Perder el juicio
Pascual Gaviria
El Espectador, 31 de octubre de 2017
Nuestra justicia más que ordinaria solo logra identificar un presunto culpable y comenzar un juicio en el 24 % de los homicidios registrados por Medicina Legal. Hace unos días el “aterrado” fiscal general soltaba la cifra con orgullo inquisidor. El porcentaje de condenas es aún menor y el de injusticias es imposible de rastrear. Nuestra extraña fisonomía moral nos ha llevado a ser un país acostumbrado a la impunidad y a los repentinos arrebatos justicieros. Esa paradoja, acompañada del populismo feroz, sirve para explicar las declaraciones absurdas del fiscal en un mismo día. Por un lado se mostró satisfecho con que uno de cada cuatro asesinatos no tuvieran siquiera un señalado a quien perseguir, y por el otro, se declaró indignado frente a una ley que impedirá llevar a la cárcel a los integrantes de 110.000 familias cocaleras que viven en las orillas del mapa y el punto ciego del Estado.
En las capitales la Fiscalía no logra construir un caso con elementos suficientes para condenar a los delincuentes que medran y mandan sobre grandes sectores. Las capturas de jíbaros y consumidores de coca y marihuana se cuentan por millones mientras los duros se aburren en los avisos de los más buscados. En Medellín, por ejemplo, es corriente que quienes dominan las comunas sean “capturados”, sería mejor decir recibidos, por la Fiscalía luego de la certeza de una justa condena por concierto para delinquir. Hace unos días Carlos Pesebre, un hombre con más de 20 años de vida criminal y una desmovilización a cuestas, fue absuelto en segunda instancia de una condena impuesta por homicidio. De nuevo todo quedó en manos del concierto para delinquir. La Fiscalía salió a pegar con babas una acusación de supuestos delitos cometidos por Pesebre desde la cárcel.
Los casos de corrupción pasan por cedazos muy parecidos. Sin el oído de la DEA seguirían pasando Bustos por inocentes. Y si no fuera por la bulla de Otto muy poco se sabría sobre los maletines de Odebrecht. La Fiscalía parece en realidad una oficina dedicada a transcribir testimonios. Ese es su gran, casi su único, medio de prueba. Y para recibirlos ofrece lo que podríamos llamar una “justicia especial por incapaz”. Dado que no logra condenas por cuenta propia, se dedica a los principios de oportunidad, a negociar, a ofrecer años a cambio de plata y pistas. Y a buscar titulares de prensa, afán en el que solo se ve superada por la Procuraduría. Lo más grave de todo es que también se ha acostumbrado a usar la ganzúa de un proceso injusto para buscar confesiones y delaciones imposibles. Las detenciones preventivas han demostrado que entre nosotros la pena puede ser el proceso.
En medio de ese panorama estamos dedicados a las minucias de la Justicia Especial para la Paz (JEP). La justicia transicional que sin un solo expediente ya ha armado un alboroto político que al parecer durará más que los diez años del propio tribunal. El mejor retrato que he leído sobre esa justicia lo publicó hace poco Jorge Giraldo, el decano de la Escuela de Humanidades de la Universidad Eafit. Son 80 páginas de historia, pragmatismo y pesimismo llamadas Responsabilidad y reconciliación ante la justicia transicional colombiana. Se señalan los riesgos de los jueces impulsados por un ánimo de heroicidad, de las sentencias y absoluciones como armas en la política por venir, de las presiones punitivas desde los organismos internacionales, de la mentira que supone la verdad recitada bajo recompensas judiciales. Todo eso acompañado del escepticismo frente a un tribunal encargado de penetrar y despejar “la niebla de la guerra”. Al final queda una pregunta de George Steiner: “¿Cuáles son las raíces profundas de ese rechazo de toda reconciliación, de ese rechazo de todo olvido?”.
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