Puesto que la parca anda haciendo ochas con las figuras del rock y se acaba de llevar al Más Grande de Todos los Tiempos, y el Real Madrid volvió a ganar la Champions, hay desastres en Ecuador y Canadá, masacres en Bruselas y Orlando, y vemos a los británicos cortarse una mano, a uno empieza a rondarlo la superstición del año bisiesto. Pero cuando se le baja a la adrenalina se descubren los triunfos pequeños, que son los decisivos en la evolución de la humanidad.
Los alemanes completaron un millón de refugiados recibidos, la investigación espacial y la genética mostraron enormes signos de avance, Obama fue a Cuba y a Vietnam y el acuerdo del Estado colombiano con las Farc entró en la recta final. En el lado delicioso de la vida, Radiohead sacó disco después de cinco años, renovamos la admiración por El Bosco a medio milenio de su muerte, el Leicester ganó la Premier y Cleveland la NBA… y nosotros.
No hay duda que en el ambiente había ansias de título, cosa muy rara en una afición que tiene por himno una pieza que dice “no necesito que estés arriba para quererte glorioso DIM”. Tiene dos explicaciones. La fundamental es que el Medellín fue robado y desmantelado empezando la segunda década de este milenio, y la recuperación que empezó hace tres años requería un respaldo deportivo. La menos importante, es que veníamos de dos finales perdidas en los últimos tres campeonatos.
El torneo nos hizo sufrir porque el técnico no pudo consolidar una formación hasta el final y porque le faltó paciencia con la hinchada. Al final, él, Leonel Álvarez, que desde 1984 es parte de la historia roja cumplió con la meta y renovó el cariño de la tribuna. Por supuesto, hay que hablar de jugadores que se montaron al pedestal. David González –al menos en el club– se puso a la altura de El Caimán Efraín Sánchez, y Mauricio Molina confirmó que esa camiseta es su segunda piel. Christian Marrugo, un peregrino de equipos, clavó su lanza en nuestros predios.
La hinchada es capítulo aparte. Siempre sorprende. En este caso, fue la tranquilidad. En tribunas y calles hubo una alegría calmada y sobria. La prensa registró, sorprendida, una celebración sin desorden ni violencia. Y eso que hubo pantallas gigantes en Carabobo norte, El Poblado y Laureles (punto para la alcaldía). Me quedo con la imagen de varios agentes del escuadrón antimotines en las afueras del estadios, sin casco, recostados en las paredes y bostezando del aburrimiento a las ocho y media de la noche.
Los bisiestos son como cualquier año y los acontecimientos, tristes o felices, son el resultado de procesos largos; la fecha del resultado es una contingencia. Bordaremos la sexta estrella en camisetas y banderas, y… volveremos, volveremos, volveremos otra vez.
El Colombiano, 26 de junio
lunes, 27 de junio de 2016
lunes, 20 de junio de 2016
Miedo a los acuerdos
El sociólogo Daniel Pécaut planteó en la Universidad Eafit (13 de mayo) que los colombianos tenemos una visión catastrofista de nuestra historia. Los mediadores intelectuales han contribuido a propalar esta historia simple y falsa. Tal vez eso explique por qué somos tierra fértil para los profetas del desastre. El planteamiento de Pécaut apareció en prensa bajo el rótulo “Reflexiones sobre el miedo a la paz” (El Tiempo, 08.06.16).
Buena parte de las razones de que el miedo exista radica en la dificultad para aclarar los factores que componen una situación personal o social y por la aversión a lo imprevisto. Parece plausible decir que el miedo es una de las barreras que impiden que sectores de la ciudadanía comprendan el sentido del acuerdo entre el Gobierno nacional y las Farc, aunque con seguridad hay otros no menos salvables, como la rabia o el odio. Por ahora, identifico tres miedos expresados.
El primero es el miedo al cambio. Este se expresa muy bien en la posición de un sector importante de los juristas colombianos, educados para pensar la normalidad y la estabilidad y muy poco sensibles a las coyunturas de cambio político. Figuras egregias del derecho rechazaron rupturas institucionales muy positivas para el país: Cayetano Betancur se opuso al pacto que dio origen al Frente Nacional y Carlos Gaviria Díaz se opuso a la convocatoria de la Constituyente de 1991. El segundo miedo es al futuro político. Finalmente alguien lo puso por escrito, es “el temor a que las Farc se conviertan en un factor de poder” (Saúl Hernández, “No es miedo a la paz”, El Tiempo, 13.06.16). El tercero es el miedo a que los “bárbaros” vengan a convivir con los “buenos”; el pánico propio de los momentos insólitos.
