En esa lección de política, historia y narrativa que es El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Marx toma como punto de partida filosófico la contraposición entre los vivos y los muertos. A diferencia de las concesiones de Burke al mundo de los muertos y de la prudencia negociadora que sugiere Canetti, Marx llama a una insurrección de los vivos.
“La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, sentencia. El espíritu revolucionario consiste en derribar el poder del mundo de los muertos que se expresa en la tradición. Por eso las revoluciones políticas tienen que estar precedidas de una revolución espiritual, de lo contrario toda imposición, todo despotismo que pretenda saltar sobre las circunstancias están condenados a volver a “la inmundicia anterior”. Esta es la sugerencia sobre la cual construyó Antonio Gramsci su atractiva interpretación.
Marx nunca creyó en la idea de reeditar el pasado; esa nostalgia se la deja a los herederos de Rousseau y al reaccionarismo romántico. Es famosa su alusión hegeliana de que la historia sólo se repite como tragedia o comedia. Cierto cinismo le lleva a reconocer que un pasado atractivo puede utilizarse instrumentalmente, falseándolo por supuesto, para apalancar los nuevos procesos políticos. Pero su advertencia es taxativa: “La revolución no puede sacar su poesía del pasado, solamente del porvenir”.
Quienes sólo miran al pasado apenas conocen el mundo de los espectros, pero de lo que se trata es de encontrar los espíritus de la época. En el mundo político la oposición entre vivos y muertos es la lucha entre los espectros y los espíritus.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario