“El mundo no sigue andando gracias al amor sino gracias al deber”. La frase prístina, unívoca, es de Elizabeth Costello, el recio personaje de John M. Coetzee (Siete cuentos morales, 2018). Puede uno estar de acuerdo con tal afirmación siempre que no sostenga que en el mundo no hay más que amor o deber. Lo estoy en principio porque en la vida social es más importante el respeto que el amor y porque, creo, debemos simplificar los derechos y expandir los deberes. La sentencia y la reflexión son un pretexto para enmarcar una consideración básica sobre los deberes en la sociedad. Y también para tratar de poner en su lugar una frase que escucho a veces sobre el deber del optimismo.
Los deberes son múltiples y su distribución en la sociedad es desigual: intuyo que el deber guarda cierta proporción con la capacidad propia, y esa capacidad se amplía o se especializa según una función social. Pensemos, por ejemplo, en una de las metáforas más antiguas de la política, la del barco, de donde provienen algunos tópicos bien instalados como el que dice que todos estamos en el mismo barco o que debemos remar en la misma dirección, o metáforas derivadas como la del timonel, la brújula, el norte. (En el siglo XX el barco pasó al dominio de los epistemólogos.)
El deber del optimismo o de la esperanza les corresponde primordialmente a los dirigentes. La grandeza de Winston Churchill no se debe a que haya previsto sangre, sudor y lágrimas sino a que ofreció a cambio una victoria contra la agresión alemana que nadie más creyó necesaria o probable; caso de vida o muerte. Un dirigente tiene la obligación moral de mostrar la luz al final del túnel. Alguna vez escuché decir la gran verdad sobre el dirigente: que su deber es mantener la unidad y garantizar la supervivencia de su grupo. Los dirigentes pendencieros del presente son malos no porque denigren de sus antecesores sino porque, haciéndolo, dividen a los ciudadanos, debilitan las instituciones y nublan las perspectivas de mejoramiento de la sociedad.
El dirigente tiene, además, el deber de dirigir, cosa que no siempre pasa. Una cosa es ocupar un cargo de dirección y otra distinta cumplir con la función gubernativa. Los periodistas de adjetivo fácil suelen confundir al director con el líder; al líder no lo hace el cargo. En todos estos casos el deber del dirigente es semejante, tratándose de uno privado o público. La gran diferencia es que del público decimos que es un servidor, cosa que los funcionarios olvidan con frecuencia por el envanecimiento que genera el poder, así sepamos todo que se trata de un poder temporal y provisorio.
A los demás no nos exigible el deber del optimismo. A los intelectuales menos, pues se nos pide crítica.
El Colombiano, 16 de diciembre
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