Vivimos tiempos saturados de política. Se politizaron con justificación antiguos asuntos privados (sexo, violencia, ambiente) y de forma delirante algunas formas comunicativas (humor, lenguaje, arte). Los amigos se distancian, las familias se rompen, buenas personas quisieran matar, por cualquiera contrariedad política. No siempre es así y no debiera ser así.
La política es un fenómeno irreductible en la sociabilidad humana. No se puede vivir sin política, pero hay épocas en las que la política va a la trastienda, se invisibiliza y deja el escenario a las otras facetas de la vida: la producción, el comercio, el arte, la diversión, el ocio. Lo privado y lo íntimo se expanden. Lo público se vuelve etéreo; no es que desaparezca, deja de ser conflictivo y, entonces, no parece que existiera gobierno sino solo administración.
Tiempos como esos vivió el mundo desarrollado, brevemente entre algún año de la década de 1980 y, digamos, el 2016. En otros países ese periodo fue más corto o, como en Colombia, toda la energía política se concentró en la guerra y los demás asuntos permanecieron neutrales. Durante esas pausas el manejo del mundo parecía una cosa de administradores y abogados. Todo técnico en ascenso tenía que coronarse un MBA, todo humanista activo debía incurrir en el derecho, como marco regulador estatal o global. Y eso porque los estados habían concedido más espacios al mercado, lo nacional se desvanecía en favor de lo global; menos acción, más gestión; menos pensamiento, más planes, leyes y normas ISO.
Ahora ha vuelto la política; con ella vuelven a la palestra el estado, las fronteras, la esfera pública, los movimientos sociales. Son más relevantes las habilidades comunicativas que las ejecutivas, es más importante la palabra que los números, la comprensión desplaza a la información, las virtudes son más valiosas que las competencias, los valores son más necesarios que las metas, la estrategia vale más que el resultado inmediato.
Pero la política también tiene su lado oscuro: mentira, intolerancia, pugnacidad, violencia. Los colombianos creímos que todos los males de la política y sus peores consecuencias se debían a la acción de los grupos armados ilegales con sello ideológico. Ya nos dimos cuenta de que no, ya sabemos que ellos solo representaban el punto extremo de unos vicios que corroen a toda la sociedad.
Durante tres siglos vivimos en la falsa dicotomía entre consenso y conflicto. Los consensos son casi utópicos, los conflictos son fruto cotidiano. El reto de la política contemporánea es abordar el conflicto —lección de Estanislao Zuleta, hace casi cuarenta años. El sistema democrático, en su versión más fecunda, es la forma más reciente y refinada de resolución de conflictos. Pero no solo de instituciones vive la política, se requiere una cultura democrática. Los dramáticos problemas que estamos presenciando nos ponen de presente un déficit en ambos sentidos.
El Colombiano, 20 de junio
No hay comentarios.:
Publicar un comentario