La idea de que en las crisis todos los problemas y todas las soluciones radican en el estado corresponden, en mi opinión, a un rezago absolutista que —en la sociología y la ciencia política— se conoce con la fea palabra de “estadocentrismo”. Las sociedades democráticas son un complejo de interacciones entre estado, mercado y población. Solo por eso debiera ser inaceptable que hablemos solo del gobierno en medio de esta crisis, así el gobierno sea la principal causa de ella y en él recaigan las principales obligaciones.
La protesta ciudadana es, por completo legítima (entre el 89% y el 98%, según Gallup Poll). Pero la legitimidad de sus razones —pobreza, hambre, desconsideración gubernamental— y de sus pasiones —rabia, frustración, resentimiento— no bastan por sí solas. Los medios utilizados también son definitivos. Una protesta nunca es nada parecido a una procesión de Semana Santa, pero tampoco debería ser un torbellino de violencia indiscriminada e indefinida. Gallup Poll recoge un rechazo ciudadano del 95% a la destrucción de bienes públicos y privados, y del 60% al cierre de vías (la encuesta mezcla vías urbanas y carreteras).
En el ámbito legal existe una amplia discusión acerca de qué tipo de normas se deben aplicar a los casos de violencia callejera, especialmente, cuando dejan de ser esporádicos y espontáneos, puesto que existe una zona gris entre el derecho de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. No sin timidez, el Comité Internacional de la Cruz Roja ha esbozado algunos criterios para estas situaciones “extra convencionales”. Sin embargo, cuando uno se desprende de la mirada jurídica y piensa más en la ética se hace urgente evitar los peores daños. Por eso, creo yo, deberían aplicarse principios del derecho humanitario como los de distinción y proporcionalidad.
Del lado estatal hay un sujeto claro a quien asignarle responsabilidad que son las autoridades civiles y la policía, pero del lado de los manifestantes las cosas son más elusivas. De un lado, están los cargos que se puedan hacer contra individuos por actos criminales concretos; del otro, debe haber alguna responsabilidad de las organizaciones que asumieron la vocería del movimiento respecto de modalidades sistemáticas de movilización. Eso lo entendieron la subdirectiva antioqueña de la Confederación General de Trabajadores, que pidió el cese de los bloqueos, y la Organización Indígena de Antioquia, que se hizo cargo de principio a fin de la minga que convocó la semana pasada. Del mismo modo, a otras organizaciones y dirigentes sociales y políticos debiera exigírseles pronunciamientos explícitos en contra de la violencia.
Con lo dicho en mente, debe censurarse a quienes han guardado silencio respecto a los daños que la violencia callejera ha producido en vida, integridad y propiedad. Debe hacerse, aunque el senado de la república, en piñata de impunidad, se abstuviera de censurar al ministro de defensa.
El Colombiano, 30 de mayo
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