Una imagen cotidiana: una moto destrozada sobre la vía contraria, un automóvil con daños severos en la parte delantera, policía, ambulancia, agentes de tránsito, un hombre lanzado arena sobre el aceite regado en la vía. Alto de Las Palmas, jueves, a las siete de la mañana. Y un trayecto breve al aeropuerto muestra un puñado de casos en los que pudo suceder algo parecido. Una señora que cruza corriendo los dos carriles de la vía, un automóvil pequeño haciendo adelantos en curva, motos sobrepasando por derecha, grupos de ciclistas recreativos en racimo (sin procurar una fila).
Los datos recientes de la accidentalidad vial en Colombia muestran que 700 mil personas estuvieron involucradas en accidentes de tránsito en el 2016. Todo Bello más Copacabana o, para cambiar de geografía, el equivalente a toda la población de Pereira. El 51% de los muertos en accidentes de tránsito fueron motociclistas, el 25% peatones, 8% automovilistas, 5% ciclistas. Según Diego Laserna, la legislación nacional y la permisividad de las autoridades contribuyen a esta calamidad (“Motos: más y más peligrosas pero con descuento en el SOAT”, La silla vacía, 19.10.17). Si continúa esta tendencia pronto se convertirá en el principal problema de salud pública del país.
Tiene muchas aristas este asunto y ahora quiero especular con una probable y poco analizada. En uno de sus últimos escritos, el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) analizó la agresividad en las barriadas pobres de París y habló de “juegos casi suicidas”. Actividades temerarias en las que las personas ponen en juego la vida estúpidamente. Estos juegos van más allá de la búsqueda de adrenalina por parte de los jóvenes y parecen canalizar los impulsos bloqueados para hacer uso directo de la violencia física contra terceros, castigada con severidad por parte de los Estados como el francés.
Entre nosotros muchos de estos juegos casi suicidas son también casi homicidas. La mayoría de ellos están relacionados con el abuso de los automotores pero allí pueden caer también los desafíos peligrosos que circulan por redes sociales (el juego de la ballena azul, por ejemplo) y otras prácticas relativamente nuevas. Pareciera que la domesticación de la violencia mafiosa y la casi desaparición de la violencia política ejercida por grandes organizaciones estuviera cediendo el lugar a un tipo de violencia sutil, menuda, molecular –diría Enzensberger. Una violencia celebrada, expresión del machismo aunque no exclusiva de machos (pululan las mujeres en estas).
Además, se trata de una violencia que no se reduce a un segmento social como los barrios pobres o marginales. Violencia aérea, casi invisible porque parece audacia, diversión, simple imitación de los modelos de la publicidad y el cine. La baja tasa de homicidios en los barrios ricos deberíamos ajustarla con los datos que arrojan los juegos casi suicidas. Probablemente descubriríamos las capilaridades de la violencia, su microfísica.
El Colombiano, 22 de octubre
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