lunes, 31 de agosto de 2020

Perros de la lluvia

Hace 35 apareció el álbum de Tom Waits titulado “Rain Dogs”, que incluyó 19 canciones, entre ellas la que presta el título a la obra. Si uno hace caso a Google, Waits es el responsable de difundir la expresión “rain dogs”, que no figura en los diccionarios establecidos. El dicho se basa en la idea de que, bajo el aguacero, un perro pierde los rastros que había ido dejando para determinar el camino de regreso a casa. Es difícil evitar la imagen de una tormenta nocturna y un pobre perro husmeando entre bolsas de basura, andenes craquelados y pocas piernas sucias y tambaleantes. La letra de la canción se refiere a los tipos habituales de la calle, desarraigados, vagabundos, cuya vida consiste en estarse perdiendo siempre, incluso de sí mismos.

Voy a tirar un poco de la metáfora. No se trata de etología canina, tema en el que soy un ignorante.

Primero está la noche. El mundo de hoy es de penumbras. Esa es la cualidad de los tiempos de transición, según Tocqueville. Una de las caracterizaciones afortunadas de estos meses fue la de incertidumbre radical; no es que estemos ante más y mayores riesgos, es que no sabemos. El 90% de lo que llamamos la realidad permanece inaccesible para nuestro conocimiento. La humanidad, como Diógenes, sigue tentando pasos con su pequeña lámpara. Esa lámpara es el conocimiento, que es más que la ciencia. La ciencia ayuda tanto como ha ayudado durante la pandemia… poco.

Después está el perro. Somos nosotros. Otra palabra recurrente este año ha sido vulnerabilidad. Hasta hace poco algunos científicos y predicadores insolentes estaban prometiendo vida hasta los 120 años e, incluso, inmortalidad. Aceptemos que no nos ha ido mal en el proceso evolutivo, pero la hemos pasado más duras que las cucarachas. Llevamos poco tiempo sobre la tierra y es temprano para hacer pronósticos. Si hacemos caso a Elizabeth Costello, este humano blandengue de hoy no soportaría una glaciación.

La lluvia, ¿qué sería la lluvia? Los humanos nos dirigimos hacia propósitos, orientados por valores y apoyados mediante técnicas y procedimientos. La lluvia hodierna está borrando de los caminos de millones de nosotros los propósitos y los valores. La ideología imperante convenció a la mayoría de que lo importante era la técnica, que el propósito y los valores carecían de importancia. O peor, que el único propósito era el éxito medido en términos económicos y que el valor más importante era la satisfacción máxima e inmediata… de lo que fuera. Esa es la lluvia. El utilitarismo, la maximización, la instrumentalización del otro y del entorno, la desconfianza general, el fanatismo, la falta de compasión, la incapacidad para argumentar, la reducción del mundo a números, la mentira abierta.

 Así que el querido Tom Waits tiene razón. Estamos como los perros de la lluvia.

 El Colombiano, 30 de agosto

lunes, 24 de agosto de 2020

Más allá de EPM y los negocios

La crisis que desató el alcalde Daniel Quintero tras su último golpe de mano contra EPM no es un asunto puntual. Por supuesto que tiene implicaciones técnicas, legales y financieras. Recomiendo los análisis realizados por Carlos Enrique Moreno en su carta al gerente de la empresa (14.08.20), mi colega Santiago Leyva (“Falacias de una ruptura: revisión de los argumentos políticos del caso EPM”, 18.08.20) y el profesor de la Universidad Nacional Guillermo Maya (“EPM en el abismo”, La Silla Vacía, 18.08.20). Son contundentes.

Pero, ni el problema es técnico ni es solo con EPM. El asunto de fondo es el ataque veloz y profundo del alcalde contra la institucionalidad de Medellín, a favor propio y de terceros poco claros. Desde el primer día de su gestión se notó la avidez para controlar las nóminas y los presupuestos, algo que desafortunadamente se volvió normal en el país. La denuncia del concejal Alfredo Ramos de que el 82% de la contratación pública se ha hecho a dedo, lo titularía solo como un corrupto tradicional.

