El ascenso más reciente de los derechos humanos se produjo en la década de los noventa cuando empezó el periodo de la ilusión cosmopolita. Los derechos humanos codificaron una ética mínima con pretensiones universales. Como toda celebración, los derechos humanos se vieron pronto abocados a convertirse en “una especie de idolatría”. Esa fue la advertencia del pensador canadiense Michael Ignatieff (Los derechos humanos como política e idolatría, Paidós, 2003).
Ignatieff se dio cuenta de que la inflación de las exigencias en nombre de los derechos humanos terminaría por perjudicar ese objetivo loable y visible desde la ilustración y, a la vez, compatible con el humanismo clásico. En cierto modo, nos estaba previniendo contra el fanatismo en que podría caer una meta altruista, fanatismo bienintencionado pero que, carente de realismo, podía llevar a resultados contraproducentes. De lo que no se percató fue de que los derechos humanos podían ser arma arrojadiza que se podría usar a gusto y abandonar por conveniencia.
Los casos que ilustran este oportunismo humanitario son incontables y los más recientes, que están a la mano para demostrarlo, tienen que ver con la actitud del progresismo político respecto a Venezuela. El sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos publicó una especie de manifiesto titulado “Por qué sigo defendiendo a la Revolución Bolivariana”. Santos se basa en dos cosas: que las mayorías en Venezuela siguen apoyando a Nicolás Maduro y que el régimen chavista disminuyó la pobreza (BBC Mundo, 14.08.17). Ambas afirmaciones son refutables desde un punto de vista empírico y cifras en mano. Pero lo que me ocupa es la discusión filosófica.
A los derechos humanos no les interesa la mayoría. Más bien al contrario, los derechos humanos tienen un rasgo contramayoritario; se postularon para proteger al individuo de la acción del Estado y a los grupos minoritarios de la voluntad de las mayorías. Por otra parte, como afirmó Hannah Arendt, los derechos políticos son los que fundan los demás derechos humanos. En plata blanca, primero es la libertad y después el hambre; primero la democracia y después la llamada justicia social.
Gran parte de los humanitaristas latinoamericanos se dedican a fustigar, muchas veces con razón, a sus regímenes por violar los derechos humanos pero defienden dictaduras como la cubana o la venezolana con el pretexto de que han acabado con el hambre o el analfabetismo. Esa es la traición que el progresismo comete hoy al guardar silencio frente a la situación venezolana o, como Gustavo Petro, cuando le mantiene su respaldo a la dictadura.
No es un problema de toda la izquierda y ni siquiera de los marxistas. Una de las pensadoras más célebres de estas dos corrientes, la húngara Agnes Heller, habla de Venezuela como dictadura y agrega que lo esencial en cualquier sociedad es que se “garanticen las libertades” (Generación, 27.08.17).
El Colombiano, 8 de octubre
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