibilidad.
Que la corrupción es un simple epifenómeno del régimen político lo demuestra el hecho de que a Moreno no lo descubrió ninguna autoridad nacional porque el control y la justicia forman parte del engranaje. Su sindicación provino de un caso que se está juzgando en los Estados Unidos. Lo mismo que pasó con Odebrecht; si la justicia brasileña no investiga y denuncia estaríamos en el silencio de los ingenuos.
En las últimas tres décadas se han dado varias explicaciones para el desbordamiento de la corrupción en Colombia: el narcotráfico con su capacidad de alterar los mercados y la competencia política; las privatizaciones que convirtieron de la noche a la mañana a pequeños políticos en medianos empresarios; el crecimiento económico asociado a actividades rentistas más que productivas. No me cabe duda de que la reelección presidencial ha sido el factor más reciente de estímulo a la corrupción. Y el resultado de la trama no es solo pecuniario. Los dos últimos presidentes sacaron réditos políticos y alteraron la separación de poderes.
El Colombiano, 2 de julio
Moreno se enriqueció antes de llegar a la Fiscalía mediante un mecanismo muy peculiar: extorsionando a políticos incriminados por parapolítica o por corrupción. El ambiente se creó cuando un número muy alto de políticos se volvieron multimillonarios de la noche a la mañana gracias a los mecanismos que propicia el régimen político. Los ladrones saben donde está el dinero y no hay víctima más susceptible al chantaje que aquella que no puede recurrir a la autoridad porque sus haberes no son legales.
Este fenómeno de depredación endogámica tiene un antecedente conocido en el crimen organizado. Empezó en los años ochenta, probablemente, con las extorsiones de Pablo Escobar contra los exportadores de cocaína que tenían un poder intimidatorio inferior al suyo. Y prosiguió después de la muerte del capo como mecanismo de redistribución de la riqueza entre los dueños del negocio y los especialistas de la violencia, de monopolizar las herencias de los narcos y recuperar bienes en manos de testaferros.
Ya se han escuchado rumores sobre el uso probable de este mecanismo en las próximas elecciones. Se dice que uno de los precandidatos está aprovechando su influencia en el sistema judicial para extorsionar a los políticos regionales. El trato consistiría en garantizarles impunidad a cambio de que pongan las maquinarias electorales al servicio de su candidatura presidencial. Puros rumores pero, dada la situación, con rasgos de credibilidad.
Que la corrupción es un simple epifenómeno del régimen político lo demuestra el hecho de que a Moreno no lo descubrió ninguna autoridad nacional porque el control y la justicia forman parte del engranaje. Su sindicación provino de un caso que se está juzgando en los Estados Unidos. Lo mismo que pasó con Odebrecht; si la justicia brasileña no investiga y denuncia estaríamos en el silencio de los ingenuos.
En las últimas tres décadas se han dado varias explicaciones para el desbordamiento de la corrupción en Colombia: el narcotráfico con su capacidad de alterar los mercados y la competencia política; las privatizaciones que convirtieron de la noche a la mañana a pequeños políticos en medianos empresarios; el crecimiento económico asociado a actividades rentistas más que productivas. No me cabe duda de que la reelección presidencial ha sido el factor más reciente de estímulo a la corrupción. Y el resultado de la trama no es solo pecuniario. Los dos últimos presidentes sacaron réditos políticos y alteraron la separación de poderes.
El Colombiano, 2 de julio
lunes, 19 de junio de 2017
Desarme, al fin
El grupo que dio origen a las Farc –llamado Bloque Sur– se armó en 1964; las Farc se fundaron oficialmente dos años después. Desde entonces tuvieron, de hecho, dos refundaciones militares: una a comienzos de los años ochenta y otra en 1993. Pasaron de ser una guerrilla monástica e insignificante a un feroz ejército irregular. Nunca fue una organización grande ni hegemónica, como las de El Salvador y Nicaragua, y esa fue una de las razones por las cuales su esperanza de victoria nunca resultó creíble.