Quintero va más allá. Pareciera que su agenda está encaminada a trastocar el sistema de gestión del municipio, sus empresas y los organismos público-privados de la ciudad. La renuncia de la junta de Ruta N así lo indica. Otro tanto pasa con el Fondo para la Gestión del Riesgo de Emergencias y Desastres, cuya junta no ha sido nombrada, en plena pandemia, y que ya ha gastado casi 6 mil millones de pesos sin vigilancia alguna, según denuncia del concejal Daniel Duque. Y había ocurrido, en febrero pasado, con el Fondo de Agua de Medellín y el Valle de Aburrá.

Se equivocan gravemente quienes creen que esto se trata de una disputa de intereses corporativos, o de los errores de un funcionario joven y díscolo, o de un fantasioso conflicto de clases sociales, insinuado por el discurso populista del alcalde y de uno de sus mentores. Y mayor es la equivocación si se cree que esto no puede tener consecuencias fatales para el desarrollo de la ciudad.

La pasividad y el conformismo del concejo municipal muestra la esclerosis de la representación política. Como lo propuse en mi columna del 27 de julio pasado, necesitamos una voz fuerte y organizada de la sociedad civil para hacer preguntas, controlar los actos emprendidos desde La Alpujarra y proponer soluciones.

Abel Rodríguez Céspedes: Uno de los dirigentes sociales más importantes de los últimos 40 años en el país, acaba de morir en Bogotá. Tímido, afable, inteligente, constructivo, Abel fue siempre un inconforme a carta cabal. Cuestionó la forma de hacer sindicalismo en el magisterio e impulsó el movimiento pedagógico; cuestionó las maneras de la izquierda tradicional y tentó caminos nuevos desde fines de los años 70; fue constituyente y prestó servicios a favor de la modernización democrática colombiana.

El Colombiano, 23 de agosto

jueves, 20 de agosto de 2020

Nick Cave sobre la corrección política

Nick Cave -respondiendo una pregunta sobre la llamada política de la cancelación- escribió en la entrada 109 de su página The Red Hand Files lo siguiente:

La corrección política se ha convertido en la religión más infeliz del mundo. Su otrora honorable intento de reimaginar nuestra sociedad de una manera más equitativa ahora incorpora todos los peores aspectos que la religión tiene para ofrecer (y nada de su belleza): certeza moral y justicia propia despojada, incluso, de la capacidad de redención. Se ha vuelto bastante literal, una mala religión que se ha vuelto loca.

Cancelar la negativa de la cultura a comprometerse con ideas incómodas tiene un efecto asfixiante en el alma creativa de una sociedad. La compasión es la experiencia principal, el evento del corazón, del cual surgen el genio y la generosidad de la imaginación. La creatividad es un acto de amor que puede chocar con nuestras creencias más fundamentales y, al hacerlo, da lugar a nuevas formas de ver el mundo. Estas son la función y la gloria del arte y las ideas. Una fuerza que encuentra su significado en la cancelación de estas ideas difíciles obstaculiza el espíritu creativo de una sociedad y ataca la naturaleza compleja y diversa de su cultura.

Pero aquí es donde estamos. Somos una cultura en transición, y puede ser que nos encaminemos hacia una sociedad más igualitaria, no lo sé, pero ¿qué valores esenciales perderemos en el proceso? 

lunes, 17 de agosto de 2020

Laura Montoya en Jardín

El 31 de diciembre de 1908 llegó Laura Montoya a Jardín. Había salido de Medellín el Día de los Santos Inocentes a recorrer el camino real hacia los confines del suroeste. El camino salía de Caldas, hacía travesía hasta el pie del Cerro Tusa para bajar al Cauca y después subir a Jericó, rematando la segunda jornada. La belleza de la tercera debía hacer más dulce el viaje, pues se remontaba por un falso llano el río Piedras hasta Cañaveral para bajar al pueblo desde el Alto de las Flores. Ese recorrido, en doble dirección, lo hizo muchas veces mi abuelo Antonio Ramírez como arriero, trayendo abarrotes, menaje y máquinas y llevando sal, madera y café.

