Dijo Carlos Jiménez Gómez hace cuarenta años que en Colombia los civiles eran más militaristas que los militares. Puesta esta afirmación en blanco y negro se descubre uno de los perfiles más característicos del país: el de tener la fuerza pública más profesional de Suramérica durante el periodo más largo de tiempo —todas las imperfecciones y altibajos incluidos— con grandes segmentos poblacionales al lado que mantienen latente el uso de la violencia.
Resultan tenebrosos los indicios de que ese viejo espíritu de frontera, de tomar las armas por parte de los particulares, aplicar justicia por mano propia y hacer valer a tiros cualquier cosa sigue rondando en las mentes de tantas personas. No de noche ni en reuniones secretas, sino a plena luz del día, en los medios sociales y la prensa tradicional. No se necesita que sean la mayoría, basta con que sean suficientes, para que el país se vuelva a desmadrar.
En Colombia, los sociólogos y los políticos se han concentrado en exceso en los factores materiales de la violencia dejando de lado o minimizando el poder de las ideas y los imaginarios sobre nuestra psiquis individual y colectiva. Ojalá leyeran novelas, con despacio e imaginación poética, para que entendieran cómo influyen los sentimientos, la tradición y las reglas informales en el acto de matar. Primero estaba el mar de Tomás González o Cuando pase el ánima sola de Mario Escobar Velásquez podrían bastar como introducción.
Ante la violencia que afloró en las calles en las últimas semanas uno se queda perplejo, no por la violencia en sí misma; desde Caín hasta Netanyahu la especie no deja de empeñarse en derramar la sangre de sus semejantes. La perplejidad proviene del hecho de que todavía haya personas, entre los que tienen voz, que hagan presentaciones instrumentales de los hechos o descripciones adulteradas para ponernos en trance existencial o relatos que sibilinamente justifican las peores agresiones físicas.
Un columnista de este diario preguntó hace poco que, si ante el agresor, el policía debe respetarle sus derechos humanos y dejarse masacrar. Y eso que sabemos, al menos, desde la “Declaración de Derechos de Virginia” de 1776, que es a los agresores a los que hay que respetarle los derechos humanos pues qué gracia tiene respetárselos solo a las hermanas de la caridad o a los hare krishnas. Otro aseguró que la fuerza pública no podía defender a los ciudadanos y, entonces, ¿qué se sigue de esta falsedad? ¿Qué lo haga cada uno a su modo?
Jiménez Gómez condensó su filosofía al decir que “la defensa de la vida tiene que convertirse en una obsesión más fuerte que todas nuestras secretas simpatías por la acción represiva del estado”. Que la represión sea el primer recurso es síntoma de la incapacidad estatal y de la precariedad moral de la sociedad.
El Colombiano, 16 de mayo
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