Desde 1984 hasta el 2002, las Farc jugaron la carta de los diálogos como parte de una estrategia militar. Todo cambió hace seis años y por primera vez en la historia era claro, para algunos de nosotros, que esta vez la negociación era la pieza maestra de una meta política. Esta claridad de los analistas, algunos dirigentes políticos y el gobierno no contó con suficiente respaldo ciudadano. La lectura más ecuánime del plebiscito del 2 de octubre es que la mitad del país estuvo a favor del Acuerdo y la otra mitad en contra.
Simpatizando o no, la inmensa mayoría de la población ha sido escéptica respecto a los resultados de la negociación, primero, y de los efectos del Acuerdo, después. El escritor venezolano Ibsen Martínez escribió un reportaje, el día de la firma del Acuerdo de Cartagena, expresando su asombro por la ausencia de manifestaciones de alegría en Bogotá. A mí, el escepticismo siempre me pareció no solo razonable sino también benéfico. Razonable porque con las Farc las cosas siempre han sido “ver para creerles”; benéfico, porque equilibraba las cargas respecto del pacifismo ingenuo y de la campaña de expectativa gubernamental (¿recuerdan que con la desmovilización de las Farc dizque bajarían los asesinatos y subiría el PIB?).
Ya muchas de esas cosas han perdido importancia. Después de tanto tiempo llegó la hora de la verdad. Las Farc deberían terminar esta semana (20 de junio) la entrega de armas y se hará realidad el desarme de sus combatientes y su desmovilización como grupo militar. Como pasa con todo lo de las Farc, le van a dar largas y quedan faltando las caletas, lo que significa otro tanto de armas cuya recuperación tomará algunos meses (tres, se dice). La materia es tosca y ese hecho queda allí para la historia. Es uno de los acontecimientos importantes de nuestra vida como comunidad política.
Que haya incertidumbre y riesgos, es una trivialidad. Los interrogantes de la paz, así sea parcial, siempre serán mejores que los acertijos de la guerra. Que hay más obstáculos de los que se suponía, es cierto, pero se trata de un proyecto para realizar con paciencia, sin convertir las 310 páginas en dogma y, ojalá, con pragmatismo.
El Colombiano, 18 de junio
Desde 1984 hasta el 2002, las Farc jugaron la carta de los diálogos como parte de una estrategia militar. Todo cambió hace seis años y por primera vez en la historia era claro, para algunos de nosotros, que esta vez la negociación era la pieza maestra de una meta política. Esta claridad de los analistas, algunos dirigentes políticos y el gobierno no contó con suficiente respaldo ciudadano. La lectura más ecuánime del plebiscito del 2 de octubre es que la mitad del país estuvo a favor del Acuerdo y la otra mitad en contra.
Simpatizando o no, la inmensa mayoría de la población ha sido escéptica respecto a los resultados de la negociación, primero, y de los efectos del Acuerdo, después. El escritor venezolano Ibsen Martínez escribió un reportaje, el día de la firma del Acuerdo de Cartagena, expresando su asombro por la ausencia de manifestaciones de alegría en Bogotá. A mí, el escepticismo siempre me pareció no solo razonable sino también benéfico. Razonable porque con las Farc las cosas siempre han sido “ver para creerles”; benéfico, porque equilibraba las cargas respecto del pacifismo ingenuo y de la campaña de expectativa gubernamental (¿recuerdan que con la desmovilización de las Farc dizque bajarían los asesinatos y subiría el PIB?).
Ya muchas de esas cosas han perdido importancia. Después de tanto tiempo llegó la hora de la verdad. Las Farc deberían terminar esta semana (20 de junio) la entrega de armas y se hará realidad el desarme de sus combatientes y su desmovilización como grupo militar. Como pasa con todo lo de las Farc, le van a dar largas y quedan faltando las caletas, lo que significa otro tanto de armas cuya recuperación tomará algunos meses (tres, se dice). La materia es tosca y ese hecho queda allí para la historia. Es uno de los acontecimientos importantes de nuestra vida como comunidad política.
