García Márquez también quiso tocarlo. Y es que entre los nuestros solo los caribes parecieron entenderlo. No sé cómo logró Edgar Perea que nuestras cadenas radiales pagaran sus honorarios para ir a trasmitir, por ejemplo, el primer Ali-Frazier que me dejó llorando la noche del ocho de marzo de 1971. Tres años después creí que Carmelo Hernández Palencia tenía poderes sobrenaturales cuando pronosticaba contra toda evidencia la victoria sobre George Foreman, en medio de la paliza que este le estaba dando en Kinshasa. Pero no era sabiduría, era fe. La misma fe que hace que Alberto Salcedo Ramos todavía vea brillar en su cuello la medalla que el joven Cassius Clay lanzó al río.
Salcedo le dice en una carta al viento: “no decidiste subir al ring para matar el hambre sino para hacerte oír” . Lo que más irritó a sus detractores fue que se hiciera oír. Uno de sus primeros apodos fue “The Lip”; cuando se popularizó, él mismo hizo bordar en su bata “The Lip” para su segunda pelea con Sonny Liston. Y no hubo rueda de prensa, programa de televisión, gira, cuadrilátero, que no usara para hablar, gritar, proclamar. Desarrolló habilidades para componer un tipo de trova tradicional conocida como limerick que ponía por escrito y entonaba en público. Acuñó un número apreciable de aforismos memorables llenos de inteligencia y humor, algunos como haikús que incluyen el poema, “Me. We” O “¿Me? ¡Whee!”, que el escritor español Jorge Hernández tradujo como “todos somos yo” .
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