Laura ya era grande en varios sentidos pues tenía 34 años, que eran un jurgo en esa época, y el volumen de su figura ya la destacaba en las comitivas y hacía sufrir a las mulas. Venía a Jardín, usando uno de los tantos ardides que desplegó en su vida, para pasar de huérfana deambulante en Antioquia a santa con trono en Roma. El párroco Ezequiel Pérez la había cuenteado ese mayo previo, en Medellín, para que se viniera a fundar un colegio a Jardín, pues ya tenía fama como educadora. Y ella se animó, pero por otra razón. Describiendo la región, el cura había mentado unos indios y por esos días la maestra ya se estaba obsesionando con una ley cuya ejecución el gobierno le había entregado a la iglesia y de la que esta se desentendía, quizá porque era más fácil evangelizar a los negros.

El padre Pérez organizó recepción con los principales del pueblo. Uno puede imaginarse la ilusión del encuentro y el chasco posterior cuando Laura les dijo que lo suyo no sería educar pueblerinos sino civilizar indios. Debe protegerlos en sus memorias cuando dice que la disculpa que le sacaron era que eso quedaba muy lejos y el camino era peligroso “aun para hombres esforzados”. Pero cambiar blancos por indios, pueblo por selva, camino real por desecho, debió ser incomprensible.

¿Quién la ataja? Arma el viaje hacia Guapá guiada por baquianos que minean en el alto San Juan y se van a buscar el Dojurgo. El segundo día emprenden la subida al Paramillo entre palosantos y magnolios, en la vereda que hoy se llama La Mesenia. La marea la escasez de oxígeno y se pone morada, pero pasando el filo ve a los primeros indios y le vuelve el alma al cuerpo. Cuando llega al Chamí hace migas con el principal indio Camilito Yagarí y allí toma la decisión existencial de consagrarse a esa causa. El Paramillo fue el Rubicón de santa Laura Montoya.

(La cuarta versión de Narrativas Pueblerinas debía haberse realizado este fin de semana en Jardín; pronto se fijará la nueva fecha.)

El Colombiano, 16 de agosto

Antonio Ramírez por María Elena Giraldo


lunes, 10 de agosto de 2020

Inhumano

Hace dos milenios y medio los filósofos procuran identificar un elemento que distinga de manera absoluta al ser humano del animal. Seguramente, detrás de esa búsqueda haya estado la clásica pregunta por el ser o, tal vez, de modo implícito, la simple inquietud que produce la contemplación de nuestra animalidad. Que somos seres políticos, poseedores de un sentido de la justicia, orientados a la divinidad y receptores de su gracia; que somos distintos a los ángeles y a las bestias porque tenemos libertad y voluntad; que lo que nos hace diferentes de los animales es el lenguaje o el humor, la conciencia del tiempo y de la finitud; que somos seres morales que toman decisiones, actúan en concordancia y pueden responder por sus palabras y sus acciones.

Los estudiosos de las emociones, desde la filosofía hasta la neurociencia, ven en los seres humanos esas especificidades que el racionalismo y el orgullo aristocrático quisieron controlar: que lloramos y reímos, nos enfurecemos e intimidamos, sentimos vergüenza, remordimiento e indignación, que somos capaces de amar y compadecer y, a la vez, de torturar y matar, como pocas especies lo hacen sobre la tierra.

Los zoólogos y genetistas han tratado de mostrar que esa distancia entre una persona y un animal es más corta de lo creemos, que compartimos casi todos los genes con un simio y muchos con una lombriz y que, también, hay delfines y cuervos que pueden ser más diestros que algún conocido bípedo y con documento de ciudadanía. Esa pretensión de difuminar las fronteras de lo humano me parece unas veces inútil y otras ridícula; así me siento leyendo los argumentos de un pensador tan admirable como Peter Singer quien, en lugar de seguir el camino fácil de mostrar lo bestias que podemos ser los humanos, está empeñado en mostrar la humanidad de los animales. Y es que en ese uno por ciento de la cadena del ADN que nos separa de un chimpancé están todas las trampas de la mentalidad cuantitativa contemporánea. En ese uno por ciento están dios y la piedad, la compasión y la alegría, la música y la poesía, las catedrales y los libros, La pasión según san Mateo y la Capilla Rothko, y un infinito etcétera.

La unanimidad filosófica en este asunto es negativa: la simple subsistencia no es humana, es animal. Comer (los que puedan), dormir, aparearse, incluso ver televisión, es mantenerse en un rango puramente animal. Separar a los hijos de los padres, enclaustrar a los ancianos, prohibir que los niños se abracen, limitar la amistad, desatender a los enfermos que no tengan covid, impedir que se acompañe a los difuntos, es inhumano. Que las mejores razones para salir de la casa sean trabajar o comprar es abominable. Que pensemos siquiera en adaptarnos a esta miseria es una claudicación.