Que haya incertidumbre y riesgos, es una trivialidad. Los interrogantes de la paz, así sea parcial, siempre serán mejores que los acertijos de la guerra. Que hay más obstáculos de los que se suponía, es cierto, pero se trata de un proyecto para realizar con paciencia, sin convertir las 310 páginas en dogma y, ojalá, con pragmatismo.
El Colombiano, 18 de junio
lunes, 12 de junio de 2017
Optimismo y pesimismo
En tiempos nublados brota la discusión sobre la manera como la gente enfrenta los problemas y la tentación de definir los caracteres humanos: optimista/pesimista. Cuando las turbulencias son económicas es cuando más se nota que la economía es apenas una rama de la sicología: gobierno, empresarios y analistas se dedican a hablar de clima y expectativas; los ministros de hacienda no presentan balances, empiezan a hablar como consejeros sentimentales.
La principal equivocación de todos parece ser que creen que el humor de la gente puede mejorar si le embellecen los números: unas décimas más del PIB, un punto menos de inflación, un descenso de la tasa de interés, por lo regular como proyección o como meta. Pero resulta que los problemas de la economía nunca son exclusivamente económicos y casi siempre son políticos.
Un artículo reciente en The Economist (“Economic optimism is not just about the economy”, 06.06.17) intentó mostrar que las actitudes frente a la economía no están relacionadas con el entorno económico. La información provista por el Pew Research Centre muestra que las percepciones optimistas o pesimistas están directamente relacionadas con las simpatías políticas de los ciudadanos. Por ejemplo, en Venezuela la mitad de los chavistas cree que la economía venezolana va bien mientras solo el 89% de los opositores piensa lo contrario. En Estados Unidos, bajo condiciones económicas parecidas la visión de los ciudadanos cambió drásticamente debido al pesimismo de los demócratas.
Pero el contagio no siempre va de la política a la economía, muchas veces es al revés. De hecho, muchos politólogos creen que las crisis económicas son predictores de cambios de gobierno. Las cautelas y previsiones que suelen acompañar algunas visiones pesimistas más que simples reacciones al estado de cosas presente pueden ser el resultado de la manera como se está percibiendo el futuro (Seligman & Tierney, “We Aren’t Built to Live in the Moment”, The New York Times, 19.05.17).
En todo caso, el estado de la opinión pública, o el temperamento de un individuo, no está sujeto únicamente a los titulares de prensa o a los extractos bancarios. Quedan la visión de conjunto y el mensaje que reciban de sus líderes; si es que tienen. Porque ser líder no es ocupar un cargo: presidente, gerente, director técnico. Los líderes se caracterizan por tener una visión, un discurso aspiracional y un camino. En condiciones normales bastan las instituciones y las burocracias, pero en las situaciones excepcionales se requieren, además, líderes. Quizá el modelo por excelencia del líder sea Moisés.
El líder tiene el optimismo como deber. A él le compete mostrar perspectivas y alimentar la esperanza. Otra cosa pasa con los académicos o los observadores; a nosotros nos toca criticar, poner a prueba los consensos sociales, lanzar alertas, demostrar la capacidad de pergeñar razones que pueden cuestionar nuestras convicciones; y dudar.
El Colombiano, 11 de junio.
La principal equivocación de todos parece ser que creen que el humor de la gente puede mejorar si le embellecen los números: unas décimas más del PIB, un punto menos de inflación, un descenso de la tasa de interés, por lo regular como proyección o como meta. Pero resulta que los problemas de la economía nunca son exclusivamente económicos y casi siempre son políticos.
