Por cuenta de una larga secuencia de casualidades desayunamos juntas tres personas disímiles, aunque con perspectivas comunes: un periodista venezolano, un ilustre bogotano y yo. El periodista lleva casi diez años de exilio —una de las peores tragedias humanas—, sufriendo a Bogotá como cabal caribeño. Al capitalino lo llamo ilustre porque lo es y cumplía en la mesa la antigua fórmula de ser mayor en edad, dignidad y gobierno. A mí me tocó cumplir el papel de enlace entre desconocidos.
El periodista estaba interesado en contar sus proyectos y recabar en información colombiana para alimentarlos. Pensando en el horizonte de un año, nos recordó que en octubre de 2022 se cumplirá un año de la marcha sobre Roma que abrió el camino al fascismo italiano y quiere explorar la influencia del fascismo en América Latina, que no ve en Venezuela ni México y que le parece abunda en Colombia. Está pensando en la historia y la literatura, por supuesto, pero siempre es difícil de evitar la sombra del presente.
Nuestro ilustre acompañante intervino para hacer un comentario introductorio a lo que llamó, no estoy citando, el amor por la tiranía, ese afecto tan común en la historia de la humanidad pero que nos luce tan extraño a los colombianos, al menos históricamente. Le asombraba dijo, el gusto que la gente le estaba tomando al autoritarismo, soltó algunos nombres que fueron seducidos por Mussolini y se lamentó de no tuviéramos buenos trabajos sobre el primer tercio del siglo XX. No recuerdo cómo hiló sus palabras para afirmar que la aristocracia bogotana estaba en desbandada, es decir, que no se juntaba como era costumbre para discutir e intervenir en los problemas del país; solo se ven para jugar golf, dijo.
Esto me llamó la atención. Uno no siempre puede escuchar testimonios sinceros de primera mano de lo que pasa en estos segmentos de la sociedad. Me parece muy grave que grupos sociales con poder se desentiendan de lo público porque creo, con gran parte de los sociólogos y en contra de los demagogos, que la historia la hacen las minorías. Lo que contó me alarmó más. Habló de sus amigos bogotanos y caleños que ya tienen preparada su pista de aterrizaje en Estados Unidos esperando quién sabe qué. Renunciando a luchar por un país mejor y dedicándose a empacar maletas para salir; palabras mías, no de él.
Nuestro comensal venezolano callaba y escuchaba, nos miraba alternamente, a su plato y al techo. “Así empieza todo”. El ilustre bogotano no quiso suponer nada y preguntó. Él respondió que así empezó en Venezuela. La élite empieza a desocupar y va dejando sola a la ciudadanía en manos de la nueva dirigencia. Parodiando a un antiguo político, los cataclismos políticos suceden cuando los que mandan pierden el interés y la voluntad.
El Colombiano, 7 de noviembre
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