Los datos sobre la financiación de la universidad pública son espeluznantes. En 25 años, los recursos por estudiante se han reducido en un 40%. Según el Banco Interamericano de Desarrollo —penúltimo lugar de trabajo del actual presidente de la república— el gasto educativo colombiano como porcentaje del producto interno bruto es el 3,1%. Ocupamos el décimo tercer puesto entre quince países, ganándole por una décima a Perú y perdiendo por casi un punto con los países inmediatamente por encima que son México y El Salvador. Le dedicamos a la educación cinco puntos menos que Brasil, Argentina y Costa Rica (“Pulso social de América Latina y El Caribe”, 2016). La inversión colombiana en investigación decreció entre 1997 y 2007. En ese aspecto solo invertimos más que los países del triángulo norte de Centroamérica (Bid, “Ciencia, Tecnología e Innovación en América Latina y el Caribe”, 2010). La inversión, el gasto, los presupuestos, son una urgencia.
Pero no todo es plata. La primera discusión tiene que ver con la adopción de la educación como una auténtica prioridad nacional. Una prioridad del Estado y también de la sociedad. En la pasada campaña electoral fracasaron los intentos por poner la educación en el lugar más alto de la agenda pública. Los políticos tradicionales dicen que sí, pero a la hora de la verdad dicen que no. Una muestra del desgreño gubernamental en materia educativa fueron las dos administraciones de Juan Manuel Santos: tres ministros de educación y ocho directores de Colciencias, muchos de ellos salidos por desacuerdos con la asignación de presupuestos o el manejo de las cuotas políticas. Largas vacancias en los puestos nacionales a cargo del sector. Lo que sí ocurrió durante la gestión de Santos fue un constante cambio de reglas de juego, la dilapidación de los recursos de las regalías y el incremento —hasta niveles asfixiantes— de la regulación, el control y la vigilancia sobre la prestación del servicio educativo. Parece que uno de los secretos de la revolución educativa en Finlandia, va exactamente en sentido contrario: allí “retiraron todos los controles del Estado sobre escuelas y maestros, y les otorgaron plena autonomía” (Moisés Wasserman, “Revoluciones en educación”, El Tiempo, 17.08.18).
La otra clave del mejoramiento de la calidad en la educación son los maestros. Todos los estudios y las buenas prácticas lo demuestran, pero Colombia sigue subvalorando al maestro. Nuestra desgracia es que el menosprecio de los políticos por la educación y los maestros se trasmite a la política pública. El maestro sirve como clientela política, no en su función social como educador.
Como en todo, habrá algunos logros, pero el panorama general de la educación no es bueno. El país necesita un golpe de timón en beneficio de la investigación, los maestros y las instituciones, públicas y privadas, que se esfuerzan por la formación de los colombianos.
El Colombiano, 14 de octubre
No hay comentarios.:
Publicar un comentario