Un artículo reciente en The Economist (“Economic optimism is not just about the economy”, 06.06.17) intentó mostrar que las actitudes frente a la economía no están relacionadas con el entorno económico. La información provista por el Pew Research Centre muestra que las percepciones optimistas o pesimistas están directamente relacionadas con las simpatías políticas de los ciudadanos. Por ejemplo, en Venezuela la mitad de los chavistas cree que la economía venezolana va bien mientras solo el 89% de los opositores piensa lo contrario. En Estados Unidos, bajo condiciones económicas parecidas la visión de los ciudadanos cambió drásticamente debido al pesimismo de los demócratas.
Pero el contagio no siempre va de la política a la economía, muchas veces es al revés. De hecho, muchos politólogos creen que las crisis económicas son predictores de cambios de gobierno. Las cautelas y previsiones que suelen acompañar algunas visiones pesimistas más que simples reacciones al estado de cosas presente pueden ser el resultado de la manera como se está percibiendo el futuro (Seligman & Tierney, “We Aren’t Built to Live in the Moment”, The New York Times, 19.05.17).
En todo caso, el estado de la opinión pública, o el temperamento de un individuo, no está sujeto únicamente a los titulares de prensa o a los extractos bancarios. Quedan la visión de conjunto y el mensaje que reciban de sus líderes; si es que tienen. Porque ser líder no es ocupar un cargo: presidente, gerente, director técnico. Los líderes se caracterizan por tener una visión, un discurso aspiracional y un camino. En condiciones normales bastan las instituciones y las burocracias, pero en las situaciones excepcionales se requieren, además, líderes. Quizá el modelo por excelencia del líder sea Moisés.
El líder tiene el optimismo como deber. A él le compete mostrar perspectivas y alimentar la esperanza. Otra cosa pasa con los académicos o los observadores; a nosotros nos toca criticar, poner a prueba los consensos sociales, lanzar alertas, demostrar la capacidad de pergeñar razones que pueden cuestionar nuestras convicciones; y dudar.
El Colombiano, 11 de junio.
miércoles, 7 de junio de 2017
Sin símbolos de paz
Ninguna teoría del poder político está basada exclusivamente en la fuerza, así la fuerza sea lo que distingue al político de otros poderes como el económico o el ideológico. El poder siempre ha de tener un elemento intangible que algunos llaman poder simbólico, otros poder blando, unos más poder inmaterial. Tanto los teóricos realistas como los idealistas aceptan que son componentes de este tipo de poder el “honor, prestigio, autoridad moral, normas, credibilidad, legitimidad” (Ylva Blondel, The Power of Symbolic Power, 2004). La canalización de las emociones sociales hace parte de esos recursos.
El gran ejemplo de nuestra época es Nelson Mandela, su persona y sus actos, durante la transición surafricana. Después de leer a John Carlin o de ver Invictus no parece exagerado decir que la actitud de Mandela ante el equipo de rugby durante el torneo mundial jugó un papel definitivo en la deposición de la hostilidad entre blancos y negros. Más que el acuerdo mismo y los apretones de manos con Frederick de Klerk. El mérito de la gestión de Belisario Betancur durante el malogrado proceso que empezó en 1984 fue la atención prestada al elemento simbólico: volando o clavada en bayonetas, la paloma entró al lenguaje común. Todavía recuerdo el majestuoso concierto de Mikis Theodorakis en Bogotá interpretando su versión del Canto General; un guiño a la izquierda.
Cuando se haga el balance del proceso entre el Gobierno y las Farc quizá el más deficitario de los elementos sea el simbólico. Era previsible dado el prosaísmo de las Farc, caracterización de Daniel Pécaut, y el del presidente Santos, responsabilidad mía. Dice el Real Diccionario de prosaico: “falta de cualidades poéticas”, “insulso”. Incapacidad para inspirar y motivar, resumo.
La dirigencia de las Farc todavía hace gala de la declaración de que no se desmovilizan sino de que se transforman (El Colombiano, 29.05.17). Son incapaces de comprender los gestos, pongamos, de Carlos Pizarro que entendió que la foto de la entrega de armas era un acto honorable con la sociedad, envolvió su pistola en una bandera de Colombia y cambió su boina de comandante papito por un sombrero de iraca. A los pocos meses el M-19 obtenía el mayor porcentaje de votos para la izquierda en unas elecciones en toda la historia.