El Colombiano, 9 de agosto

jueves, 6 de agosto de 2020

Wade Davis: el virus y la decadencia gringa

Wade Davis -el antropólogo canadiense y, también ciudadano colombiano- acaba de publicar un artículo brutal y conmovedor sobre la decadencia de los Estados Unidos. Davis, dedicado a nuestros ríos y comunidades selváticas, hace un diagnóstico de la desnudez en que el Covid-19 dejó a la sociedad estadounidense. 

El artículo tiene interés por su mirada sobre la situación mundial y los movimientos telúricos que tendrá para todos, y por la inquietud que nos debe generar la confianza secular del estado, los políticos y los empresarios colombianos en la brújula USA. Pero también porque Davis señala que la gran debilidad de la potencia dominante del siglo XX descansa en los factores que en Colombia se aceptan como consecuencias inevitables del progreso: desigualdad económica, desconfianza social, polarización política, tolerancia con la violencia, trabajo a destajo, liderazgos erráticos y corruptos. Factores que terminaron siendo la deformación de antiguas virtudes como la orientación al mérito, la laboriosidad y el aprecio por la generación de riqueza. 

El artículo se publicó en la revista Rolling Stone y puede leerse copiando y pegando este vínculo: https://www.rollingstone.com/politics/political-commentary/covid-19-end-of-american-era-wade-davis-1038206/

lunes, 3 de agosto de 2020

Pandemia avisada

Uno de los mayores infundios que se han propagado desde que se inició la pandemia consiste en decir que nadie sabía que iba a ocurrir. Lo que ya está claro, en medio de toda la información circulante, es que muchas personas e instituciones habían previsto y alertado sobre la inminencia de una enfermedad viral de alcances globales. Hubo advertencias generales desde 1994, por ejemplo, la de la periodista científica Laurie Garret y alertas muy concretas como la de la Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación, en septiembre del 2019. Esta Junta es un organismo conjunto del Banco Mundial y la Organización Mundial de la Salud. ¿Qué dijo esta institución en septiembre pasado?: “nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi el 5% de la economía mundial”.

El arte y las humanidades habían hecho similares advertencias. Hay películas magníficas y directas como Doce monos (Terry Gillian, 1995) o novelas inquietantes como La carretera (Cormac MacCarthy, 2006). En Colombia, tenemos una anticipación criolla. Se llama “La porcina” y es una canción carranguera del compositor e intérprete santandereano Óscar Humberto Gómez. Los músicos aparecen con tapabocas, distanciados, y el cantante enumera las epidemias conocidas, se queja de las restricciones y de los problemas sociales adjuntos. El video de la canción es de 2009 y puede verse en YouTube. Gómez se hizo muy popular en Colombia con la canción “El campesino embejucao”, con la que ponía el dedo en la llaga sobre los padecimientos de nuestros campesinos en medio del conflicto armado y su anhelo de que nadie les molestara la vida y los dejaran trabajar. No se trata solo de un artista intuitivo ya que, además de cantor y poeta, es abogado y miembro de la Academia de Historia de Santander.

Es comprensible que la tecnocracia de la salud, incluyendo los diseñadores y administradores de las políticas públicas, no haga relaciones interpretativas entre el arte y la vida, pues el dominio de la especialización y el cortoplacismo limitan la visión de los profesionales. Más incomprensible es que no lean los informes de los organismos internacionales sobre su campo de acción.

En conclusión, mucha gente —científicos, administradores, artistas— sabía que esto iba a pasar. Las medidas de prevención se habían diseñado y muchas ya se habían ensayado en Extremo Oriente y África desde hace 15 años, al menos. La Junta mencionada elaboró recomendaciones específicas a los gobiernos, en un documento de casi 50 páginas. Entre la publicación del informe y la declaración de la emergencia en Colombia pasaron siete meses. Una cuarentena de cinco meses es el precio que todos pagamos por la imprevisión de nuestras autoridades y por las falencias institucionales en el sistema de salud.

El Colombiano, 2 de agosto