Muchas personas cercanas –algunas desinformadas, otras informadas pero dubitativas– me hacen esta pregunta: ¿valió la pena el acuerdo con las Farc? La formulan también con diversas variantes: ¿valió la pena a pesar de que el Gobierno ha resultado tan ineficiente o negligente en la implementación?, ¿valió la pena a pesar de la soberbia ofensiva de la dirigencia de la Farc?
Para ilustrar un balance grueso, un año después de la firma del Teatro Colón (24 de noviembre), contaré dos anécdotas recientes que ilustran la misma reacción frente a cuestiones semejantes. Dos anécdotas con dos mujeres de perfiles muy distintos.
En octubre pasado nos visitó en la Universidad Eafit la profesora de la London School of Economics Mary Kaldor. Mary es una mujer mayor (71) que escribió hace dos décadas uno de los libros más claros sobre las guerras civiles contemporáneas. Conoce muy bien los casos recientes en el mundo y sabe lo resistentes que pueden ser los conflictos armados internos. Vino a Colombia y pasó por Medellín porque quería conocer de primera mano estos dos casos tan llamativos en Europa. Cuando le presentamos el desarme de las Farc como la expresión más tangible del acuerdo, con expresión sonriente solo dijo “amazing” (asombroso).
Más recientemente –hace diez días– viví una escena especial. Estaba comiendo con mi nieta de nueve años y de modo intempestivo, después de una pequeña pausa, me preguntó si en Colombia todavía había guerra. Como los académicos casi nunca damos respuestas rotundas (simpliciter, diría Tomás de Aquino) le digo que podría decirse que ya no hay guerra en el país. Ella simplemente cerró los ojos y levantó su brazo derecho, empuñado, como hace Mariana Pajón cuando gana una carrera. También sonrió, tranquila, y siguió comiendo.
Soy consciente de que estas anécdotas no representan un argumento distinto al de la autoridad. Pero no son autoridades menores. Se trata de la autoridad de la experiencia y la de la inocencia, la autoridad de la forastera y la de la originaria, la autoridad de la razón y la del corazón.
Pero amén de este hay otros argumentos poderosos. Colombia dejó de figurar entre los países más violentos de América Latina. Desde 2002 este indicador no ha dejado de descender y lo va a seguir haciendo. Algunos millones de colombianos están conociendo, tras décadas, la tranquilidad. En Meta, sur del Huila y del Tolima, la parte norte de la costa Caribe, Córdoba, el norte de Antioquia y de Caldas. Otros, infortunadamente, no.
El desarme y la desmovilización de las Farc representan una oportunidad enorme para la sociedad colombiana. Cumplir razonablemente el acuerdo, enfocarse en los nuevos problemas que salen a la luz después de la violencia, elegir un gobierno moderado y moderno dirigido por mentes del siglo XXI; todo eso dependerá de la ciudadanía y de las élites.
El Colombiano, 19 de noviembre
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