Ciertamente Santos ha demostrado que carece de las cualidades básicas para el manejo de las emociones políticas. Más grave aún, creo que no tiene conciencia de la importancia del poder simbólico. La paz se gana en los corazones y las mentes de la gente de manera más decisiva que en las votaciones en el congreso o en las sentencias de la Corte Constitucional o con plata (¿se acuerdan de toda la que se botó en la campaña “Soy capaz”?). Incluso una ciudadanía saludablemente escéptica habría respetado el entusiasmo que nunca tuvo lugar.
El Colombiano, 4 de junio
El gran ejemplo de nuestra época es Nelson Mandela, su persona y sus actos, durante la transición surafricana. Después de leer a John Carlin o de ver Invictus no parece exagerado decir que la actitud de Mandela ante el equipo de rugby durante el torneo mundial jugó un papel definitivo en la deposición de la hostilidad entre blancos y negros. Más que el acuerdo mismo y los apretones de manos con Frederick de Klerk. El mérito de la gestión de Belisario Betancur durante el malogrado proceso que empezó en 1984 fue la atención prestada al elemento simbólico: volando o clavada en bayonetas, la paloma entró al lenguaje común. Todavía recuerdo el majestuoso concierto de Mikis Theodorakis en Bogotá interpretando su versión del Canto General; un guiño a la izquierda.
Cuando se haga el balance del proceso entre el Gobierno y las Farc quizá el más deficitario de los elementos sea el simbólico. Era previsible dado el prosaísmo de las Farc, caracterización de Daniel Pécaut, y el del presidente Santos, responsabilidad mía. Dice el Real Diccionario de prosaico: “falta de cualidades poéticas”, “insulso”. Incapacidad para inspirar y motivar, resumo.
La dirigencia de las Farc todavía hace gala de la declaración de que no se desmovilizan sino de que se transforman (El Colombiano, 29.05.17). Son incapaces de comprender los gestos, pongamos, de Carlos Pizarro que entendió que la foto de la entrega de armas era un acto honorable con la sociedad, envolvió su pistola en una bandera de Colombia y cambió su boina de comandante papito por un sombrero de iraca. A los pocos meses el M-19 obtenía el mayor porcentaje de votos para la izquierda en unas elecciones en toda la historia.
Ciertamente Santos ha demostrado que carece de las cualidades básicas para el manejo de las emociones políticas. Más grave aún, creo que no tiene conciencia de la importancia del poder simbólico. La paz se gana en los corazones y las mentes de la gente de manera más decisiva que en las votaciones en el congreso o en las sentencias de la Corte Constitucional o con plata (¿se acuerdan de toda la que se botó en la campaña “Soy capaz”?). Incluso una ciudadanía saludablemente escéptica habría respetado el entusiasmo que nunca tuvo lugar.
El Colombiano, 4 de junio
lunes, 29 de mayo de 2017
Ruido en Bojayá
Entre el 7 y el 13 de mayo dos equipos periodísticos fueron obstaculizados en sus labores durante la exhumación de los restos de las víctimas de la masacre de Bojayá, cometida por las Farc hace 15 años. Los pormenores de los hechos están contados por la periodista Patricia Nieto (“El silencio de Bojayá”, Verdad Abierta, 16.05.17) y no han sido cuestionados hasta ahora ni en el más mínimo detalle. El debate suscitado, a través de cartas y columnas de prensa, es interpretativo; conflictos entre verdad y duelo, libertad y autoridad, derechos individuales y reglas colectivas.
Casi todos los puntos centrales de la discusión están consignados en el “Protocolo para el manejo de comunicaciones en el marco de los acuerdos del Proceso de Paz para Bojayá” producido por el Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá, a raíz del incidente con los periodistas.
