El hueco que dejó Fernando Ospina, en 1993, fue llenado de forma temporal por Jorge Ceballos. Ceballos pertenecía al pequeño grupo de jóvenes que habían salido a la USA, les gustaba el rock y estaban tan encarretados como para hacer que sus familiares los surtieran de instrumentos y equipos. Llegó al grupo con bajo y amplificador, y al rato se supo que tenía una Tascam de más de diez canales.
A la primera oportunidad que tuvimos, hicimos una grabación de Mente en blanco. Ceballos grabó y mi amigo Jorge Arango —que tenía una pequeña agencia de publicidad— me apoyó en la producción. Si no recuerdo mal, grabamos en la oficina de 3.14, que así se llamaba la agencia, en el Edificio Furatena. Antes de eso, las grabaciones que teníamos provenían de perversas tomas al aire hechas en conciertos y ensayos.
Después de cuatro años de probar un repertorio, la vivencia de una grabación, poco más que aficionada, nos puso a pensar en la posibilidad de algo más grande. En esos tiempos había tres opciones. Las grabaciones de bandas del subterráneo global, como Masacre y La Pestilencia, que tocaban y vendían en el exterior; los grupos vinculados al gran mercado del disco, como Estados Alterados y Ekhymosis; y el circuito marginal de los demotapes. Nosotros no pertenecíamos al primero, no podíamos entrar al segundo y no queríamos estar en el tercero. En el caso de las disqueras, no fue simple prejuicio. Hice citas personales con algunas. Mi menor desconfianza era con Discos Fuentes, solo porque allí estaba Carlos Alberto Acosta, uno de los principales promotores del rock anglo en los ochenta. Acosta, con franqueza, me dijo que esa música no era del interés de la compañía.
Si Andrés Marín había caducado era porque se requería otra acción distinta a la comunicativa. Por tanto, la siguiente empresa, después de haber llegado a ser una banda hecha y derecha, era sacar un disco. No un demo, ni un sencillo; un disco. Y un disco en 1994 era un cedé. Ceballos, que había sido remplazado por Alex en el bajo, se encargó de la grabación. Y, luego, logré que Federico López, el ingeniero de sonido más reputado de la escena, hiciera la mezcla en Lorito Records.
Después vino un lance raro. Nadie cortaba cedés en Colombia. Había que mandarlos a hacer a Estados Unidos, a La Florida en este caso, a través de un intermediario venezolano; pagar por anticipado, mandar el máster y cruzar los dedos para que llegara. Hasta que meses después, ya en 1995, me llegó un tubo de cartón con mil ejemplares de nuestro disco. Lo demás fue el trabajo fotográfico de Jairo Ruiz con algunas gárgolas de Medellín y con el grupo, el apoyo incondicional de Óscar Pino en Pregón y la búsqueda obsesiva de una caja con lomo cercano al amarillo.
En 1995, Frankie ha Muerto tenía un cedé para satisfacer a su público, una credencial para los medios de comunicación y un objeto que poner a circular y vender.
El morado y la letra inglesa fueron distintivos de la banda en su primera etapa. El diablo se convirtió en el logo y era una estilización de la pintura que Louis-Léopold Boilly hizo en 1824 para ilustrar El sueño de Tartini.
[Para la entrevista que Alexander Otálvaro le hizo a Darío Cano, con motivo de los 25 años del disco: https://we.tl/t-mjduqmnSYc]
sábado, 30 de mayo de 2020
miércoles, 27 de mayo de 2020
Frankie ha Muerto, la banda
Concierto, conversa, preguntadera, patoniar barrios. Era el proceso. Entender cómo hacían muchachos proletos o nudamente pobres para componer y tocar punk, metal y alternativo. Era el objetivo. Escribir, contar. Era el resultado.
En la aventura de caminar Medellín y sus laderas, cuando mataban entre diez y veinte personas diarias, apareció uno de tantos conciertos de una de tantas bandas. Frankie ha Muerto, un viernes, en el Paseo Bolívar, un centro comercial ubicado en La Bayadera. Era, tal vez, el segundo concierto oficial del grupo. Un parqueadero atiborrado para una experiencia alucinante. Nunca había salido tan alegre y conmovido de un concierto, aún con las gafas averiadas y los labios rotos durante el pogo.
Después vino la entrevista con Fabio Garrido, el líder del grupo, vocalista y letrista. Días después fui a un ensayo en la casa de Fabio cerca al Parque Obrero en Boston, creo. Una guitarra acústica, el baterista golpeando un taurete de cuero, Danza Muerta. Tocaban con instrumentos prestados; a veces, los préstamos alcanzaban para un par ensayos previos a un toque y más nada.
En esas circunstancias, la pasión comunicativa de Andrés Marín servía de poco. La emocionalidad que despertaba Frankie, además, no se podía contar; al menos, yo no era capaz. Era más importante que ellos pudieran hacer su música y que la gente tuviera la oportunidad de verlos.
