En medio de tantas urgencias hay que sacar el espacio para hablar de lo importante. Eso hizo el periodista y escritor Guillermo Zuluaga hace poco (“No es Peláez; el problema es el fútbol”, El Espectador, 21.10.17). Siendo Zuluaga un hombre curioso, crítico, sabedor de fútbol y autor de varios libros sobre él, carente de materialismo y apasionado, se puede deducir que es hincha del Medellín. Su columna se despacha contra el dueño y el presidente del equipo y, haciéndolo, sangra por la herida de todos nosotros que es como la del ícono del Sagrado Corazón.
Confiesa su inclinación por el romanticismo y se le nota cuando, en cierto modo, pone el fútbol ante la disyuntiva entre el potrero y el negocio. Yo no lo creo y no es solo por mi espíritu contrario al romanticismo filosófico y, sobre todo, al romanticismo político. El fútbol llegó a una fase en la que se ha mezclado de manera íntima con todos los poderes terrenales, contando a Putin, la mafia y al Papa. La Fifa y varios clubes del mundo son grandes empresas. La ilusión deportiva, a veces, me alberga dudas viendo la fragilidad comparativa de un futbolista al lado de un ciclista.
El fútbol es un hecho cultural cada vez más escindido entre la farándula y la épica. La farándula de casi todos los clubes y la épica de casi todas las selecciones. Entre la cosmética, las novias y el atletismo de Cristiano Ronaldo y el amor, la lealtad y el arte de Francesco Totti. Disneylandia frente a la República Romana. Cristiano será The Best pero no es un héroe como el Il Capitano y tampoco será campeón mundial.
Lo que pasa en el Medellín y en casi todos los equipos es que no les alcanza ni para ser negocios. Los negocios modernos son sociedades anónimas, no empresas unipersonales que portan el nombre del dueño como si se tratara de una peluquería. Los negocios modernos son de largo plazo; el tipo que compra un equipo y a los seis meses quiere recuperar la plata vendiendo los jugadores no es un buen negociante, es un agiotista. En los negocios modernos prima la división del trabajo: los dueños no hacen gerencia, los gerentes no son los ejecutores de los proyectos. Cuando el dueño le pone los empleados al gerente y le contrata los jugadores al técnico, es porque no hay racionalidad económica ni visión estratégica, solo capricho y pequeño despotismo.
Ojalá el Medellín fuera un negocio, propiedad de un club, con una junta visionaria y un gerente responsable. Cinco técnicos en un año, media nómina traspasada, el público reducido a un tercio, solo pueden dar como resultado cuatro torneos de incompetencia total, más otra campaña mísera en el fin de año. No es negocio; es incompetencia, arbitrariedad y falta de profesionalismo.
El Colombiano, 29 de octubre
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