Aunque los cuentos de Luis Miguel Rivas son muy variados en temas y humor, tono y locaciones, algunos de los más notables se ubican en Medellín y Envigado y dan cuenta de la corta distancia, si hay alguna, entre el espíritu parrandero de muchos paisanos y su presteza para la violencia. Tal vez los editores hayan captado ese punto cuando publicaron sus volúmenes Los amigos míos se viven muriendo (Fondo Editorial Universidad Eafit, 2007) y ¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno? (Seix Barral, 2015). De hecho, la ilustración de Daniel Gómez para el primero muestra al escritor en uno de tantos lugares de Medellín donde convergen la farra y la memoria del crimen.
Rivas construye historias verosímiles y familiares para los que ya no somos jóvenes y no nos dejamos impresionar con el sensacionalismo mediático porque sí vivimos la realidad real de cuando este valle era invivible y trágico y, aun así, trabajábamos aquí y nos las arreglábamos para sobrevivir sin todos los pucheros que hace hoy día cualquiera para contar que le robaron el celular. En particular, retrata muy bien lo que llamo los tiempos de euforia.
No hay oasis de alegría en medio de un pueblo violento, pues la constante en las historias de Rivas es que la alegría, exaltada, casi siempre anda en compañía de la violencia, incidental u organizada, lo que denota la intimidad del furor con la furia. La facilidad con la cual, en los tiempos duros, pasábamos de la cordialidad ancestral a la brutalidad. El verso vallenato dice que “cuando estoy en la parranda no me acuerdo de la muerte”, pero a ella le gusta estar ahí. Pero eso no importa cuando se cree que la vida es un carnaval o el lema personal es vivir la vida siempre alegres.
Nuestra cultura todavía padece –a veces y cada vez menos, por fortuna– la atracción por la euforia. Una exaltación a la que suelen reducirse todas las emociones y sentimientos humanos: tristeza y alegría, dolor e ira, culpa o resentimiento, que se reúnen, se aderezan con alcohol, bazuco o coca, y se llevan al límite. Ahí empieza la bala. No es gratuito que las celebraciones deportivas, el día de la madre, la navidad –otro rito, otra ocasión– terminen con gresca, balacera y muerto, ni que las horas más peligrosas en Medellín sigan siendo entre la noche del viernes y la madrugada del domingo.
Nuestra pobre educación sentimental y el lento aprendizaje que vamos haciendo de la mesura, todavía dejan espacio para que alguna gente “haga programa”. Ponerle hora y lugar a la felicidad y la alegría, y llegar al paroxismo con enervantes buenos para “arrear mulas y casar peleas”. El apaciguamiento que se consolida en la ciudad es una oportunidad para cultivar la convivencia y apreciar la calma.
El Colombiano, 12 de junio
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