Los juristas que se equivocaron en los casos anteriores no tuvieron en cuenta el hallazgo de David Hume (1711-1776) de que cuando “el interés público sufre momentáneamente, a la postre se establece una amplia compensación en virtud de la firme continuidad de la ley y de la paz y el orden que se instauran en la sociedad” (Tratado sobre la naturaleza humana, III/II). A los ciudadanos que temen la reincorporación de las Farc se les olvida que Colombia ha tenido, en 25 años, nueve casos de desmovilización de grupos ilegales y que el más grande de ellos fue hace apenas diez años, con los grupos paramilitares que no eran precisamente mejores que las Farc.
El argumento del futuro político es extraño, puesto que la democracia y la libertad política presuponen la competencia por el favor ciudadano. La única manera de cerrar el futuro es con una dictadura. También resulta peculiar que la fuerza política más formidable de las últimas dos décadas –el uribismo– le tema a la rivalidad de un grupo marginal, con ideas caducas y antipáticas.
El Colombiano, 19 de junio
Buena parte de las razones de que el miedo exista radica en la dificultad para aclarar los factores que componen una situación personal o social y por la aversión a lo imprevisto. Parece plausible decir que el miedo es una de las barreras que impiden que sectores de la ciudadanía comprendan el sentido del acuerdo entre el Gobierno nacional y las Farc, aunque con seguridad hay otros no menos salvables, como la rabia o el odio. Por ahora, identifico tres miedos expresados.
El primero es el miedo al cambio. Este se expresa muy bien en la posición de un sector importante de los juristas colombianos, educados para pensar la normalidad y la estabilidad y muy poco sensibles a las coyunturas de cambio político. Figuras egregias del derecho rechazaron rupturas institucionales muy positivas para el país: Cayetano Betancur se opuso al pacto que dio origen al Frente Nacional y Carlos Gaviria Díaz se opuso a la convocatoria de la Constituyente de 1991. El segundo miedo es al futuro político. Finalmente alguien lo puso por escrito, es “el temor a que las Farc se conviertan en un factor de poder” (Saúl Hernández, “No es miedo a la paz”, El Tiempo, 13.06.16). El tercero es el miedo a que los “bárbaros” vengan a convivir con los “buenos”; el pánico propio de los momentos insólitos.
Los juristas que se equivocaron en los casos anteriores no tuvieron en cuenta el hallazgo de David Hume (1711-1776) de que cuando “el interés público sufre momentáneamente, a la postre se establece una amplia compensación en virtud de la firme continuidad de la ley y de la paz y el orden que se instauran en la sociedad” (Tratado sobre la naturaleza humana, III/II). A los ciudadanos que temen la reincorporación de las Farc se les olvida que Colombia ha tenido, en 25 años, nueve casos de desmovilización de grupos ilegales y que el más grande de ellos fue hace apenas diez años, con los grupos paramilitares que no eran precisamente mejores que las Farc.
El argumento del futuro político es extraño, puesto que la democracia y la libertad política presuponen la competencia por el favor ciudadano. La única manera de cerrar el futuro es con una dictadura. También resulta peculiar que la fuerza política más formidable de las últimas dos décadas –el uribismo– le tema a la rivalidad de un grupo marginal, con ideas caducas y antipáticas.
El Colombiano, 19 de junio
viernes, 17 de junio de 2016
Él, en cambio, era historia III
Por los días de aquella pelea en el Zaire –no sé si antes o después– entonó: “He luchado contra un aligátor, he forcejeado con una ballena, esposé el rayo y lancé el trueno a una jaula” . Su voz no siempre fue dulce. Como suele suceder fueron sus frases más ríspidas y crueles las que le dieron la vuelta al mundo y martirizaron los oídos de quienes no querían oír aquellas cosas. Que un negro fuera el más bello, el más grande, que un donnadie pudiera declararse libre de todo lazo. Todavía le dicen arrogante. Floyd Patterson, el primer boxeador de la máxima categoría que recobró el título, confesó que le costó entender que a quien le hablaba de ese modo era a sí mismo. Decir que era el más grande era una manera de convencerse de que tenía que ser el más grande. Y, si puedo hacerlo, no es jactancia, es solo la verdad, añadió Ali. Por supuesto, cuando la lengua es el músculo más poderoso del deportista más hábil de la historia se cometen errores.