El primer punto del Protocolo prohíbe “filmar, tomar fotografías, grabar, escribir o realizar entrevistas individuales a las familias, o a cualquier persona vinculada con el proceso de la exhumación, entrega de los cuerpos, y ceremonias relacionadas con la masacre”. Esto implica una limitación a la libertad de información en lugares públicos sobre un evento público, y a la libertad de expresión de cada una de las personas de la población en nombre de la preeminencia de una autoridad colectiva.
El segundo punto determina que “cuando se produzca información referente al proceso de los acuerdos suscritos entre el Gobierno y las Farc-Ep sobre Bojayá esta información deberá ser revisada, retroalimentada y avalada para su publicación por el equipo vocero delegado para comunicaciones del Comité”. Sobrarían los comentarios pero muchos opinadores han soslayado este mecanismo que no es otra cosa que un acto de control, censura y monopolio de la información.
El tercer punto aclara quiénes son los dueños de la situación en Bojayá: el Comité y las Naciones Unidas. Y el relato de Patricia Nieto muestra que la situación está en manos de un grupo muy pequeño de personas locales y de un funcionario español de Naciones Unidas. No son las víctimas ni las personas del pueblo. Hasta el párroco resultó constreñido. El protocolo viola varios artículos constitucionales, lo que debería importarle al Comité, y de la declaración de derechos humanos, algo de lo que debe saber la ONU.
Algunos periodistas reaccionaron omitiendo el criterio de contrastar las fuentes, que se aprende en primer semestre. La carta de un grupo de académicos me parece una renuncia a los valores de las ciencias sociales en nombre del respeto a las víctimas. Personas todas a las cuales una vida profesional intachable no les merece un ápice de confianza o una breve espera, triste. Pregunta Patricia: “¿Cómo se configurará el escenario para el trabajo de la prensa una vez se instale la Comisión de la Verdad en Colombia?”.
El Colombiano, 28 de mayo
Casi todos los puntos centrales de la discusión están consignados en el “Protocolo para el manejo de comunicaciones en el marco de los acuerdos del Proceso de Paz para Bojayá” producido por el Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá, a raíz del incidente con los periodistas.
El primer punto del Protocolo prohíbe “filmar, tomar fotografías, grabar, escribir o realizar entrevistas individuales a las familias, o a cualquier persona vinculada con el proceso de la exhumación, entrega de los cuerpos, y ceremonias relacionadas con la masacre”. Esto implica una limitación a la libertad de información en lugares públicos sobre un evento público, y a la libertad de expresión de cada una de las personas de la población en nombre de la preeminencia de una autoridad colectiva.
El segundo punto determina que “cuando se produzca información referente al proceso de los acuerdos suscritos entre el Gobierno y las Farc-Ep sobre Bojayá esta información deberá ser revisada, retroalimentada y avalada para su publicación por el equipo vocero delegado para comunicaciones del Comité”. Sobrarían los comentarios pero muchos opinadores han soslayado este mecanismo que no es otra cosa que un acto de control, censura y monopolio de la información.
El tercer punto aclara quiénes son los dueños de la situación en Bojayá: el Comité y las Naciones Unidas. Y el relato de Patricia Nieto muestra que la situación está en manos de un grupo muy pequeño de personas locales y de un funcionario español de Naciones Unidas. No son las víctimas ni las personas del pueblo. Hasta el párroco resultó constreñido. El protocolo viola varios artículos constitucionales, lo que debería importarle al Comité, y de la declaración de derechos humanos, algo de lo que debe saber la ONU.
Algunos periodistas reaccionaron omitiendo el criterio de contrastar las fuentes, que se aprende en primer semestre. La carta de un grupo de académicos me parece una renuncia a los valores de las ciencias sociales en nombre del respeto a las víctimas. Personas todas a las cuales una vida profesional intachable no les merece un ápice de confianza o una breve espera, triste. Pregunta Patricia: “¿Cómo se configurará el escenario para el trabajo de la prensa una vez se instale la Comisión de la Verdad en Colombia?”.
El Colombiano, 28 de mayo
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