Así que decidí arriesgar por ellos. Les propuse que yo prestaría (lo que implicaba yo mismo pedirlo prestado) el dinero para conseguir algunos instrumentos, que los acompañaría en la organización de conciertos, generaríamos ingresos, y nos pondríamos a mano algún día. De esa manera, me lancé a lo que se llamaba entonces “la escena”. Manager, agente de prensa, contador, jefe de logística, rodie, acompañado por amigos, conocidos, seguidores de la banda, vecinos y familiares de los músicos. Los propios músicos, utileros, escenógrafos, maquilladores, vendedores de boletas. Alcahueteados todos en la Escuela Nacional Sindical, cuya sede en San Benito (la terraza para ser precisos) se convirtió en el sitio más estable de ensayos.
Durante tres años, tocamos en lugares grandes como el Coliseo Cubierto o el Carlos Vieco, pequeños como la sala de cine del Centro Colombo-Americano; donde se pudiera, incluyendo Cali y Bogotá. Solos o en festivales, con bandas marginales o con Aterciopelados y Estados Alterados. Siempre contando con anfitriones amables, autoridades recelosas y —lo peor del circuito— los negociantes de los equipos de amplificación.
De izquierda a derecha: Fabio Garrido (voz), Alex Cardona (bajo, suplió a Fernando Ospina), Mauricio Jiménez (teclados), Darío Cano (guitarra), Carlos Arturo Hoyos (guitarra), Marcelo Gómez (batería, suplió a Javier Henao "Maldad").
[Para más información del grupo: frankiehamuerto.net]
En la aventura de caminar Medellín y sus laderas, cuando mataban entre diez y veinte personas diarias, apareció uno de tantos conciertos de una de tantas bandas. Frankie ha Muerto, un viernes, en el Paseo Bolívar, un centro comercial ubicado en La Bayadera. Era, tal vez, el segundo concierto oficial del grupo. Un parqueadero atiborrado para una experiencia alucinante. Nunca había salido tan alegre y conmovido de un concierto, aún con las gafas averiadas y los labios rotos durante el pogo.
Después vino la entrevista con Fabio Garrido, el líder del grupo, vocalista y letrista. Días después fui a un ensayo en la casa de Fabio cerca al Parque Obrero en Boston, creo. Una guitarra acústica, el baterista golpeando un taurete de cuero, Danza Muerta. Tocaban con instrumentos prestados; a veces, los préstamos alcanzaban para un par ensayos previos a un toque y más nada.
En esas circunstancias, la pasión comunicativa de Andrés Marín servía de poco. La emocionalidad que despertaba Frankie, además, no se podía contar; al menos, yo no era capaz. Era más importante que ellos pudieran hacer su música y que la gente tuviera la oportunidad de verlos.
Así que decidí arriesgar por ellos. Les propuse que yo prestaría (lo que implicaba yo mismo pedirlo prestado) el dinero para conseguir algunos instrumentos, que los acompañaría en la organización de conciertos, generaríamos ingresos, y nos pondríamos a mano algún día. De esa manera, me lancé a lo que se llamaba entonces “la escena”. Manager, agente de prensa, contador, jefe de logística, rodie, acompañado por amigos, conocidos, seguidores de la banda, vecinos y familiares de los músicos. Los propios músicos, utileros, escenógrafos, maquilladores, vendedores de boletas. Alcahueteados todos en la Escuela Nacional Sindical, cuya sede en San Benito (la terraza para ser precisos) se convirtió en el sitio más estable de ensayos.
Durante tres años, tocamos en lugares grandes como el Coliseo Cubierto o el Carlos Vieco, pequeños como la sala de cine del Centro Colombo-Americano; donde se pudiera, incluyendo Cali y Bogotá. Solos o en festivales, con bandas marginales o con Aterciopelados y Estados Alterados. Siempre contando con anfitriones amables, autoridades recelosas y —lo peor del circuito— los negociantes de los equipos de amplificación.
De izquierda a derecha: Fabio Garrido (voz), Alex Cardona (bajo, suplió a Fernando Ospina), Mauricio Jiménez (teclados), Darío Cano (guitarra), Carlos Arturo Hoyos (guitarra), Marcelo Gómez (batería, suplió a Javier Henao "Maldad").
[Para más información del grupo: frankiehamuerto.net]
lunes, 25 de mayo de 2020
Sobre la esperanza
La reflexión sobre las virtudes viene creciendo paulatinamente en filosofía, economía y psicología. Existe un gran interés por el papel de las virtudes en el mercado, la sociabilidad y la acción humana, entre pensadores de corrientes muy distintas. Y se comprende. Cuando se desestabilizan las regulaciones externas y la normalidad se tambalea, volvemos a las entrañas de lo humano.
En situaciones de crisis, la virtud que suele invocarse es la de la esperanza. Y cuando se habla de virtudes y, sobre todo, de esperanza hay que invitar a Tomás de Aquino (1225-1275) a la conversación.
Para Aquino las condiciones de la esperanza son cuatro: a) que lo que se espere sea un bien, que puede ser para uno mismo y también para otros; de allí que sea en circunstancias de mayor ausencia del bien que uno deba acudir a la esperanza; b) que ese bien sea futuro, que no esté a la mano; de allí que no se deba confundir la esperanza con el simple deseo; c) que sea arduo, es decir, que sea difícil de alcanzar; de allí que las metas que están sujetas a cálculos de factibilidad no quepan como fines de la esperanza; d) pero que sea posible, tanto que no baste la capacidad propia para lograrlo sino que se necesite el auxilio de otro.
La esperanza es distinta del optimismo porque se ocupa de metas improbables que necesitan el concurso de los demás; el optimismo usualmente se suscita ante metas probables cuyo alcance tiene poca dependencia externa y mucha relación con las capacidades propias. “A diferencia del optimismo, la esperanza puede florecer cuando las probabilidades son desfavorables y, a veces, cuanto más desesperadas sean las probabilidades, mayor será la esperanza”, dice un crítico literario sobre El señor de los anillos, la gran obra contemporánea acerca de la lucha entre la esperanza y el poder del mal. La esperanza es experta en contradecir la experiencia, los pronósticos, la inercia.
En tanto la esperanza se contrapone al miedo y necesita la ayuda de otros, no es ciega. La esperanza implica deliberación interna de cada persona y discusión con otras para fijar el objetivo a buscar y organizar las acciones necesarias para buscarlo. Esto implica que, contra su forma verbal, esperanza no sea igual a esperar. Más bien es lo contrario, es moverse, actuar, buscar ese bien difícil.
La esperanza, según Aquino, es seguida por la audacia y demanda fortaleza. La confianza y el coraje son disposiciones propias de la esperanza: confianza en los que pueden cooperar con nosotros, coraje para enfrentar tarea tan dura. La economista Deirdre McCloskey ve una conjunción necesaria entre la esperanza —virtud cristiana y femenina, según ella— y la valentía —pagana y masculina.
El dominio del miedo es cosa de cobardes, los que lo manipulan y los que lo padecen.
El Colombiano, 24 de mayo
En situaciones de crisis, la virtud que suele invocarse es la de la esperanza. Y cuando se habla de virtudes y, sobre todo, de esperanza hay que invitar a Tomás de Aquino (1225-1275) a la conversación.
Para Aquino las condiciones de la esperanza son cuatro: a) que lo que se espere sea un bien, que puede ser para uno mismo y también para otros; de allí que sea en circunstancias de mayor ausencia del bien que uno deba acudir a la esperanza; b) que ese bien sea futuro, que no esté a la mano; de allí que no se deba confundir la esperanza con el simple deseo; c) que sea arduo, es decir, que sea difícil de alcanzar; de allí que las metas que están sujetas a cálculos de factibilidad no quepan como fines de la esperanza; d) pero que sea posible, tanto que no baste la capacidad propia para lograrlo sino que se necesite el auxilio de otro.
La esperanza es distinta del optimismo porque se ocupa de metas improbables que necesitan el concurso de los demás; el optimismo usualmente se suscita ante metas probables cuyo alcance tiene poca dependencia externa y mucha relación con las capacidades propias. “A diferencia del optimismo, la esperanza puede florecer cuando las probabilidades son desfavorables y, a veces, cuanto más desesperadas sean las probabilidades, mayor será la esperanza”, dice un crítico literario sobre El señor de los anillos, la gran obra contemporánea acerca de la lucha entre la esperanza y el poder del mal. La esperanza es experta en contradecir la experiencia, los pronósticos, la inercia.
En tanto la esperanza se contrapone al miedo y necesita la ayuda de otros, no es ciega. La esperanza implica deliberación interna de cada persona y discusión con otras para fijar el objetivo a buscar y organizar las acciones necesarias para buscarlo. Esto implica que, contra su forma verbal, esperanza no sea igual a esperar. Más bien es lo contrario, es moverse, actuar, buscar ese bien difícil.
La esperanza, según Aquino, es seguida por la audacia y demanda fortaleza. La confianza y el coraje son disposiciones propias de la esperanza: confianza en los que pueden cooperar con nosotros, coraje para enfrentar tarea tan dura. La economista Deirdre McCloskey ve una conjunción necesaria entre la esperanza —virtud cristiana y femenina, según ella— y la valentía —pagana y masculina.
El dominio del miedo es cosa de cobardes, los que lo manipulan y los que lo padecen.
El Colombiano, 24 de mayo
sábado, 23 de mayo de 2020
Treinta años
Cuando volví a Medellín, en 1990, sabía que mis álteregos corrían el riesgo de liberarse.
Hacía cinco años, le había dado bolas a uno de ellos, a Andrés Marín, un comentarista de rock, y este había hecho sus pinitos en periódicos revolucionarios, pero también en el Magazín de El Espectador y en La Prensa, el efímero periódico de Juan Carlos Pastrana.