Muhammad Ali se opuso a la guerra de Vietnam antes que Martin Luther King, predicó el ecumenismo con más convicción que Juan Pablo II, se anticipó dos décadas a la Unesco en el diálogo de civilizaciones. En el fragor de la rebelión global, y poco antes de morir, Bertrand Russell (1872-1970) –uno de los mayores portentos de la inteligencia del siglo XX– le escribió una carta en la que le decía: “usted es el símbolo de una fuerza que no pueden aniquilar, es decir, la conciencia de un pueblo entero resuelto a no seguir siendo diezmado y envilecido por el miedo y la opresión”. Ali nos inspiró el arte no dejarse golpear en la vida, de volar como una mariposa unas veces, soportar con estoicismo otras y picar cuando sea necesario.
La muerte íntima nos hace hiperbólicos. El periodista británico John Carlin, biógrafo de Nelson Mandela, comparó el carisma de Muhammad Ali con el de Aquiles o Napoleón . Más sencillo, aislado de cualquier conmoción, en plena madurez, Patterson –víctima de sus ataques contra el complejo de Tío Tom, de negro sumiso– sacó su conclusión: “Al final comprendí que yo no era más que un boxeador y que él, en cambio, era historia”
Muhammad Ali se opuso a la guerra de Vietnam antes que Martin Luther King, predicó el ecumenismo con más convicción que Juan Pablo II, se anticipó dos décadas a la Unesco en el diálogo de civilizaciones. En el fragor de la rebelión global, y poco antes de morir, Bertrand Russell (1872-1970) –uno de los mayores portentos de la inteligencia del siglo XX– le escribió una carta en la que le decía: “usted es el símbolo de una fuerza que no pueden aniquilar, es decir, la conciencia de un pueblo entero resuelto a no seguir siendo diezmado y envilecido por el miedo y la opresión”. Ali nos inspiró el arte no dejarse golpear en la vida, de volar como una mariposa unas veces, soportar con estoicismo otras y picar cuando sea necesario.
La muerte íntima nos hace hiperbólicos. El periodista británico John Carlin, biógrafo de Nelson Mandela, comparó el carisma de Muhammad Ali con el de Aquiles o Napoleón . Más sencillo, aislado de cualquier conmoción, en plena madurez, Patterson –víctima de sus ataques contra el complejo de Tío Tom, de negro sumiso– sacó su conclusión: “Al final comprendí que yo no era más que un boxeador y que él, en cambio, era historia”
jueves, 16 de junio de 2016
Él, en cambio, era historia II
García Márquez también quiso tocarlo. Y es que entre los nuestros solo los caribes parecieron entenderlo. No sé cómo logró Edgar Perea que nuestras cadenas radiales pagaran sus honorarios para ir a trasmitir, por ejemplo, el primer Ali-Frazier que me dejó llorando la noche del ocho de marzo de 1971. Tres años después creí que Carmelo Hernández Palencia tenía poderes sobrenaturales cuando pronosticaba contra toda evidencia la victoria sobre George Foreman, en medio de la paliza que este le estaba dando en Kinshasa. Pero no era sabiduría, era fe. La misma fe que hace que Alberto Salcedo Ramos todavía vea brillar en su cuello la medalla que el joven Cassius Clay lanzó al río.
Salcedo le dice en una carta al viento: “no decidiste subir al ring para matar el hambre sino para hacerte oír” . Lo que más irritó a sus detractores fue que se hiciera oír. Uno de sus primeros apodos fue “The Lip”; cuando se popularizó, él mismo hizo bordar en su bata “The Lip” para su segunda pelea con Sonny Liston. Y no hubo rueda de prensa, programa de televisión, gira, cuadrilátero, que no usara para hablar, gritar, proclamar. Desarrolló habilidades para componer un tipo de trova tradicional conocida como limerick que ponía por escrito y entonaba en público. Acuñó un número apreciable de aforismos memorables llenos de inteligencia y humor, algunos como haikús que incluyen el poema, “Me. We” O “¿Me? ¡Whee!”, que el escritor español Jorge Hernández tradujo como “todos somos yo” .
Salcedo le dice en una carta al viento: “no decidiste subir al ring para matar el hambre sino para hacerte oír” . Lo que más irritó a sus detractores fue que se hiciera oír. Uno de sus primeros apodos fue “The Lip”; cuando se popularizó, él mismo hizo bordar en su bata “The Lip” para su segunda pelea con Sonny Liston. Y no hubo rueda de prensa, programa de televisión, gira, cuadrilátero, que no usara para hablar, gritar, proclamar. Desarrolló habilidades para componer un tipo de trova tradicional conocida como limerick que ponía por escrito y entonaba en público. Acuñó un número apreciable de aforismos memorables llenos de inteligencia y humor, algunos como haikús que incluyen el poema, “Me. We” O “¿Me? ¡Whee!”, que el escritor español Jorge Hernández tradujo como “todos somos yo” .
miércoles, 15 de junio de 2016
Él, en cambio, era historia I
Buenos Aires, algún día del 2004. Un altar en el vestíbulo de una gran librería. Una mesa circular cubierta de terciopelo blanco sostiene un inmenso libro abierto. A su lado un afiche sostenido en un atril de cartón anuncia su contenido: fotografías y poemas de Muhammad Ali. De cerca, dos sorpresas: el anuncio del precio (equivalente a diez millones de pesos colombianos) y un par de guantes blancos, obligatorios para quien desee hojear el volumen.
La red, 4 de junio de 2016. ¿Cómo hablar de Ali? ¿De sus fintas, frases, imágenes, actos? ¿Del campeón, la persona, el héroe? Rápidamente reviso prensa de Argentina, Brasil y Colombia. Se anuncia la muerte de un excampeón mundial de boxeo. A los periodistas del sur del continente se les olvidó ponerse los guantes blancos para escribir sobre Ali. Nunca escucharon a Toni Morrison, la premio Nobel de Literatura de 1993, cuando les dijo que Ali era “una cosa aparte” .
Pablo era obispo, Spinoza pulidor de cristales, Miguel Ángel albañil, Bach empleado de parroquia, Washington era granjero, Nietzsche profesor, Pessoa traductor, Edmundo Rivero contador, Gómez Jattin vago. Quien hable así de ellos declara una ignorancia supina… Muhammad Ali ¿boxeador? “La hierba crece, los pájaros vuelan, las olas acarician la arena, yo boxeo”, dijo alguna vez, anunciando que se trataba solo de un modo de vida. Ese dato básico lo entendieron sus coetáneos más célebres e inteligentes. Los cuatro Beatles corrieron y le hicieron antesala para saludarlo en Miami en 1964; Bob Dylan sonrió (¡sonríe!) procurando abrazarlo en 1975; Norman Mailer y Andy Warhol intentaron hacer obras de arte sobre esa obra de arte de 191 centímetros, 100 kilos, nacida bajo el signo de Capricornio en 1942.
Y es que, pensándolo, bien Muhammad Ali fue la summa de la cultura popular contemporánea, si es posible que exista una. Convengamos en que los años sesenta redefinieron toda la cultura popular, primero de Occidente y después del mundo. Antonio Negri es más radical –es su naturaleza– cuando sentencia que la nueva época, la nuestra, comenzó en 1968. Rock, arte pop, protesta social, derechos civiles, insumisión, libertad, desparpajo, son los ingredientes de la contracultura característica de la segunda mitad del siglo XX y todos convergieron en la figura del muchacho sureño que ganó la medalla de oro en los Olímpicos de Roma. Dos veces nominado a los premios Grammy de la música, precursor del rap, dueño de una estrella en el bulevar de Hollywood, protagonista de un combate con Supermán y de varias películas. Ningún rincón de la cultura del siglo le fue negado y era más hermoso que Brigitte Bardot.
lunes, 13 de junio de 2016
Rivas y los tiempos de euforia
Aunque los cuentos de Luis Miguel Rivas son muy variados en temas y humor, tono y locaciones, algunos de los más notables se ubican en Medellín y Envigado y dan cuenta de la corta distancia, si hay alguna, entre el espíritu parrandero de muchos paisanos y su presteza para la violencia. Tal vez los editores hayan captado ese punto cuando publicaron sus volúmenes Los amigos míos se viven muriendo (Fondo Editorial Universidad Eafit, 2007) y ¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno? (Seix Barral, 2015). De hecho, la ilustración de Daniel Gómez para el primero muestra al escritor en uno de tantos lugares de Medellín donde convergen la farra y la memoria del crimen.
Rivas construye historias verosímiles y familiares para los que ya no somos jóvenes y no nos dejamos impresionar con el sensacionalismo mediático porque sí vivimos la realidad real de cuando este valle era invivible y trágico y, aun así, trabajábamos aquí y nos las arreglábamos para sobrevivir sin todos los pucheros que hace hoy día cualquiera para contar que le robaron el celular. En particular, retrata muy bien lo que llamo los tiempos de euforia.
No hay oasis de alegría en medio de un pueblo violento, pues la constante en las historias de Rivas es que la alegría, exaltada, casi siempre anda en compañía de la violencia, incidental u organizada, lo que denota la intimidad del furor con la furia. La facilidad con la cual, en los tiempos duros, pasábamos de la cordialidad ancestral a la brutalidad. El verso vallenato dice que “cuando estoy en la parranda no me acuerdo de la muerte”, pero a ella le gusta estar ahí. Pero eso no importa cuando se cree que la vida es un carnaval o el lema personal es vivir la vida siempre alegres.
Nuestra cultura todavía padece –a veces y cada vez menos, por fortuna– la atracción por la euforia. Una exaltación a la que suelen reducirse todas las emociones y sentimientos humanos: tristeza y alegría, dolor e ira, culpa o resentimiento, que se reúnen, se aderezan con alcohol, bazuco o coca, y se llevan al límite. Ahí empieza la bala. No es gratuito que las celebraciones deportivas, el día de la madre, la navidad –otro rito, otra ocasión– terminen con gresca, balacera y muerto, ni que las horas más peligrosas en Medellín sigan siendo entre la noche del viernes y la madrugada del domingo.
Nuestra pobre educación sentimental y el lento aprendizaje que vamos haciendo de la mesura, todavía dejan espacio para que alguna gente “haga programa”. Ponerle hora y lugar a la felicidad y la alegría, y llegar al paroxismo con enervantes buenos para “arrear mulas y casar peleas”. El apaciguamiento que se consolida en la ciudad es una oportunidad para cultivar la convivencia y apreciar la calma.
El Colombiano, 12 de junio
Rivas construye historias verosímiles y familiares para los que ya no somos jóvenes y no nos dejamos impresionar con el sensacionalismo mediático porque sí vivimos la realidad real de cuando este valle era invivible y trágico y, aun así, trabajábamos aquí y nos las arreglábamos para sobrevivir sin todos los pucheros que hace hoy día cualquiera para contar que le robaron el celular. En particular, retrata muy bien lo que llamo los tiempos de euforia.
No hay oasis de alegría en medio de un pueblo violento, pues la constante en las historias de Rivas es que la alegría, exaltada, casi siempre anda en compañía de la violencia, incidental u organizada, lo que denota la intimidad del furor con la furia. La facilidad con la cual, en los tiempos duros, pasábamos de la cordialidad ancestral a la brutalidad. El verso vallenato dice que “cuando estoy en la parranda no me acuerdo de la muerte”, pero a ella le gusta estar ahí. Pero eso no importa cuando se cree que la vida es un carnaval o el lema personal es vivir la vida siempre alegres.
Nuestra cultura todavía padece –a veces y cada vez menos, por fortuna– la atracción por la euforia. Una exaltación a la que suelen reducirse todas las emociones y sentimientos humanos: tristeza y alegría, dolor e ira, culpa o resentimiento, que se reúnen, se aderezan con alcohol, bazuco o coca, y se llevan al límite. Ahí empieza la bala. No es gratuito que las celebraciones deportivas, el día de la madre, la navidad –otro rito, otra ocasión– terminen con gresca, balacera y muerto, ni que las horas más peligrosas en Medellín sigan siendo entre la noche del viernes y la madrugada del domingo.
Nuestra pobre educación sentimental y el lento aprendizaje que vamos haciendo de la mesura, todavía dejan espacio para que alguna gente “haga programa”. Ponerle hora y lugar a la felicidad y la alegría, y llegar al paroxismo con enervantes buenos para “arrear mulas y casar peleas”. El apaciguamiento que se consolida en la ciudad es una oportunidad para cultivar la convivencia y apreciar la calma.
El Colombiano, 12 de junio
jueves, 9 de junio de 2016
Malas compañías
En el prefacio a un importante libro suyo, el filósofo estadunidense Michael Walzer se pregunta “¿en compañía de quién deberían estar los críticos?” (The Company of Critics, 1988). Walzer llama críticos a los intelectuales, escritores, publicistas. No habla de los académicos o profesores, con razón. Tal vez no se sepa suficientemente, pero un profesor no equivale a un intelectual y mientras no lo sea es un profesional más, ingeniero, médico o zapatero, da igual.
Walzer invoca el texto clásico de Julien Benda La traición de los clérigos (1867-1956). Esa traición, dice el intérprete, consiste en fracasar en el juicio sobre el poder. Ese fracaso comienza con la miopía para identificar el poder político real y sus consecuencias sobre la sociedad y las personas singulares. En el mundo contemporáneo, empieza por la incomprensión de la pluralidad y diversidad de los poderes. Sigue por no entender que el único poder necesario es el del Estado, así sea un poder que haya que vigilar, controlar y limitar. En Colombia, la traición intelectual comenzó con la promoción del poder terrible de las armas privadas sin regulación externa ni social alguna.
El profesor Carlo Tognato inició, en la Universidad Nacional de Colombia, una valiente polémica bajo el nombre Decir adiós a la guerra: empecemos por las universidades. Tognato, director del Centro de Estudios Sociales, descubrió el agua tibia: la presencia de grupos armados ilegales en los centros de educación superior del país y la vieja connivencia de parte de las comunidades universitarias con ellos. Triste y sintomático que al filo del 2015, alguien se haya atrevido a ponerle el cascabel al gato y que encima encuentre hostilidad. Revelador, aunque no extraño, que empecemos a escuchar más reconsideraciones por parte de la dirigencia de las Farc que de sus simpatizantes, directos u oblicuos.
La traición de los intelectuales escapa al puro ejercicio del pensar, si tal pureza puede existir. Pasa por el compromiso. El proselitismo abierto a favor de la lucha armada que se encuentra en algunos textos de Orlando Fals Borda (1925-2008), es un ejemplo. Fals murió de viejo en medio de homenajes –muchos merecidos– pero sus discípulos más serios murieron violentamente en el monte, anónimos y sin lápida. Pero, a veces, se expresa en el simple oportunismo y el cálculo instrumental, lo que no requiere fatiga mental sino habilidad para el ardid.
Uno esperaría que alguna vez los intelectuales colombianos hagan el ejercicio autocrítico que hemos venido presenciando en Europa y América. Me refiero, por ejemplo, a Hans Magnus Enzensberger (Tumulto, 2015) y Roberto Ampuero (Diálogo de conversos, 2015). Y que cuando llegue ese momento digan cuáles fueron sus compañías, corpóreas, fácticas; si es verdad que estaban con los desamparados, los sin voz, o simplemente con el poder de las armas sin ley ni moral. De los oportunistas, no cabe esperar nada.
El Colombiano, 5 de junio
Walzer invoca el texto clásico de Julien Benda La traición de los clérigos (1867-1956). Esa traición, dice el intérprete, consiste en fracasar en el juicio sobre el poder. Ese fracaso comienza con la miopía para identificar el poder político real y sus consecuencias sobre la sociedad y las personas singulares. En el mundo contemporáneo, empieza por la incomprensión de la pluralidad y diversidad de los poderes. Sigue por no entender que el único poder necesario es el del Estado, así sea un poder que haya que vigilar, controlar y limitar. En Colombia, la traición intelectual comenzó con la promoción del poder terrible de las armas privadas sin regulación externa ni social alguna.
El profesor Carlo Tognato inició, en la Universidad Nacional de Colombia, una valiente polémica bajo el nombre Decir adiós a la guerra: empecemos por las universidades. Tognato, director del Centro de Estudios Sociales, descubrió el agua tibia: la presencia de grupos armados ilegales en los centros de educación superior del país y la vieja connivencia de parte de las comunidades universitarias con ellos. Triste y sintomático que al filo del 2015, alguien se haya atrevido a ponerle el cascabel al gato y que encima encuentre hostilidad. Revelador, aunque no extraño, que empecemos a escuchar más reconsideraciones por parte de la dirigencia de las Farc que de sus simpatizantes, directos u oblicuos.
