Los cambios políticos ocurridos durante la última década en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Honduras han sumido a los analistas y a los políticos en una discusión tan intensa como confusa. Ni se diga de las opiniones sobre el clima de inestabilidad que se ha generado en las otrora tranquilas y aburridas relaciones interamericanas, que tenían a Cuba como único tema animado.
Para una vertiente de los estudios políticos, todavía marginal por estos lares, tales equívocos provienen de una ciencia política anacrónica y un sistema de categorías políticas que ha envejecido mal sin que sus usuarios se percaten o se molesten en revisarlas. Una muestra de esta incapacidad es la discusión sobre si Venezuela es una dictadura o una democracia, o la tendencia a especular sobre las condiciones psíquicas de Chávez u otros gobernantes regionales.
Me parece que entre los renovadores del pensamiento político podemos encontrar pistas más útiles. Una está en el concepto de “estado de excepción”. Tal como el pensador italiano Giorgio Agamben lo dice, el estado de excepción representa una especie de zona intermedia entre la democracia y el absolutismo, caracterizada por la suspensión del orden jurídico y la concentración del poder en una parte del Estado. A ello se le puede agregar la creación de una institucionalidad paralela con sello partidario, la generación de un clima de emergencia permanente y la movilización hostil contra los adversarios políticos.
Esto caracteriza claramente los casos venezolano, boliviano y nicaragüense, y en menor medida el de Ecuador. Se trata de estados de excepción prolongados donde la ley pública y general da paso a una arbitrariedad sostenida por un apoyo popular mayoritario y un control fuerte de todos los órganos del poder público. De esta manera el totalitarismo, igual que ocurrió en la Alemania nazi, puede imponerse tras una cuidadosa adaptación a las formas democráticas y un uso calculado de la retórica revolucionaria.
La otra peculiaridad es que estos estados de excepción necesitan alterar la institucionalidad y la gobernabilidad regionales y tratan por todos los medios de crear un estado de excepción en la región. Primero, porque la movilización y el clima de emergencia necesitan la creación de un enemigo externo, que siempre será Estados Unidos en el trasfondo pero que tiene que buscar sus adversarios apropiados, como Colombia, Perú o México. Segundo, para hacer explotar instituciones como la Comunidad Andina o la OEA, poner en cuestión la legalidad internacional y cambiarlas por condiciones favorables a los nuevos poderes.
Algunas de las implicaciones prácticas de este análisis permitirían afirmar que Venezuela, Bolivia y Nicaragua son las puntas de un proyecto político que tiene como aliados a las Farc y a los demás carteles regionales de la cocaína y constituyen el principal factor de desestabilización. Mientras que el potencial beneficiario a mediano plazo es el nuevo poder emergente brasileño que lucha por crear un espacio suramericano bajo su hegemonía. Todo esto en medio de la pasividad de Estados Unidos, la complicidad de Europa occidental y la actividad rusa, china e iraní.
Publicado en El Colombiano, 10.08.09
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