La vida musical en Medellín se presentaba muy vigorosa y, a primera vista, suponía conciertos en la Plaza de Toros o el Carlos Vieco, películas en el María Victoria o el Tropicana, emisoras como Veracruz Stéreo, la prensa establecida que tenía espacios para la música juvenil. Pero poco a poco, detrás de lo obvio, o, mejor, debajo, uno podía penetrar en la vida montaraz del rock de las laderas. ExFanfarria Teatro o la sede de Tiempos Modernos en Lovaina, algunos bares, eran los escenarios más pulcros de los marginales; pero lo derecho era salir al rebusque en las escuelas de las comunas, en casas alquiladas por un día o terrazas, los toques de las bandas que aparecían cada mes y en cada barrio. Nuestra prensa eran los fanzines y la radio se suplía con las cadenas interminables de casetes mal grabados de conciertos, ensayos o poncherazos, que era como llamábamos a una grabación de una sola toma.
Mi álter Andrés Marín estaba iniciando un fanzine culto con Leonidas Mesa, Música para camaleones. Un robo que Leonidas había hecho a Truman Capote para divulgar grabaciones de blues y rock. Solo salió un número dedicado a Janis Joplin, que acompañamos con la presentación de Janis (Howard Alk, 1974) en el teatro Metro Avenida.
Sin embargo, parecía que había obligaciones mayores que reinterpretar lo contado o recontar lo sabido, y esas apuntaban a las historias que se vivían en los círculos rockeros de los barrios. Así que toda la cosa empezó con el afán de contar qué pasaba en la convergencia entre juventud, barriada popular y rock.
Mi álter en el festival Más allá de la piel, en Castilla, 1992
Hacía cinco años, le había dado bolas a uno de ellos, a Andrés Marín, un comentarista de rock, y este había hecho sus pinitos en periódicos revolucionarios, pero también en el Magazín de El Espectador y en La Prensa, el efímero periódico de Juan Carlos Pastrana.
La vida musical en Medellín se presentaba muy vigorosa y, a primera vista, suponía conciertos en la Plaza de Toros o el Carlos Vieco, películas en el María Victoria o el Tropicana, emisoras como Veracruz Stéreo, la prensa establecida que tenía espacios para la música juvenil. Pero poco a poco, detrás de lo obvio, o, mejor, debajo, uno podía penetrar en la vida montaraz del rock de las laderas. ExFanfarria Teatro o la sede de Tiempos Modernos en Lovaina, algunos bares, eran los escenarios más pulcros de los marginales; pero lo derecho era salir al rebusque en las escuelas de las comunas, en casas alquiladas por un día o terrazas, los toques de las bandas que aparecían cada mes y en cada barrio. Nuestra prensa eran los fanzines y la radio se suplía con las cadenas interminables de casetes mal grabados de conciertos, ensayos o poncherazos, que era como llamábamos a una grabación de una sola toma.
Mi álter Andrés Marín estaba iniciando un fanzine culto con Leonidas Mesa, Música para camaleones. Un robo que Leonidas había hecho a Truman Capote para divulgar grabaciones de blues y rock. Solo salió un número dedicado a Janis Joplin, que acompañamos con la presentación de Janis (Howard Alk, 1974) en el teatro Metro Avenida.
Sin embargo, parecía que había obligaciones mayores que reinterpretar lo contado o recontar lo sabido, y esas apuntaban a las historias que se vivían en los círculos rockeros de los barrios. Así que toda la cosa empezó con el afán de contar qué pasaba en la convergencia entre juventud, barriada popular y rock.
Mi álter en el festival Más allá de la piel, en Castilla, 1992
martes, 19 de mayo de 2020
lunes, 18 de mayo de 2020
Tiempo de los bienes comunes
Una falencia del pensamiento ilustrado fue haber reducido el mundo de los bienes a dos, los bienes privados y los bienes públicos, como si solo existieran el individuo y el estado, olvidando a la sociedad y, con ella, una antigua categoría: la de los bienes comunes.
La distinción entre bienes privados individuales y bienes colectivos es clara. Menos clara es la diferencia entre bienes públicos y bienes comunes. Me apoyo en el filósofo escocés Alasdair MacIntyre para establecer la diferencia. Bienes públicos son aquellos que los individuos pueden disfrutar individualmente pero que solo se pueden conseguir en cooperación con otros individuos. Bienes comunes son aquellos que solo se pueden disfrutar y conseguir en tanto miembros de uno o varios grupos sociales (familia, escuela, lugar de trabajo, comunidad, sociedad).
La coyuntura actual nos permite poner un ejemplo. En los albores de la modernidad, la salud era un bien exclusivamente privado; cada uno se procuraba un modo de vida saludable y resolvía sus problemas con los recursos que tenía a la mano. En el siglo XIX se consolidó la idea de que la salud era principalmente un bien público; a través del estado, los individuos cooperan (pagando impuestos) para que haya vacunas, centros de salud y otros medios más sofisticados para atender a los miembros de la sociedad.
Las últimas décadas están demostrando que la salud no es, ni de cerca, un bien individual y que tampoco es un bien principalmente público; es un bien común. ¿Por qué? Porque la salud solo puede conseguirse y disfrutarse si es entre todos y para todos. Los individuos apegados a la tendencia de vida sana (que creían que solos podían salvarse) y los países con los mejores servicios de salud pública (que creían que con médicos y hospitales bastaba), todos, en mayor o menor medida, están afectados por la ceguera moderna ante el bien común.
