Desde lejos se debe ver una sociedad muy extraña. Una a la cual se le consultó en las urnas dos veces en menos de dos años sobre los que —según todos los diagnósticos— eran los principales problemas del país, la guerra y la corrupción, y la ciudadanía no pudo dar un veredicto claro como fruto de sus fracturas. Desde la historia se dirá quiénes fueron los líderes que se opusieron al cambio en dos asuntos tan cruciales. De cerca y en el curso de los acontecimientos, las cosas no son tan tremendas. Digo que no hubo veredicto claro porque la victoria del no en 2016 fue tan pírrica como falsa la derrota del 26 de agosto pasado.
Aceptemos que el país está dividido por tercios entre los que rechazan cualquier cambio, los que queremos varios cambios en el régimen político y los indiferentes, que nunca cuentan para nada. Las fuerzas del no carecen de futuro. Desde que la sociedad occidental entró en la modernidad, el flujo, la variación, la dinámica, es lo único que permanece. Cuando las fuerzas del no tienen suficiente obstinación, el resultado previsible es una ruptura turbulenta del orden político. Esa es la situación que afronta el régimen político hoy.
El problema es que el gobierno de Duque es débil: tiene la menor favorabilidad para un recién llegado a la Casa de Nariño desde 1998 (40%, según Gallup Poll), la coalición que lo candidatizó es minoritaria en el congreso y su partido no le tiene confianza. Un gobierno débil necesita un presidente hábil y audaz, y está por verse si Iván Duque es ese tipo de gobernante. Y el camino más claro que tiene ante sí es el del acuerdo nacional que salió de sus labios varias veces hasta el 7 de agosto.
Hace veinte días la ruta no estaba clara, según Eduardo Posada Carbó (“Gran pacto: ¿con quién?”, El Tiempo, 10.08.18). El miércoles 29 de agosto, sin embargo, se avizoró una salida. El presidente Duque convocó una cumbre con todos los partidos políticos, los promotores de la consulta y los presidentes de Senado y Cámara para discutir la agenda legislativa anticorrupción. De ese hecho se derivan dos conclusiones. La primera, es que los once millones y medio de ciudadanos que votamos el 26 de agosto no perdimos el voto: la consulta perdió jurídicamente y triunfó en términos políticos. La segunda, es que la consulta le permitió a Duque encontrar materia y oportunidad para adelantar el pacto nacional.
Si el gobierno logra sacar adelante esta iniciativa, habría logrado superar la principal —aunque no la única— razón del malestar ciudadano y de la fractura social que vive el país. Como siempre, esto implicará provocar un disgusto en las fuerzas que se resisten al cambio y, hoy por hoy, es difícil predecir su reacción más probable.
El Colombiano, 2 de septiembre
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