En el prefacio a un importante libro suyo, el filósofo estadunidense Michael Walzer se pregunta “¿en compañía de quién deberían estar los críticos?” (The Company of Critics, 1988). Walzer llama críticos a los intelectuales, escritores, publicistas. No habla de los académicos o profesores, con razón. Tal vez no se sepa suficientemente, pero un profesor no equivale a un intelectual y mientras no lo sea es un profesional más, ingeniero, médico o zapatero, da igual.
Walzer invoca el texto clásico de Julien Benda La traición de los clérigos (1867-1956). Esa traición, dice el intérprete, consiste en fracasar en el juicio sobre el poder. Ese fracaso comienza con la miopía para identificar el poder político real y sus consecuencias sobre la sociedad y las personas singulares. En el mundo contemporáneo, empieza por la incomprensión de la pluralidad y diversidad de los poderes. Sigue por no entender que el único poder necesario es el del Estado, así sea un poder que haya que vigilar, controlar y limitar. En Colombia, la traición intelectual comenzó con la promoción del poder terrible de las armas privadas sin regulación externa ni social alguna.
El profesor Carlo Tognato inició, en la Universidad Nacional de Colombia, una valiente polémica bajo el nombre Decir adiós a la guerra: empecemos por las universidades. Tognato, director del Centro de Estudios Sociales, descubrió el agua tibia: la presencia de grupos armados ilegales en los centros de educación superior del país y la vieja connivencia de parte de las comunidades universitarias con ellos. Triste y sintomático que al filo del 2015, alguien se haya atrevido a ponerle el cascabel al gato y que encima encuentre hostilidad. Revelador, aunque no extraño, que empecemos a escuchar más reconsideraciones por parte de la dirigencia de las Farc que de sus simpatizantes, directos u oblicuos.
La traición de los intelectuales escapa al puro ejercicio del pensar, si tal pureza puede existir. Pasa por el compromiso. El proselitismo abierto a favor de la lucha armada que se encuentra en algunos textos de Orlando Fals Borda (1925-2008), es un ejemplo. Fals murió de viejo en medio de homenajes –muchos merecidos– pero sus discípulos más serios murieron violentamente en el monte, anónimos y sin lápida. Pero, a veces, se expresa en el simple oportunismo y el cálculo instrumental, lo que no requiere fatiga mental sino habilidad para el ardid.
Uno esperaría que alguna vez los intelectuales colombianos hagan el ejercicio autocrítico que hemos venido presenciando en Europa y América. Me refiero, por ejemplo, a Hans Magnus Enzensberger (Tumulto, 2015) y Roberto Ampuero (Diálogo de conversos, 2015). Y que cuando llegue ese momento digan cuáles fueron sus compañías, corpóreas, fácticas; si es verdad que estaban con los desamparados, los sin voz, o simplemente con el poder de las armas sin ley ni moral. De los oportunistas, no cabe esperar nada.
El Colombiano, 5 de junio
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