Con una creciente contaminación ambiental y el consecuente calentamiento global; con aglomeraciones urbanas desmesuradas, sucias y ruidosas; con unos sectores sociales sometidos a precarias condiciones de nutrición e higiene; con otros sectores sociales mantenidos en una asepsia artificial; con un proceso acelerado de destrucción de la biodiversidad; con el afán de crecer; con este entorno, no es posible que haya buena salud para todos.
La salud es bien privado (autocuidado y seguros) y también un bien público (a cargo del estado, atracado por políticos y negociantes criminales), sí. Pero, sobre todo, es un bien común. No es una conclusión de hoy. La teoría de los bienes comunes fue bien establecida en el siglo XII por Tomás de Aquino, abandonada por la modernidad y puesta al día en este siglo, parcialmente, por varios académicos. Es el tiempo de los bienes comunes, de replantear su expropiación y de pensar en la manera de administrarlos, conservarlos y disfrutarlos entre todos.
El Colombiano, 17 de mayo
La distinción entre bienes privados individuales y bienes colectivos es clara. Menos clara es la diferencia entre bienes públicos y bienes comunes. Me apoyo en el filósofo escocés Alasdair MacIntyre para establecer la diferencia. Bienes públicos son aquellos que los individuos pueden disfrutar individualmente pero que solo se pueden conseguir en cooperación con otros individuos. Bienes comunes son aquellos que solo se pueden disfrutar y conseguir en tanto miembros de uno o varios grupos sociales (familia, escuela, lugar de trabajo, comunidad, sociedad).
La coyuntura actual nos permite poner un ejemplo. En los albores de la modernidad, la salud era un bien exclusivamente privado; cada uno se procuraba un modo de vida saludable y resolvía sus problemas con los recursos que tenía a la mano. En el siglo XIX se consolidó la idea de que la salud era principalmente un bien público; a través del estado, los individuos cooperan (pagando impuestos) para que haya vacunas, centros de salud y otros medios más sofisticados para atender a los miembros de la sociedad.
Las últimas décadas están demostrando que la salud no es, ni de cerca, un bien individual y que tampoco es un bien principalmente público; es un bien común. ¿Por qué? Porque la salud solo puede conseguirse y disfrutarse si es entre todos y para todos. Los individuos apegados a la tendencia de vida sana (que creían que solos podían salvarse) y los países con los mejores servicios de salud pública (que creían que con médicos y hospitales bastaba), todos, en mayor o menor medida, están afectados por la ceguera moderna ante el bien común.
Con una creciente contaminación ambiental y el consecuente calentamiento global; con aglomeraciones urbanas desmesuradas, sucias y ruidosas; con unos sectores sociales sometidos a precarias condiciones de nutrición e higiene; con otros sectores sociales mantenidos en una asepsia artificial; con un proceso acelerado de destrucción de la biodiversidad; con el afán de crecer; con este entorno, no es posible que haya buena salud para todos.
La salud es bien privado (autocuidado y seguros) y también un bien público (a cargo del estado, atracado por políticos y negociantes criminales), sí. Pero, sobre todo, es un bien común. No es una conclusión de hoy. La teoría de los bienes comunes fue bien establecida en el siglo XII por Tomás de Aquino, abandonada por la modernidad y puesta al día en este siglo, parcialmente, por varios académicos. Es el tiempo de los bienes comunes, de replantear su expropiación y de pensar en la manera de administrarlos, conservarlos y disfrutarlos entre todos.
El Colombiano, 17 de mayo
lunes, 11 de mayo de 2020
Lo que viene y lo que vendría
Estamos en un tiempo de incertidumbre radical, como recalcó Eduardo Posada Carbó (“Desconocer lo desconocido”, El Tiempo, 08.05.20). Los números dicen menos que nunca antes, las palabras son más fiables. Algunos economistas han pronosticado un desempleo del 30% en Estados Unidos, muy inseguro, pero todos afirman que será la peor tasa desde la depresión del 29, muy seguro. Lo mismo pasa en Colombia, las proyecciones varían entre el 15% y un número cercano al 25%, pero lo más seguro es que los indicadores de desempleo y pobreza volverán a los niveles de hace 20 años. Eso es lo que viene.
Hemos sido indolentes. Entre todas las incertidumbres existentes, la única cosa cierta e inminente era la calamidad económica y social, pero se ha hecho poco y tarde. El empresario barranquillero Thierry Ways lo dice con recato y buenas maneras, a propósito de las medidas de apoyo a la pequeña y mediana empresa tomadas esta semana: “no se pueden salvar empleos que ya no existen” (“Cuatro aes”, El Tiempo, 07.05.20).
La atención de las crisis siempre es un problema de oportunidad. Una ambulancia que no llega a tiempo, un carro de bomberos varado, supongan cualquier situación cotidiana. Una buena razón para declarar la emergencia hubiera sido eliminar trámites, intermediarios y sobrecostos. Según Invamer, después de un mes, menos del 15% de la gente había recibido las ayudas aprobadas. En Colombia es difícil porque el estado es torpe e ineficiente; y en este momento está conducido por un gobierno muy lento. Un cojo manejando un tractor de pedales.
