Hong Kong, Barcelona, Beirut, Quito, Culiacán, Santiago; otras plazas de menor envergadura. Colombia, con baja intensidad, aunque a fines de septiembre los daños en la sede del Icetex en Bogotá fueron grandes y el riesgo personal de sus empleados alto. Movilizaciones masivas, violentas, ubicuas. Por separado pueden ser vistas como casos particulares, pero ocurren al mismo tiempo en un ambiente global de ira y desconfianza. En su mayoría son manifestaciones inorgánicas, es decir, no responden a una organización vertebrada, no hay posibilidad de interlocución pública, no se resuelven satisfaciendo demandas expresas. En Chile suspendieron el aumento en la tarifa del metro y en Hong Kong retiraron la ley de extradición; nada de esto aplacó los ánimos. Los analistas e intelectuales andamos preocupados, pero los políticos no se dan por enterados; parece que necesitan que el sillón se les incendie.
Hay respuestas reflejas. Los gobiernos acuden a la fuerza pública y a la ley marcial; respuesta tradicional que no resuelve nada y casi siempre empeora las cosas. Las voces democráticas condenan la violencia, las voces reaccionarias condenan la protesta; declaraciones inocuas que solo hacen quedar bien a quien las pronuncia pero que carecen de destinatario atento y de cualquier probabilidad de eficacia. La oleada democrática y la globalización económica destruyeron —muchas veces sin proponérselo y otras adrede— los organismos mediadores con la población: sindicatos, asociaciones campesinas y comunales, partidos políticos. La sociedad pluralista se debilitó; al frente solo quedó la masa amorfa, inestable, sorda y muda, impredecible.
El problema básico —como siempre— es de comprensión. No entendemos nada. Más grave aún: creemos que sabemos. Pero no. Las movilizaciones actuales no tienen nada que ver con las tecnologías de masas que crearon el anarquismo, el populismo y el comunismo. Pueden tener parecidos gramaticales, pero difieren completamente en su lógica. Se acercan más a la violencia expresiva que a la violencia instrumental. No responden al encuadramiento tradicional de la protesta social y se acercan a fenómenos violentos como la intifada palestina o la kale borroka vasca.
En procura de entender, deberíamos revisitar las especulaciones de Hans Magnus Enzensberger sobre los perdedores radicales y la guerra civil molecular; en discutir los ensayos de Peter Sloterdijk sobre la economía de la ira y la gestión de la venganza; estudiar los últimos libros de Francis Fukuyama sobre el orden político y la lucha por el reconocimiento.
En la búsqueda de marcos normativos para atender este tipo de fenómenos debemos superar los enfoques tradicionales que nos ponen en la disyuntiva de la guerra o el crimen. Ni el derecho de guerra ni el derecho penal ayudan en estos casos, como lo señaló el constitucionalista estadounidense Bruce Ackerman (Antes de que nos ataquen de nuevo, 2007). Hay que buscar nuevas fórmulas que protejan las libertades, eviten el perjuicio a los ciudadanos y garanticen el orden.
El Colombiano, 27 de octubre
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