Medio mundo sabe quién fue Pablo Escobar. Quedó demostrado por la cobertura mediática internacional en el vigésimo aniversario de su muerte. Menos popular es el Agente Smith, personaje de la película The Matrix (Hermanos Wachowski, 1999). El Agente Smith tiene varios poderes entre ellos el de la ubicuidad incorporándose en cualquier humano que esté al pie de una línea telefónica y el de destruir a sus enemigos invadiendo sus cuerpos. El Agente Smith es el malo de la película.
Pablo Escobar se convirtió en el enemigo más temible de la sociedad colombiana a mediados de los años ochenta del siglo pasado y lo hizo a través de una declaración –como en las guerras viejas– y también mediante el ataque más masivo, urbano e intenso que haya vivido el país en cualquier época. Escobar emergió como enemigo y el Estado y una parte de la sociedad lo asumió y lo enfrentó así.
Pero antes de ser el enemigo público número uno, intentó ser el mejor amigo: fue concejal de Envigado y representante a la cámara por el Partido Liberal, financió campañas presidenciales, fue socio de algunos sectores de la iglesia católica, sustento de los mayores triunfos futbolísticos del país, hizo obras públicas y ofreció pagar la deuda externa. No interesa aquí volver a contar de qué modo ocurrió esta transformación.
Escobar murió y el cartel que lideraba fue desmantelado, así como otras grandes organizaciones criminales, pero el problema no ha desaparecido. Una voz autorizada –el general retirado Óscar Naranjo– dice que “la mafia se fue volviendo prácticamente invisible, pero no por ello dejó de existir o de ser peligrosa… el narcotráfico sigue siendo una de las principales enfermedades de la sociedad contemporánea” (“Del terror a la esperanza”, Semana, 23.11.13).
A mí la afirmación de Naranjo me parece optimista. El Estado logró sortear la peor amenaza de su historia, superando el riesgo del colapso. Pero, ¿y el sistema democrático? ¿Hemos evitado –como dice Naranjo– que Colombia se convierta en una narcodemocracia?
La profesora Julieta Lemaitre de la Universidad de Los Andes sostiene la tesis de que la Constitución de 1991 se puede entender como parte de la paz con los narcotraficantes (La paz en cuestión, 2011). Tres años después de la Asamblea Nacional Constituyente el cartel de Cali logró poner a Ernesto Samper en la presidencia de la República. Ocho años más tarde los grupos de autodefensa y paramilitares se ufanaban de tener una tercera parte del congreso.
Esto significa que en Colombia la cuestión de si hacemos una democracia para los ciudadanos o para las mafias todavía no está resuelta, y que más bien se está definiendo siempre en cada elección. Pablo Escobar murió, pero el narcotráfico nos sigue atacando como el Agente Smith de The Matrix, ahora desde el interior del sistema político.
El Colombiano, 8 de diciembre
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