Lo que vendría puede ser áspero. Las economías criminales trabajan a todo vapor y serán una alternativa para mucha gente empobrecida y van a fortalecer al crimen organizado. La tasa de desempleo juvenil será el doble de la nacional y, desgraciadamente, es un predictor de violencia e inseguridad en las grandes ciudades. El desmoronamiento de la pirámide social —que lanzará a la pobreza a diez millones de personas de la clase media vulnerable— producirá mucho agravio y resentimiento. Imagínense la desilusión de millones de emprendedores a los que se les pintaron pajaritos en el aire y ahora se les dio la espalda. En todo caso, crecerá la desafección institucional, asunto que no resolverá el contrato de imagen de 3.500 millones con la empresa en la que trabaja el hijo del alter ego del presidente. Este cuadro augura subienda para políticos demagógicos y aventureros.
Será una dura prueba para las instituciones públicas, las organizaciones privadas y la cultura ciudadana. Sobre todo para las regiones. Lo que no hagamos en el nivel departamental y municipal nadie lo va a hacer; perdemos el tiempo mirando a Bogotá. Confío en el gobernador y en las entidades del tercer sector, tengo esperanzas en algunos de nuestros empresarios, creo en nuestra gente, pero hay que moverse rápido.
El Colombiano, 10 de mayo
Hemos sido indolentes. Entre todas las incertidumbres existentes, la única cosa cierta e inminente era la calamidad económica y social, pero se ha hecho poco y tarde. El empresario barranquillero Thierry Ways lo dice con recato y buenas maneras, a propósito de las medidas de apoyo a la pequeña y mediana empresa tomadas esta semana: “no se pueden salvar empleos que ya no existen” (“Cuatro aes”, El Tiempo, 07.05.20).
La atención de las crisis siempre es un problema de oportunidad. Una ambulancia que no llega a tiempo, un carro de bomberos varado, supongan cualquier situación cotidiana. Una buena razón para declarar la emergencia hubiera sido eliminar trámites, intermediarios y sobrecostos. Según Invamer, después de un mes, menos del 15% de la gente había recibido las ayudas aprobadas. En Colombia es difícil porque el estado es torpe e ineficiente; y en este momento está conducido por un gobierno muy lento. Un cojo manejando un tractor de pedales.
Lo que vendría puede ser áspero. Las economías criminales trabajan a todo vapor y serán una alternativa para mucha gente empobrecida y van a fortalecer al crimen organizado. La tasa de desempleo juvenil será el doble de la nacional y, desgraciadamente, es un predictor de violencia e inseguridad en las grandes ciudades. El desmoronamiento de la pirámide social —que lanzará a la pobreza a diez millones de personas de la clase media vulnerable— producirá mucho agravio y resentimiento. Imagínense la desilusión de millones de emprendedores a los que se les pintaron pajaritos en el aire y ahora se les dio la espalda. En todo caso, crecerá la desafección institucional, asunto que no resolverá el contrato de imagen de 3.500 millones con la empresa en la que trabaja el hijo del alter ego del presidente. Este cuadro augura subienda para políticos demagógicos y aventureros.
Será una dura prueba para las instituciones públicas, las organizaciones privadas y la cultura ciudadana. Sobre todo para las regiones. Lo que no hagamos en el nivel departamental y municipal nadie lo va a hacer; perdemos el tiempo mirando a Bogotá. Confío en el gobernador y en las entidades del tercer sector, tengo esperanzas en algunos de nuestros empresarios, creo en nuestra gente, pero hay que moverse rápido.
El Colombiano, 10 de mayo
jueves, 7 de mayo de 2020
Divagación sobre una medida autoritaria
En el foro convocado por la Universidad del Rosario (06.05.20) para discutir sobre libertades, democracia y capitalismo después del Covid-19, empecé mi ronda diciendo que la declaración de la cuarentena había sido una medida autoritaria, independientemente de su eventual necesidad y justificación. Algunos de mis contertulios reaccionaron expresa o tácitamente.
Teoría
Creí que se trataba de una perogrullada de mi parte. Al menos en teoría política, un estado de excepción es una medida autoritaria, como son autoritarios todos los momentos decisivos de la soberanía encarnada en el poder ejecutivo. Los estados de derecho crearon ese recurso de última instancia para resolver problemas existenciales de la comunidad política; modernamente los llamamos estados de excepción; los romanos no se andaban por las ramas, lo llamaban dictadura comisaria.
El estado de excepción se acepta por necesidad; cualquier persona ilustrada o con instinto liberal lo recibe sin alegría porque no cedemos alegremente nuestras libertades.
Alguien subrayó que Colombia era un país democrático, cosa que nadie objeta. Pero el autoritarismo y la democracia no son incompatibles. De hecho, los más notables teóricos políticos sospecharon de la democracia hasta bien entrado el siglo XIX y por ello propugnaron por el gobierno mixto antes que por el democrático. Históricamente hablando, ese matrimonio es más habitual aún.
