Según Elias Canetti existen “tres oposiciones fundamentales” en la vida social humana, verdaderas regularidades de los procesos de conservación y movimiento de las sociedades, que son las dobles masas de los hombres y las mujeres, los vivos y los muertos y los amigos y los enemigos. Estas masas pueden traslaparse como en la guerra y otras formas extremas de supervivencia, pero tienen también sus casos de primacía o de pureza.
Existe una lucha desigual entre el mundo de los vivos y de los muertos cuya asimetría explica la constancia y la determinación de los vivos por preservar su mundo. El nacimiento y la enfermedad, el autocuidado y el suicidio, la gestión de la propia vida y la biopolítica, las explosiones demográficas y los contragolpes que sufre la soberbia técnica, la fatalidad del replicante y la ilusión del vampiro, todos esos fenómenos expresan la dinámica de aglutinación de la masa de los vivos.
Esa asimetría irreductible, en la que a la larga la muerte siempre triunfa, implica también el respeto hacia el mundo de los difuntos y la voluntad de que esa lucha no llegue al punto de la provocación y la incitación que desate toda la fuerza de los muertos. Mostrarle a quien agoniza un verdadero interés por conservarlo es ganar un poco su benevolencia en el más allá. En nuestra época parece, a veces, que este respeto es apenas un ardid para ganar tiempo en la esperanza de que un objetivo inconfesado e ilusorio de conquistar la inmortalidad pueda conseguirse.
Esta oposición no puede ocultar la existencia de una figura altanera y perturbadora: la del sobreviviente.
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