Hace dos milenios y medio los filósofos procuran identificar un elemento que distinga de manera absoluta al ser humano del animal. Seguramente, detrás de esa búsqueda haya estado la clásica pregunta por el ser o, tal vez, de modo implícito, la simple inquietud que produce la contemplación de nuestra animalidad. Que somos seres políticos, poseedores de un sentido de la justicia, orientados a la divinidad y receptores de su gracia; que somos distintos a los ángeles y a las bestias porque tenemos libertad y voluntad; que lo que nos hace diferentes de los animales es el lenguaje o el humor, la conciencia del tiempo y de la finitud; que somos seres morales que toman decisiones, actúan en concordancia y pueden responder por sus palabras y sus acciones.
Los estudiosos de las emociones, desde la filosofía hasta la neurociencia, ven en los seres humanos esas especificidades que el racionalismo y el orgullo aristocrático quisieron controlar: que lloramos y reímos, nos enfurecemos e intimidamos, sentimos vergüenza, remordimiento e indignación, que somos capaces de amar y compadecer y, a la vez, de torturar y matar, como pocas especies lo hacen sobre la tierra.
Los zoólogos y genetistas han tratado de mostrar que esa distancia entre una persona y un animal es más corta de lo creemos, que compartimos casi todos los genes con un simio y muchos con una lombriz y que, también, hay delfines y cuervos que pueden ser más diestros que algún conocido bípedo y con documento de ciudadanía. Esa pretensión de difuminar las fronteras de lo humano me parece unas veces inútil y otras ridícula; así me siento leyendo los argumentos de un pensador tan admirable como Peter Singer quien, en lugar de seguir el camino fácil de mostrar lo bestias que podemos ser los humanos, está empeñado en mostrar la humanidad de los animales. Y es que en ese uno por ciento de la cadena del ADN que nos separa de un chimpancé están todas las trampas de la mentalidad cuantitativa contemporánea. En ese uno por ciento están dios y la piedad, la compasión y la alegría, la música y la poesía, las catedrales y los libros, La pasión según san Mateo y la Capilla Rothko, y un infinito etcétera.
La unanimidad filosófica en este asunto es negativa: la simple subsistencia no es humana, es animal. Comer (los que puedan), dormir, aparearse, incluso ver televisión, es mantenerse en un rango puramente animal. Separar a los hijos de los padres, enclaustrar a los ancianos, prohibir que los niños se abracen, limitar la amistad, desatender a los enfermos que no tengan covid, impedir que se acompañe a los difuntos, es inhumano. Que las mejores razones para salir de la casa sean trabajar o comprar es abominable. Que pensemos siquiera en adaptarnos a esta miseria es una claudicación.
El
Colombiano, 9 de agosto
No hay comentarios.:
Publicar un comentario