La reelección inmediata del presidente de la república ya
está cambiando esa situación en tanto se está convirtiendo en un factor
distorsionador de la estructura estatal, un catalizador de las perversiones del ejercicio de la política
y un rasgo distintivo que nos desliza hacia el peor grupo de América Latina. Y
todo por cuenta de la paz: la reelección como figura constitucional se aprobó
en 2005 bajo la ansiedad de la paz por medio de la victoria y la reelección
gubernamental se justifica en 2013 bajo la inminencia de la paz por medio de la
negociación.
La reelección alteró el sentido de la arquitectura
institucional que se creó en 1991, al desarticular el engranaje de periodos y
alternación en las nominaciones, produciendo un desmesurado desbalance hacia el
ejecutivo y deteriorando la precaria división de poderes que existía en el
país.
La reelección hizo que el gobierno dejara de actuar como el
representante del interés general y se perfilara como un partido más,
representante de un grupo de facciones que han puesto sus intereses por encima
de cualquier objetivo común. En particular, el presidente y sus ministros se
pronuncian como jefes de grupo y han desatado una sañosa campaña contra los
líderes de la oposición, llámense ellos Uribe o Robledo, y atacado a los
gobernantes locales díscolos, abiertamente como a Petro o disimuladamente como
a Fajardo.
Finalmente, si uno mira el mapa institucional latinoamericano, ¿dónde queda Colombia? Yo creo que en cuanto a seguridad jurídica estamos más cerca de Bolivia que de Chile. Creo que nuestra retórica política se parece más a la que predomina en Venezuela que a la que existe en Uruguay. Veo más equilibrio de poderes en México y Costa Rica que acá.
Siempre quedará el recurso a la soberanía popular. La
posibilidad de cambiar en las urnas el destino que se nos quiere imponer desde
el gobierno y su manguala de medios y de mediocres. Pero, al menos desde los
debates fundacionales de los Estados Unidos, plasmados en El federalista,
sabemos que las democracias modernas no se alimentan sólo de voluntad popular
sino de también de una indispensable estructura institucional de contrapesos.
Todo esto está pasando en medio de un profundo silencio de
los académicos y los intelectuales que se dejaron atrapar en la trampa del
dilema entre Uribe y Santos. Valga la pena reconocer el esfuerzo mesurado y
profundo de Eduardo Posada Carbó, quien desde su columna en El Tiempo ha sido
una luz en este túnel de confusión.
El Colombiano, 24 de noviembre
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