La traición de los intelectuales escapa al puro ejercicio del pensar, si tal pureza puede existir. Pasa por el compromiso. El proselitismo abierto a favor de la lucha armada que se encuentra en algunos textos de Orlando Fals Borda (1925-2008), es un ejemplo. Fals murió de viejo en medio de homenajes –muchos merecidos– pero sus discípulos más serios murieron violentamente en el monte, anónimos y sin lápida. Pero, a veces, se expresa en el simple oportunismo y el cálculo instrumental, lo que no requiere fatiga mental sino habilidad para el ardid.
Uno esperaría que alguna vez los intelectuales colombianos hagan el ejercicio autocrítico que hemos venido presenciando en Europa y América. Me refiero, por ejemplo, a Hans Magnus Enzensberger (Tumulto, 2015) y Roberto Ampuero (Diálogo de conversos, 2015). Y que cuando llegue ese momento digan cuáles fueron sus compañías, corpóreas, fácticas; si es verdad que estaban con los desamparados, los sin voz, o simplemente con el poder de las armas sin ley ni moral. De los oportunistas, no cabe esperar nada.
El Colombiano, 5 de junio
sábado, 4 de junio de 2016
jueves, 2 de junio de 2016
Comisión Histórica: un ejército débil
A raíz de mi informe a la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, el director de la Comisión Colombiana de Juristas Gustavo Gallón escribió una columna en El Espectador (28.10.15), que también puede consultarse en este blog. Gallón me caracterizó como persona “mal informada y sin rigor analítico”. El único argumento para hacerlo descansa en su malestar por mi tesis de que Colombia tuvo un ejército débil hasta finales del siglo XX.
Entiendo perfectamente el desconcierto de los defensores de derechos humanos ante esta afirmación, y Gallón ha sido uno de sus más conspicuos exponentes en las últimas tres décadas. El defensor prototípico de los derechos humanos debe creer que las violaciones de los mismos guardan una relación directa con la fortaleza de las fuerzas militares. Pero no veo por qué ella pueda ser una condición necesaria o suficiente.
El caso es que poco antes de que Gallón hiciera pública su frustración con mi informe, Alfredo Molano sacó una la luz una entrevista con Rodrigo Londoño Echeverry, "Timochenko", máximo comandante de las Farc. En ella, el señor Londoño habla de las negociaciones de El Caguán y dice: “Las FF. MM. estaban débiles. Recuerde que dijeron que no tenían para municiones ni para botas. La guerrilla estaba fuerte. Habíamos dado golpes muy duros como el de las Delicias, Patascoy, La Carpa, San Benito. El gobierno de Pastrana necesitaba ganar tiempo para hacer la reingeniería del Ejército. Lo ha dicho y lo ha escrito. Fue el Plan Colombia, financiado y diseñado por EE. UU.” (“Uribe, no pierda esta oportunidad de reconciliación: Timochenko”, El Espectador, 04.10.15).
Es apenas lógico suponer que un comandante guerrillero sepa más de asuntos militares que un abogado.
Entiendo perfectamente el desconcierto de los defensores de derechos humanos ante esta afirmación, y Gallón ha sido uno de sus más conspicuos exponentes en las últimas tres décadas. El defensor prototípico de los derechos humanos debe creer que las violaciones de los mismos guardan una relación directa con la fortaleza de las fuerzas militares. Pero no veo por qué ella pueda ser una condición necesaria o suficiente.
El caso es que poco antes de que Gallón hiciera pública su frustración con mi informe, Alfredo Molano sacó una la luz una entrevista con Rodrigo Londoño Echeverry, "Timochenko", máximo comandante de las Farc. En ella, el señor Londoño habla de las negociaciones de El Caguán y dice: “Las FF. MM. estaban débiles. Recuerde que dijeron que no tenían para municiones ni para botas. La guerrilla estaba fuerte. Habíamos dado golpes muy duros como el de las Delicias, Patascoy, La Carpa, San Benito. El gobierno de Pastrana necesitaba ganar tiempo para hacer la reingeniería del Ejército. Lo ha dicho y lo ha escrito. Fue el Plan Colombia, financiado y diseñado por EE. UU.” (“Uribe, no pierda esta oportunidad de reconciliación: Timochenko”, El Espectador, 04.10.15).
Es apenas lógico suponer que un comandante guerrillero sepa más de asuntos militares que un abogado.
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