Pasa la vida por la llanura placentera del descubrimiento de nuevas novelas y de viejos escritores, de saber que cantantes de antaño eran más que una canción, de conocer nuevas síntesis y relatos inesperados del pasado, de sentir un verano sostenido por primera vez en tres años y volver a saber del calor y de atardeceres de colores.
Así nos llega la mitad de año bajo la tiranía de las vacaciones del norte, la repetición de los capítulos vistos de las series de televisión y la vacuidad de la prensa que también manda su seriedad a la playa. Empieza esa horrible sensación de pensar que la única novedad es el campeonato colombiano de fútbol, el primero del mundo en lentitud y desgano, el más densamente poblado por árbitros incapaces y analistas mediocres.
Hasta que un domingo como cualquiera otro abre su tarde generosa y el sol del poniente pega contra el cemento y los acrílicos de las graderías que empiezan a enrojecerse con la lealtad cierta de las mismas veinte mil almas de siempre, y norte se llena de trapos saturados de x (las x del anonimato, la humildad y la resistencia). Entonces se despierta el sentimiento antiguo y el corazón se levanta y ya no somos nosotros cuando aparece en la cancha una fila india de once muchachos vestidos con la camiseta sagrada.
Es uno de los sentidos que tiene la vida.
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