lunes, 29 de octubre de 2018

Octubre

“El país que me tocó”. Me tocó comprar el libro de Enrique Santos. Por el personaje y los comentarios. Me tocó leerlo pronto ya que me parece un tipo de literatura fugaz. Gran decepción. Las memorias canónicas son autocríticas, reveladoras, al punto de que el primer nombre del género —tal vez— fue confesiones. Santos no confiesa nada, termina congraciado con todo el mundo (hasta Turbay le parece buen presidente) y no asume haberse equivocado en materia grave, algo que no pueden decir ni siquiera los santos de verdad. Su familia no es responsable del estado del país, apenas “les tocó”. ¿Se perdió la platica? No toda, por el valor de una carta que le envió García Márquez en 1974 y que reproduce en las páginas 108-111. Una lección sobre la seriedad periodística y política.

Bombas. Donald Trump no está solo; al trumpismo no le bastan twitter ni los devaneos de su líder. Llegó la hora de la acción. Los críticos de Trump empezaron a recibir mensajes con explosivos: Barack Obama y el actor Robert de Niro, CNN y el empresario George Soros. La violencia verbal siempre tiende a hacerse carne, como en el versículo famoso del evangelista exiliado en Patmos. La intolerancia social y el fundamentalismo ideológico no suelen confinarse al ademán o la expresión, terminan conduciendo a prácticas violentas y criminales: los audaces las cometen, los incapaces las aplauden.

Bolsonaro. Parece consumada la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, tal y como se predijo en esta columna el 1 de julio. Un economista señaló que las reformas sociales de Lula se hicieron insuficientes por la falta de innovación en el campo productivo. Un analista político indicó, de modo convincente, que los votantes están más hartos del pasado reciente —presente, de hecho— de corrupción y violencia que temerosos de un porvenir incierto en manos de quien parece ser un bárbaro. La izquierda brasileña se descalabró por la misma vía que la mayoría de las izquierdas del continente, es decir, por su menosprecio de la moralidad pública. Ya los electores contemporáneos han demostrado que prefieren a los cínicos de siempre antes que a los cínicos de hoy que predican y no practican.

Transporte. El país entró en un bache en materia de transporte que hace que nos sintamos como hace medio siglo. La carretera al Llano se cierra de manera total cada tanto, y cuando no el trayecto puede llevar una docena de horas. La vía Medellín-Bogotá ofrece menos confiabilidad para transitarla hoy que hace décadas; Invías recomienda viajar por Puerto Berrío como en tiempos antiguos. Ir al Suroeste exige cruzar la trocha de Amagá en la que se cobra peaje sin vergüenza alguna. Montar en avión se ha vuelto una aventura: ¿cumplimiento de horarios? Ni lo piense; esta semana no siquiera se podían sacar pasabordos en línea.

El Colombiano, 28 de octubre

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