Hay mucha literatura sobre los supuestos nuevos rasgos de la política contemporánea que, después de milenios de historia, no dejan de mostrar parecidos con momentos antiguos y se convierten apenas en acentos o énfasis. Muchos analistas, bajo arrebatos de esnobismo, se inventan palabras nuevas como “pospolítica” o “posverdad” olvidando que se trata de la política y la mentira de siempre.
Pero de vez en cuando alguien hace un diagnóstico sencillo, sin necesidad de tratados ni neologismos, y da en el clavo. Me parece que John McCain lo hizo hace poco ante el senado de los Estados Unidos. McCain lleva tres décadas como senador por Arizona; combatió en Vietnam, donde fue herido y estuvo preso más de cinco años; y es un conservador clásico y duro del partido republicano. Parece ser un hombre reflexivo, al menos, no es usual verlo como gregario.
Hace dos meses McCain pronunció un discurso en el que dijo dos cosas importantes. Una que “insistimos en querer ganar sin buscar la ayuda del que está al otro lado del pasillo”. Se trata de la vieja y siempre vigente idea de que no se puede gobernar una sociedad sin un consenso básico. Idea que está siendo socavada por administradores soberbios que se dejan embriagar por un poder transitorio por naturaleza. Llamó a la confianza y a taparse los oídos ante los vociferantes del twitter y la televisión.
La segunda: “Dedicarse a impedir que tus oponentes políticos cumplan sus metas, no es el trabajo más inspirador” (“McCain, afectado de cáncer, enmudece al Senado con su defensa del consenso”, El País, 27.07.17). McCain, obvio, hablaba de Trump quien ha cifrado el éxito de su gobierno en desbaratar el legado de Barack Obama antes que en construir el suyo. Porque Trump se está gastando su primer año desmantelando las políticas ambiental, sanitaria, fiscal, energética y regional de su antecesor. Construir, propiamente, nada. Podría aplicarse a casos colombianos, tanto nacionales como regionales.
El apunte de McCain es interesante porque no hay muchos antecedentes del gobierno como sabotaje. Los revolucionarios, incluidos los nazis, querían destruir el mundo existente pero solo como paso para construir otro radicalmente distinto. Incluso los bolcheviques mantuvieron en sus cargos a los burócratas y generales zaristas. Que un gobernante tenga como propósito principal borrar lo que hizo su antecesor, que desaloje la burocracia precedente y quiera eliminar cualquier indicio de continuidad, no es muy frecuente.
No se está hablando de la oposición desleal y dañina sino del gobernante que olvida sus deberes. Cualquier administrador sabe que un cuatrienio es corto y, por tanto, que todo segundo que no se gaste en construir es un despilfarro. El gobernante saboteador le resta eficacia a las políticas públicas, afecta la legitimidad de las instituciones democráticas y aumenta los costos de los bienes públicos, afectando a todos los ciudadanos.
El Colombiano, 3 de septiembre
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