Antes de 1990 los procesos electorales establecían una diferencia sustantiva entre una democracia liberal y cualesquiera otros tipos de régimen político. Después —y con más veras en este siglo— no pasa lo mismo. Regímenes autoritarios a los que nadie, institucional y académicamente, reconoce como democráticos han incorporado diversos tipos de sistemas electorales. Elecciones hay en Irán, Rusia y Venezuela. Fidel Castro se ufanó de que Cuba tenía más eventos electorales y mayor participación que cualquier democracia liberal. Las elecciones han dejado de ser la prueba ácida de la democracia y son, ahora, uno de sus componentes. Es decir, han sufrido una devaluación en la teoría democrática.
Pero también sufren de una devaluación práctica. La filósofa española Amelia Valcárcel advierte que nos estamos acostumbrando a votar con tanta frecuencia que corremos el riesgo de “votar en unas elecciones como en un concurso”. “Convocar [a elecciones] a menudo produce desafección y, si ésta avanza, la cosecha no la recoge la democracia, sino su pariente aciago, el populismo” (El País, “Votar”, 28.09.19). Habla de España que se apresta a sus cuartas elecciones generales en cuatro años sin poder formar gobierno. En Colombia vamos a realizar el decimosegundo torneo electoral en 18 años, a un promedio de una elección cada año y medio. Los dos referendos fueron fracasos, sobre las dos reelecciones hay reservas, la democracia local (cuatro comicios) se está desprestigiando aceleradamente, según Lapop.
“Votar como en un concurso” me parece una frase clave de su reflexión. Votar como en un reality, con un hashtag en una trasmisión deportiva, con un like para cualquier cosa. Votaciones que dan como resultado un parlamento de chimpancés, como en el óleo de Banksy conocido esta semana; o un congreso en el que no todos son como Aída Merlano. Comicios que pierden trascendencia y que van dejando en la mente del ciudadano medio la idea de que da lo mismo quién gane. Elecciones en las que nos movemos a las urnas como reflejo ritual más que como práctica auténtica.
Valcárcel advierte que esta trivialización conduce al populismo. Pero ese camino no siempre es directo y va acompañado por la ausencia de motivos que justifiquen la democracia electoral. En Europa fue la convergencia de socialcristianos y socialdemócratas que anuló las diferencias políticas. En lugares como Colombia, especialmente en el nivel local y regional, el caso es otro: la desaparición de la propuesta política. Las carpas partidistas no marcan distinciones: ¿qué diferencia hay entre la U, Cambio Radical, el Partido Conservador o el Liberal? Más allá del amor u odio hacia la persona de Álvaro Uribe, ¿qué diferencia marca el Centro Democrático? Alianza Verde y los movimientos indígenas han asimilado las prácticas tradicionales sin acentuar sus peculiaridades fundacionales. La oferta disponible es una cara limada con photoshop, con un logo y un número al lado.
El Colombiano, 6 de octubre
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