Las ceibas bongas de la Serranía de Abibe (si no las han acabado de tumbar) y la serranía con neblina; la ruda amabilidad de la gente, que ya escasea; la arepa, blanca, plana, simple, la amarilla también; la pintura minuciosa y poco reconocida de don Alejandro Serna; el ceviche de chicharrón en “La curva del gordo” en Amagá; el Atanasio Girardot lleno y vestido de rojo; Buenos Aires (corregimiento de Andes), que le hace más honor al nombre que la ciudad argentina; Caracolí con el domo plateado que se veía desde el tren; el río Cauca, café, angosto, hondo; el rigor y el compromiso de Cayetano Betancur; las iguanas que se calientan en los techos de zinc de Caucasia; los Farallones del Citará, volubles y majestuosos; el ají de los catíos de Dabeiba; Débora Arango; el Deportivo Independiente Medellín, escuela de sentimientos, el decano del fútbol colombiano, la razón para pasar un fin de semana en la urbe; el chorizo de “Los comerciales” en Don Matías; El Peñol, el que está bajo la represa; los embera; Envigado el viejo, donde crecimos, estudiamos, trabajamos (no el de ahora); el pensamiento díscolo y la prosa espontánea de Fernando González; el ferrocarril, que lo acabaron; los fríjoles con chicharrón, no la bandeja paisa; Gonzalo Vidal que era caucano y se oye todo el año en el himno y el Viacrucis; el personaje de Dalila Sierra en el poema de Jaime Jaramillo Escobar, y todos los personajes y todos los poemas del mismo poeta; Jardín todo, con montañas, gentes, quebradas, pájaros y jóvenes que lo van a mejorar; el sentido de la justicia que ya mostraban un fiscal Escobar y un juez Ferrer hace 120 años, según una crónica de Jorge Mario Betancur, y que ahora está embolatado; la madre Laura, aunque ya sea santa y tenga telenovela; el sabio Manuel Uribe Ángel y toda su obra; María Cano, antes de que la sepultaran en vida; Marsella, sobre todo subiendo; Medellín, dura, diversa, acogedora (pero con menos ruido); los nadaístas erráticos, divertidos y soberbios por necesidad; el río Nechí con babillas navegando en troncos; el valle del Penderisco, con Urrao y demás; Ramón Hoyos, Cochise y todos los ciclistas profesionales, más los aficionados, menos los que se dopan; el rock de acá y todo lo que ha salido de él; Santa Elena, por un recuerdo; Sucre, corregimiento de Olaya; la toponimia española del Bajo Cauca y el Nordeste, la indígena del Occidente y la bíblica del Suroeste; los tule con su cosmogonía orgullosa y sus apellidos europeos; Urabá, lleno de negros, banano, humedad, belleza; el río Verde de los Montes y también el río Verde, sin apellido, pero con piedras grandes; los gurres de San Vicente, es decir, el monumento y los ancestros; Zaragoza en general. Quedan faltando buenas y hay muchas cosas que no me gustan.
El Colombiano, 9 de agosto
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