Práctica
Las cautelas del estado democrático de derecho exigen que el estado de excepción esté sujeto a autorizaciones constitucionales, a veces parlamentarias, y, en todo caso, a controles constitucionales. A estas horas, ¿ha habido control político en Colombia? ¿control constitucional? No.
En el pasado no muy lejano se recurría a la gestualidad política: ¿hubo reunión, siquiera informativa, con los partidos políticos? ¿Consulta, llamada o solicitud de apoyo a los expresidentes? ¿alguna manifestación simbólica de unidad nacional ante la crisis? No. Y, a todas estas, ¿asusta que se diga que es una medida autoritaria?
El profesor Iván Garzón introdujo la anotación -muy relevante- de que siempre los estados de excepción tienen temporalidad definida; estamos ante un estado de excepción indefinido... hasta que diga el soberano.
Angela Merkel se negó a tomar medidas inmediatas y draconianas argumentando que se había criado en Alemania Oriental y que no estaba dispuesta a recurrir alegremente a medidas que eran cotidianas bajo el régimen comunista. No necesito más testigos.
Miedo
Es probable que la cuarentena haya sido necesaria (no lo sé), que no hubiera habido alternativas (no lo sé), que sin ella la mortalidad habría sido catastrófica (no lo sé). Los que sí lo saben deberían probarlo, pero sabemos que por definición una cuarentena se decreta precisamente por el estado de ignorancia sobre la cuestión.
Lo que sí me da miedo es que los académicos e intelectuales no tengan el reflejo de sospechar del poder cuando las libertades están en peligro. Tal vez sea inoportuno decirlo, pero hay cosas más importantes que la vida; por ejemplo, la vida digna, y no hay dignidad sin libertad.
Teoría
Creí que se trataba de una perogrullada de mi parte. Al menos en teoría política, un estado de excepción es una medida autoritaria, como son autoritarios todos los momentos decisivos de la soberanía encarnada en el poder ejecutivo. Los estados de derecho crearon ese recurso de última instancia para resolver problemas existenciales de la comunidad política; modernamente los llamamos estados de excepción; los romanos no se andaban por las ramas, lo llamaban dictadura comisaria.
El estado de excepción se acepta por necesidad; cualquier persona ilustrada o con instinto liberal lo recibe sin alegría porque no cedemos alegremente nuestras libertades.
Alguien subrayó que Colombia era un país democrático, cosa que nadie objeta. Pero el autoritarismo y la democracia no son incompatibles. De hecho, los más notables teóricos políticos sospecharon de la democracia hasta bien entrado el siglo XIX y por ello propugnaron por el gobierno mixto antes que por el democrático. Históricamente hablando, ese matrimonio es más habitual aún.
Práctica
Las cautelas del estado democrático de derecho exigen que el estado de excepción esté sujeto a autorizaciones constitucionales, a veces parlamentarias, y, en todo caso, a controles constitucionales. A estas horas, ¿ha habido control político en Colombia? ¿control constitucional? No.
En el pasado no muy lejano se recurría a la gestualidad política: ¿hubo reunión, siquiera informativa, con los partidos políticos? ¿Consulta, llamada o solicitud de apoyo a los expresidentes? ¿alguna manifestación simbólica de unidad nacional ante la crisis? No. Y, a todas estas, ¿asusta que se diga que es una medida autoritaria?
El profesor Iván Garzón introdujo la anotación -muy relevante- de que siempre los estados de excepción tienen temporalidad definida; estamos ante un estado de excepción indefinido... hasta que diga el soberano.
Angela Merkel se negó a tomar medidas inmediatas y draconianas argumentando que se había criado en Alemania Oriental y que no estaba dispuesta a recurrir alegremente a medidas que eran cotidianas bajo el régimen comunista. No necesito más testigos.
Miedo
Es probable que la cuarentena haya sido necesaria (no lo sé), que no hubiera habido alternativas (no lo sé), que sin ella la mortalidad habría sido catastrófica (no lo sé). Los que sí lo saben deberían probarlo, pero sabemos que por definición una cuarentena se decreta precisamente por el estado de ignorancia sobre la cuestión.
Lo que sí me da miedo es que los académicos e intelectuales no tengan el reflejo de sospechar del poder cuando las libertades están en peligro. Tal vez sea inoportuno decirlo, pero hay cosas más importantes que la vida; por ejemplo, la vida digna, y no hay dignidad sin libertad.
lunes, 4 de mayo de 2020
Sobre la responsabilidad
¿Podemos regir nuestra vida usando las estructuras de responsabilidad? Pongo en modo de interrogación un planteamiento del filósofo británico Bernard Williams (1929-2003). La pregunta tiene la implicación evidente de que nuestra vida no ha estado orientada por el sentido de la responsabilidad. Si no ha sido así, como supongo, ¿cuál ha sido la orientación de la vida en las sociedades occidentales, al menos en el trascurso de nuestras vidas?
