La curtida periodista María Isabel Rueda se preguntó si el gobierno de Iván Duque era el peor de la historia republicana del país (“Duque: ¿el peor gobierno de la historia?”, El Tiempo, 14.11.21). La pregunta por sí misma es elocuente, pero es fácil e inútil. La cuestión difícil es saber cuál es el segundo: ¿Mosquera? ¿Marroquín? ¿Abadía? ¿Gómez? El tema útil es comprender cómo fue posible que un individuo cuyo perfil apenas daba para ser un viceministro pasable llegara a la Casa de Nariño y cómo evitar que suceda en el futuro.
La primera respuesta de cualquier politólogo señalará la crisis de los partidos políticos. En lo tocante a la administración pública los partidos cumplían la función de seleccionar sus mejores cuadros. Los partidos llevaban a cabo el filtro meritocrático propio de la política: compromiso ideológico, lealtad, trabajo organizativo y propagandístico, experiencia, conocimiento físico de la gente y el país. De esta manera el partido se convertía en un postulante creíble y respetable; por ello, insignes desconocidos para la ciudadanía podían obtener la candidatura con probabilidades de ganar. A su vez, los partidos le ofrecían al presidente electo una variada nómina de posibles altos funcionarios; nada de familiares, compañeros de universidad o amigos del alma.
Pero la crisis de los partidos, creo yo, está poniendo en cuestión el diseño electoral. Me explico. Anticipando el final del bipartidismo se creó el sistema de dos vueltas que permitía la competencia multipartidista en la primera, obligaba a coaliciones en la segunda y garantizaba triunfadores de mayorías. Sin partidos, la primera vuelta se está convirtiendo en un juego caótico y la segunda en un escenario indeseable, de terror. Se vio en Perú, entre Fujimori y Castillo, hacia allá puede ir Chile, entre Boric y Kast, o, retrospectivamente, así fue Colombia en el 2018; lo que pone al ciudadano en la tesitura de escoger su propio veneno.
Las decisiones tomadas por una ciudadanía desconcertada por el caos y el miedo arroja el resultado de entronizar como líderes a pigmeos como Bukele, Castillo o Duque, tras lo cual cualquiera se siente con carta blanca para lanzarse, al fin y al cabo no se pierde nada y se puede ganar todo; en parte esto explica porque superamos el medio centenar de precandidatos.
El lío es que, una vez consumada la elección, la ciudadanía y las instituciones pueden perder toda capacidad de controlar al poder ejecutivo como pasó en Nicaragua y Venezuela, o entrar en una situación prolongada de inestabilidad como ha pasado en Ecuador y Perú. En el caso colombiano, el problema está en el congreso y la ineficacia de la ley de bancadas y del estatuto de la oposición, que se derrumban ante la feria de puestos y contratos; y en la inercia gobiernista de los poderes civiles que temen a todo cambio.
El Colombiano, 21 de noviembre.
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