La distinción entre responsabilidad y culpabilidad legal debe conservarse tanto en el plano ético como en el político, sobre todo teniendo en cuenta la confusión que reina en los tiempos que corren. Incluso en algunos casos de culpabilidad legal existen atenuantes que permiten establecer matices en la sindicación y en la aplicación de la pena. En el mundo de la administración pública —más aún en el de la política— la distinción es más necesaria, aunque no sea fácil.
Estas observaciones provienen de un artículo reciente sobre los intentos de judicializar a algunos ministros en Francia por el manejo de la pandemia de la Covid-19 (Theodore Dalrymple, “Taking Responsibility for Our Politics”, Law & Liberty, 06.10.21). Se trata de un caso particular en el que se presentan “dificultades enormes e insuperables… dado el estado caótico del conocimiento” del asunto. Hay niveles de conocimiento suficientemente complejos y con resultados impredecibles en algunas decisiones en la vida pública. Por lo regular esas decisiones no corresponden a una persona sino a muchas, que incluyen expertos, consultores, entes externos o de control que fijaron parámetros previos, organismos o personas con ascendiente jerárquico.
El autor sugiere que la pulsión actual por perseguir penalmente a los administradores públicos y a los políticos solo conducirá a que sean los individuos “más psicópatas, narcisistas o despiadados” los que quieran competir por cargos de elección popular o aceptar puestos por nombramiento. En los asuntos en los que no existe culpa legal lo que debe operar es la sanción de la opinión pública y el castigo de los ciudadanos en las urnas.
Creo que, como fenómeno general, estos impulsos cobran fuerza ante una cultura que tiende a exaltar de modo ingenuo el perfeccionismo y a la tesis, promovida por ciertos intelectuales, de reducirle espacios a la política y establecer la preminencia de los jueces en el ámbito público.
En países como Colombia las cosas son más abstrusas y difíciles de resolver. La judicialización de la política empezó por la permeabilidad de la rama judicial y de los órganos de control a la influencia de los políticos tradicionales. Carentes de discurso y argumentos, algunos políticos empezaron a frecuentar los juzgados y los tribunales para intimidar a sus adversarios. En tiempos recientes se ha vuelto más sencillo: convirtieron las contralorías en arma de dotación personal.
El mal que se le ha hecho con ello a la democracia es enorme. Se cercena la política deliberativa y se limita la competencia electoral, además propaga la desconfianza en las instituciones. Piénsese en cualquier caso largo y bien publicitado en el que un administrador público es llevado al escarnio social y luego pasa que, en derecho, resulta absuelto. Es inevitable que en una parte de la opinión quede la sensación de que fueron los jueces quienes actuaron mal, no los acusadores temerarios y malintencionados.
El Colombiano, 31 de octubre.
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