La respuesta habitual de los pensadores sociales es que nuestras sociedades se han regido por el principio de la maximización. Maximizar —según la RAE— es “hacer o intentar que algo alcance su máximo rendimiento”. En nuestra época intentamos maximizar las preferencias individuales o grupales: el placer o el estatus a nivel individual, las ganancias a nivel corporativo, el PIB a nivel estatal. Nuestra época, en contra de lo que se piensa, ha sido económicamente más utilitarista que liberal. Este rasgo sufrió un cambio en las últimas décadas: la maximización tiene ser rápida, acelerada. No basta una gran utilidad, tiene que ser veloz. La velocidad es nuestro signo y, por lo tanto, el corto plazo.
La maximización siempre implica riesgos. Ponerse en riesgo uno y poner en riesgo a los demás. La maximización opera sobre la probabilidad. Una actividad que tenga un 90% de probabilidades de resultar exitosa será ejecutada; incluso una mentalidad prudente está presta a realizar tareas que tengan probabilidades menos altas. La eficacia y el beneficio dictaminan que no vale la pena hacer intervenciones en frentes que tengan bajas probabilidades de ocurrencia.
Ante la pandemia, el escritor Tom Chivers dice que los gobernantes mundiales tomaron sus decisiones pensando que había 90% de posibilidades de que no ocurriera. Pareciera normal, “pero eso significa que crees que hay un 10% de posibilidades de que lo haya”. Es jugar a la ruleta rusa, el tambor del revólver tiene nueve recámaras vacías y una bala. ¿Se la entregarías a tu hijo? ¿La accionarías sobre la cabeza de tu perro? La conclusión de Chivers es que “una posibilidad no tan pequeña de un resultado terrible es algo serio que debe tomarse en serio” (Did anyone predict coronavirus?, UnHerd, 22.04.20). Planteado de esa manera luce terriblemente irracional, pero es lo que hemos estado haciendo en todos los ámbitos de la vida, todos los días de todos los años. Apretamos el gatillo cientos de veces y la bala no ha salido, pero saldrá en el algún momento.
.
El cambio más radical y necesario en la mentalidad contemporánea sería regir nuestra vida por el principio de responsabilidad. Previendo las consecuencias indeseadas o improbables de nuestras acciones. Olvidarnos de las buenas intenciones y pensar en las malas consecuencias. Oh sí, lo dijo Williams, eso implica volvernos más exigentes con nosotros mismos, con las organizaciones a las que estamos vinculados, con los gobiernos que elegimos.
El Colombiano, 3 de mayo
La respuesta habitual de los pensadores sociales es que nuestras sociedades se han regido por el principio de la maximización. Maximizar —según la RAE— es “hacer o intentar que algo alcance su máximo rendimiento”. En nuestra época intentamos maximizar las preferencias individuales o grupales: el placer o el estatus a nivel individual, las ganancias a nivel corporativo, el PIB a nivel estatal. Nuestra época, en contra de lo que se piensa, ha sido económicamente más utilitarista que liberal. Este rasgo sufrió un cambio en las últimas décadas: la maximización tiene ser rápida, acelerada. No basta una gran utilidad, tiene que ser veloz. La velocidad es nuestro signo y, por lo tanto, el corto plazo.
La maximización siempre implica riesgos. Ponerse en riesgo uno y poner en riesgo a los demás. La maximización opera sobre la probabilidad. Una actividad que tenga un 90% de probabilidades de resultar exitosa será ejecutada; incluso una mentalidad prudente está presta a realizar tareas que tengan probabilidades menos altas. La eficacia y el beneficio dictaminan que no vale la pena hacer intervenciones en frentes que tengan bajas probabilidades de ocurrencia.
Ante la pandemia, el escritor Tom Chivers dice que los gobernantes mundiales tomaron sus decisiones pensando que había 90% de posibilidades de que no ocurriera. Pareciera normal, “pero eso significa que crees que hay un 10% de posibilidades de que lo haya”. Es jugar a la ruleta rusa, el tambor del revólver tiene nueve recámaras vacías y una bala. ¿Se la entregarías a tu hijo? ¿La accionarías sobre la cabeza de tu perro? La conclusión de Chivers es que “una posibilidad no tan pequeña de un resultado terrible es algo serio que debe tomarse en serio” (Did anyone predict coronavirus?, UnHerd, 22.04.20). Planteado de esa manera luce terriblemente irracional, pero es lo que hemos estado haciendo en todos los ámbitos de la vida, todos los días de todos los años. Apretamos el gatillo cientos de veces y la bala no ha salido, pero saldrá en el algún momento.
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El cambio más radical y necesario en la mentalidad contemporánea sería regir nuestra vida por el principio de responsabilidad. Previendo las consecuencias indeseadas o improbables de nuestras acciones. Olvidarnos de las buenas intenciones y pensar en las malas consecuencias. Oh sí, lo dijo Williams, eso implica volvernos más exigentes con nosotros mismos, con las organizaciones a las que estamos vinculados, con los gobiernos que elegimos.
El Colombiano, 3 de mayo
viernes, 1 de mayo de 2020
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